RAFAEL LUCIANI 25 de junio de 2016
@rafluciani
En
contextos de tanta desesperanza donde la vida parece no tener futuro ni
sentido, y donde la muerte parece vencer a la vida, caben sendas preguntas
sobre la realidad del mal. ¿Puede el ser humano parar el mal que vivimos?,
¿hasta dónde puede llegar su obstinación por dañar la vida de los otros? Y si
el ser humano no está dispuesto a cambiar ¿puede Dios hacer algo? El mal no
sólo produce un sufrimiento psíquico en los demás, como lo podemos ver a diario
en tantas personas cuyas rabias y maltratos se han hecho hábito. También puede
llegar a paralizarlos y convertirlos en víctimas. La Shoá nos revela que hay
opciones que pueden llevarnos a un punto de no retorno si dejamos adormecer
nuestras conciencias y nos entregamos al reino de la indiferencia. O, peor aún,
al reino de la indolencia frente a la muerte de tantos que hoy son víctimas de
secuestros y atracos, o de simple carencia de medicinas para el tratamiento de
sus enfermedades y dolencias.
Toda
víctima suele preguntarse ¿por qué a mí? ¿Por qué Dios lo permitió? Y si lo
evita para algunos ¿por qué no para todos? Lo más usual es creer en un Dios
retributivo que permite el mal como prueba de fe. Algo absurdo, al menos desde
lo que nos revela la vida de Jesús. Ante la pregunta ¿dónde está Dios cuando
alguien padece el mal?, Elie Wiesel responde: «tres cuellos fueron introducidos
en tres lazos. “Viva la libertad”, gritaron los adultos. Pero el niño no dijo
nada. ¿Dónde está Dios? preguntó uno detrás de mí. Las tres sillas cayeron al
suelo. Nosotros desfilamos por delante. Los dos hombres ya no vivían, pero la
tercera cuerda aún se movía. El niño era más leve y todavía vivía. Detrás de mí
oí que el mismo hombre preguntaba: ¿Dónde está Dios ahora? Y dentro de mí oí
una voz que me respondía: “ahí está, colgado de la horca”».
A favor de todas las víctimas
¿Cómo
aceptar esto? Hans Jonas sostiene que «si a pesar del mal se quiere mantener la
fe en Dios, entonces sólo queda la eliminación de alguno de sus atributos
clásicos: o bien la omnipotencia, o bien la bondad suprema». El imaginario
religioso actual sigue sosteniendo la imagen de un Dios omnipotente que actúa
con razones ocultas y permite ciertos hechos trágicos. Incluso, considera que
la compasión es algo incompatible con la justicia divina. Sin embargo, para
Jesús, Dios hace lo que los poderosos no hacen: toma postura a favor de todas
las víctimas y rechaza a los victimarios. Cabe la pregunta sobre la imagen que
tenemos de Dios ¿Es la que nos enseñaron de pequeños y nunca cuestionamos? ¿Es
la de un Dios sin rostro ni dolor? ¿Es acaso selectivo? (Cf. Regresar a Jesús
de Nazaret, PPC).
El
rabino Hugo Gryn contaba que «en los campamentos de concentración había
descubierto a Dios, pero No el Dios de mi juventud. A ese lo perdí en los
crematorios de Auschwitz cuando no hizo nada. Pero luego, cuando pude ver con
claridad las distintas experiencias, entonces lo redescubrí. Y cuando miro
retrospectivamente a mis experiencias y sufrimientos, y veo que aún estoy vivo,
no me queda nada más a quien respetar en este mundo, sino a Dios».
El mal
es causado y permitido -sea por acción u omisión- por cada uno de nosotros, por
nuestra indolencia. Es fruto de un proceso de deshumanización individual que se
niega a reconocer la dignidad humana del otro. Ciertamente ahí no cabe el Dios
que revela Jesús sino la ceguera de quien deja de hacer el bien porque se habituó
al mal. Un mal que siempre tendrá consecuencias personales en quien lo causa si
no lo repara.
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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