Por Antonio Pasquali
Quienes compartimos
responsabilidades en la formación de una opinión pública no manipulada, libre y
plural, estamos en la obligación moral de explicar sin circunloquios, en
términos cristal clear, como diría un inglés, por qué aplaudimos o
confutamos la idea de un diálogo entre gobierno y oposición que logre destrabar
los maniqueísmos de una Venezuela hoy agónica.
Hace semanas estimamos que
ese diálogo nacía muerto por carecer la parte gubernamental de las cualidades
mínimas requeridas, buena fe, tolerancia y una cierta nobleza. Los
acontecimientos lo han confirmado; nuestros comunistas de viejos manuales,
programados para odiar, no son aptos para diálogos. Hoy es evidente que el
ladino régimen impuso una tríada de “mediadores” que le es aliada; que ordenó
totalitariamente a su oficina electoral, el CNE, violar la Constitución para
bloquear un Revocatorio que sacaría a Maduro de escena (sus bribonas y
chantajistas arpías han forjado hasta diez trabas ilegales para lograrlo); que
en lugar de decretar una tregua pre-dialogal, sigue ahogando democráticas
protestas con métodos antiterroristas; que Maduro ordenó a su personal bufete
de abogados, el TSJ, a sus generales y grupos de choque recrudecer el
canallesco bloqueo de la Asamblea, acusándola además de “traición a la patria”
(cuando le asiste el sacrosanto derecho, derivable de los Art. 333 y 350, de
acudir a instancias internacionales –para eso fueron creadas– ante las
gravísimas derivas antidemocráticas del Ejecutivo). Los
ceremoniosos pourparlers suelen durar años, y Miraflores acepta la
idea de diálogo tan sólo para ganar tiempo y sabotear el Revocatorio.
También es evidente que el
régimen causa a diario la muerte de venezolanos por no aceptar ayuda
humanitaria internacional que palie la dramática falta de medicamentos. ¿Qué
tiene que ver esto con el diálogo? Su carácter emblemático: un régimen que no
cede en sus delirios ni ante las muertes que ocasiona, y es incapaz –digamos–
de suspender el envío de petróleo a Cuba para pagarse un jumbo diario de
medicinas que salven a mucha gente, es un estado muy canalla con el que ninguna
persona honorable debe sentarse a dialogar.
La dictadura sigue contando con las armas, los poderes judicial electoral y
fiscal, el petróleo, su fábrica de dinero inorgánico, sus grupos de choque, sus
cárceles y su gas del bueno; pero los chavistas –retardados secuaces de una
doctrina que mató cerca de cien millones de por el mundo y está a un tris de
extinguirse– son ahora los escuálidos del drama nacional, en plena
auto-destrucción y pérdida de aliados. Pese al inercial poder fáctico de la
dictadura, sólo la MUD y la Asamblea son dueñas del futuro nacional en
representación de esa Democracia que siempre resurge como el ave fénix, y es
esa parte vencedora la que debe asumir sin ambages la inutilidad de un diálogo
con malandrines en derrota, con gente que llevará un día a tribunales. Es el
mensaje subyacente a la viril y admirable declaración del encarcelado Leopoldo
López: nada que negociar, terminar de sacar la dictadura por Revocatorio y
punto.
Una de las características
más profundas y letales del chavismo es su científico y obsesivo esfuerzo por
negar la existencia del disidente, al que envía diariamente el úkase: “no
hables, no te muevas, no existas”, una suerte de paredón civil en que se cumple
el postulado de Simone Weil: “el mal absoluto es quitarle realidad al otro”.
Los incesantes y prepotentes esfuerzos de Maduro por reducir la Asamblea
democrática a la inexistencia total y absoluta, son su más reciente intento de
imponer aquel mal absoluto; y de ese Tártaro no se regresa más a los Campos
Elíseos del tolerante respeto al otro.
Vienen tiempos de temor y
temblor, ojalá que breves. Hagamos votos y elevemos plegarias por que salga
victorioso el civilismo. Lo peor en absoluto sería que nos “salvara” otro
coronel, el vigésimo séptimo de la serie histórica, que irrumpa a detener el
caos, prometer orden y progreso, cero tribunales y elecciones futuras por
gentil concesión de Fuerte Tiuna.
apasquali66@yahoo.com
19-06-16
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