Jorge Gómez Arismendi 01 de marzo de 2017
Días
atrás en Venezuela, el gobierno conmemoró el 25° aniversario del golpe de
Estado fallido, ejecutado en 1992 por el entonces coronel de ejército, Hugo
Chávez. El actual presidente de ese país, Nicolás Maduro, recordó que el golpe
fue «contra la explotación del pueblo, la exclusión y la miseria».
Según
un estudio realizado entre octubre y diciembre de 2016 por Cáritas Venezuela,
con la colaboración de Cáritas Francia, la Comisión Europea y la Confederación
Suiza, en dicho país hay claros indicios de desnutrición crónica entre los
niños. En algunas zonas, ésta alcanza niveles cercanos a lo que, según los
estándares internacionales, es una crisis. El informe es claro en sus
conclusiones: «se están registrando estrategias de sobrevivencia inseguras e
irreversibles desde el punto de vista económico, social y biológico, siendo
especialmente preocupantes el consumo de alimentos rebuscados en las calles». A
mediados de 2016, la grave crisis en Venezuela se había hecho notoria e
indesmentible en todo sentido. Tanto así que la directora para las Américas de
Amnistía Internacional, Erika Guevara-Rosas, declaraba de forma tajante: «En
Venezuela hay desesperación y hambre». Según una encuesta realizada en junio de
ese año en el estado de Miranda, un 86% de los niños temía quedarse sin comida.
Un 50% dijo haberse acostado con hambre por falta de alimento en sus hogares.
Mientras tanto, Nicolás Maduro comía arepas en cadena nacional. A inicios de
febrero de 2017, el Observatorio Venezolano de Salud advertía con alarma, sobre
los riesgos que está implicando la falta de alimentos y medicamentos entre la
población venezolana.
Venezuela
sufre un proceso de descomposición política, económica y social desde la década
de los setenta. El fin del boom del crudo en esa década acabó con el apetitoso
rentismo estatal en torno al petróleo que, surgido a fines de los años 50, se
quebró definitivamente a inicios de los ochenta. Venezuela iniciaba así su
caída sin retorno hacia el estancamiento, el intervencionismo estatal y la
rigidez económica. El deterioro en las condiciones de vida de los venezolanos
hacía eco del deterioro institucional de su democracia. A fines de los noventa,
el Banco Mundial indicaba que la pobreza alcanzaba a un 53% de los venezolanos.
El llamado caracazo en 1989 y el alzamiento de un coronel del ejército en 1992
serían claros síntomas de la descomposición institucional venezolana. La
elección de Chávez en 1998 no fue la solución tampoco, como muchos parecían
creer.
El 24
de abril año 2003, durante su segundo período presidencial, Hugo Chávez inició
la Misión Mercal que buscaba distribuir productos alimenticios entre la
población, a precios mucho más bajos que en el mercado. Esto implicaba,
obviamente, altas subvenciones a los productos y la creciente construcción de
establecimientos con tal propósito. Al año siguiente creó ―como era lógico― un
monstruo burocrático con nombre rimbombante, el Ministerio del Poder Popular
para la Alimentación. Viendo en perspectiva, el propósito de dicho ministerio
no era solo controlar la producción y distribución de alimentos para garantizar
alimentación barata a los venezolanos, sino que apuntaba a generar una mayor
fidelidad al chavismo a través del estómago de los venezolanos. Esto, pues el
intento de derrocamiento de 2002 era visto como un sabotaje económico hacia el
régimen. Por tanto, lograr un mayor control sobre la provisión de alimentos se
había vuelto esencial para el chavismo, no solo para nutrir el culto a la
personalidad en relación a Chávez sino como una estrategia clave en torno a lo
que denominaron guerra económica. Bajo el eufemismo de seguridad alimentaria
para el pueblo, en 2003, el régimen chavista aumentó su control sobre la
asignación de divisas para evitar el capricho de la burguesía y garantizar en cambio,
tal como decía Chávez en Aló Presidente ese año: «no solo alimentación sino las
medicinas». En 2012, Chávez diría que, como una triste paradoja para el
presente de miles de venezolanos, buscaban no ser «rendirnos por hambre».
En
2007, se crea el Proyecto Nacional Simón Bolívar cuyo objetivo es «crear una
sólida arquitectura ética de valores que conformen la Nación, la República y el
Estado moral-socialista». Para ello, se plantea avanzar hacia un modelo
productivo socialista donde «El Estado conservará el control total de las
actividades productivas que sean de valor estratégico para el desarrollo del
país» con el objetivo, entre otras cosas de incrementar la soberanía
alimentaria y consolidar la seguridad alimentaria. Esto implicaba «el dominio
por parte del país de la capacidad de producción y distribución de un conjunto
significativo de alimentos básicos que aportan una elevada proporción de los
requerimientos nutricionales de la población». Obviamente, el dominio por parte
del país en realidad significaba el dominio por parte del gobierno chavista de
dicha producción de comestibles.
Ya en
2008, el intervencionismo del gobierno sobre el acceso a los alimentos y el
control sobre los precios se acrecentaron aún más al crearse la Productora y
Distribuidora Venezolana de Alimentos (PDVAL). Dos años después, se estatizó
una cadena de supermercados, inaugurándose la red de Abastos Bicentenario. En
dicha inauguración, Chávez decía: «Cuando gobernaba la burguesía y tenían el
monopolio de la economía venezolana, incluyendo los alimentos, hambre y miseria
reinaban en Venezuela». Luego agregaba: «la desnutrición se acabó en Venezuela
gracias a la revolución». En ese momento, el Estado venezolano era dueño de 13
mil 625 puestos, según decía el propio Chávez al inaugurar su nueva red estatal
de supermercados.
En
esos años, el auge en los precios del crudo permitía al régimen chavista
disponer de recursos para importar alimentos y otros bienes sin problemas. El
rentismo petrolero venezolano, que había entrado en crisis en los ochenta, en
2008 permitía el espejismo socialista de Chávez, gracias a un precio por barril
nunca antes visto de US$ 88. Entre los años 90 y 2008, la importación de
alimentos aumentó en cinco veces. La responsabilidad fiscal y la robustez de la
industria alimenticia venezolana no eran tema para los adeptos al régimen
chavista. Las vacas gordas avivaban el discurso anti empresarial, el culto
hacia la persona de Chávez y el gasto público sin miramientos. Chávez estaba en
constante campaña a costa del erario fiscal y la deuda externa de Venezuela.
Cuando
la demanda y el precio del crudo cayeron en 2009, el panorama fue distinto. El
despilfarro en nombre del socialismo del siglo XXI cobró factura. La
importación ya no era tan viable y se hizo costosa. Por otro lado, la
producción interna de alimentos, fuertemente dañada y debilitada por el
intervencionismo del régimen chavista, fue incapaz de satisfacer la demanda.
Entonces, ante los problemas, los burócratas chavistas, en vez de favorecer al
mercado, agudizaron su intervencionismo en la economía, aumentando el control
de precios sobre los bienes. Aquello no mejoró la situación. Así, en 2009,
Chávez se hizo del control de las fábricas de arroz, de los puertos y de
empresas de diverso tipo. Se crearon invernaderos que nunca funcionaron.
Durante ese año, la discrecionalidad de Chávez diciendo ¡exprópiese!, alcanzó
ribetes desquiciados. Al año siguiente, anunció la estatización de Agro isleña,
una de las mayores empresas de insumos y suministros agrícolas, siendo
convertida en Agro Patria. La nueva empresa se constituyó en un monstruo
burocrático y monopólico que fue un total fracaso, incapaz de satisfacer la
demanda y producir de manera adecuada.
Según
lo que el propio Chávez explicaba en ese momento con respecto a las
expropiaciones, se supone que las empresas confiscadas pasarían a conformar una
especie de complejo industrial socialista ligado con lo fraguado en 2007, el
llamado Plan socialista de la nación, cuyo objetivo no era otro que estatizar
sectores estratégicos de la economía. Ya en 2009, empresas telefónicas, de
electricidad y fábricas de cemento, como Argos, estaban bajo control del
régimen socialista venezolano. En 2010, cerca de 260 empresas de alimentos,
como Lácteos Los Andes, habían sido expropiadas o eran controladas por el
gobierno. Dijo Chávez en esa ocasión que aquello sería el modelo productivo
para Latinoamérica. De seguro Alejandro Navarro y Camila Vallejo, tan adeptos
al socialismo del siglo XXI habrán estado de acuerdo con aquello. No olvidemos
que la actual diputada chilena dijo en 2013: «Creo que aquí en Chile, más que
en cualquier otro país quizás, tenemos que seguir con más convicción la tarea
de Chávez». Mejor que no, viendo lo que pasa hoy día en ese país rico en
petróleo pero sin comida ni medicamentos.
Una
efímera alza en el precio del crudo durante 2010, le daba un cierto respiro al
despilfarro socialista de Chávez y su desenfrenado proceso de expropiaciones de
empresas, llevado a cabo bajo la excusa de la utilidad pública y el interés
social. En diciembre de ese año, un mes antes de que la Asamblea Nacional se
conformara con una mayoría opositora al chavismo, el parlamento otorgó plenos
poderes a Hugo Chávez, para gobernar por decreto en diversas áreas, tal como lo
hacían otros dictadores latinoamericanos en los setenta y ochenta. La excusa
que el chavismo había ido construyendo desde 2009, era que la soberanía
venezolana estaba siendo amenazada de manera externa. Una vez establecido el
control interno, había que inventar un enemigo externo, al más puro estilo de
1984 de Orwell.
La
llamada ley habilitante era expresión del carácter autoritario explícito que
tomaba el régimen socialista de Hugo Chávez, vulnerando las propias reglas
democráticas que había establecido. Sin embargo, no era la primera sino la
cuarta vez que el gobernante recurría a esta facultad dictatorial. En 2012,
Nicolás Maduro iría tomando paulatinamente el lugar de un cada vez más débil y
enfermo Hugo Chávez, primero como su vicepresidente y luego como su sucesor,
también gobernando por decreto en varias ocasiones. Con la muerte del militar a
inicios de 2013, el proceso de degeneración en Venezuela entraría en su etapa
más difícil.
El
intervencionismo gubernamental en la economía venezolana, iniciado durante los
primeros gobiernos bolivarianos, no había resuelto el problema de la escasez de
alimentos. La ley de precios justos aplicada por el gobierno de Maduro en 2014,
a través de la Superintendencia Nacional para la Defensa de los Derechos Socio
Económicos (SUNDDE), no mejoró la situación sino que la empeoró. Era obvio. Y
es que el intervencionismo gubernamental en la economía no genera mejoras sino
que enormes distorsiones porque no existe algo así como un precio justo, menos
aún uno dirimido desde una oficina burocrática. Peor aún si los funcionarios
tienen amplias facultades para decomisar bienes y ordenar la ocupación o cierre
temporal de establecimientos. Esto no genera justicia en los precios sino por
el contrario, genera un descalabro total del sistema económico al destruir el
sistema de precios mediante el cual los agentes económicos toman decisiones y
las personas intercambian bienes. Es eso y no un complot internacional lo que
genera y aumenta el desabastecimiento. Para que se entienda mejor esto hay que considerar
que, según el Centro de Divulgación del Conocimiento Económico, el índice de
escasez aumentó desde un 11,2% en julio de 2011 a un 22,2 % en diciembre de
2013. Es decir, a la par del intervencionismo estatal tratando de evitar el
desabastecimiento y una inflación vertiginosa, estimulada entre otras cosas por
el control de divisas a cargo de la burocracia gubernamental.
Así,
en febrero de 2014 se iniciaron diversas protestas en varias ciudades
venezolanas. A la carestía se habían sumado altos niveles de criminalidad e
impunidad, que hacía de la capital venezolana una de las ciudades más
peligrosas del mundo. La represión del gobierno y sus esbirros, los colectivos
motorizados y armados, fue brutal. Maduro sin embargo, a fines de ese año,
luego de reconocer la situación de crisis, culpó de la situación a las
protestas, la oposición y la guerra económica. En ningún caso consideró el
control estatal sobre el cambio como un factor esencial de la carestía. Sin
embargo, prometió perfeccionar el modelo económico social de distribución de la
riqueza y los programas socialistas del régimen. El largo camino de servidumbre
venezolano alcanzó su esencia en 2016 cuando Nicolás Maduro determinó que los
militares controlaran la distribución de alimentos. Cumpliendo los sueños
húmedos de cualquier fascista, Maduro designó a un milico para cada rubro
básico, militarizando totalmente el acceso a la comida. Así, la dictadura
militar venezolana se hizo explícita frente a las quejas de hambre de miles de
ciudadanos.
Según
The Associated Press, los militares no solo vendían ilegalmente alimentos sino
que lo hacían a precios exorbitantes. Como los puertos fueron estatizados en
2009 por Chávez en nombre del socialismo y la revolución, en la actualidad,
mafias de militares controlan el flujo de alimentos y medicinas, cobrando
sobornos, aprovechando su absoluto control sobre la distribución y las
fronteras. El propio Ministerio de Alimentación de Venezuela hizo notar los
sobrepagos. Pero no pasó nada. Patria o hambre es el lema de estos carteles
mafiosos socialistas. Nada de extraño pues la burocracia reemplazando al
mercado no genera prosperidad para los ciudadanos sino su sumisión al poder.
A tal
nivel ha llegado la carestía en Venezuela que a la búsqueda de comida en la
basura se le ha sumado la prostitución a cambio de alimentos, según varios
observadores y venezolanos que le cuentan de aquello a sus familiares ya (auto)
exiliados. Esa es la dignidad del pueblo que promueve el socialismo. Es tal el
nivel de desorden y desesperación entre la población, que el gobierno de Maduro
ahora multa a los establecimientos donde se producen colas. Ocultan la miseria
a la que han llevado a sus ciudadanos. Por tanto, los venezolanos están
haciendo filas a dos cuadras de los locales. Ni hablar del tiempo que duran las
colas. La productividad ha caído enormemente lo que aumenta la penuria. Pero al
mejor estilo del ministerio del Amor, tienen un ministerio con nombre pomposo
del Poder Popular para la alimentación. La promesa del socialismo del siglo
XXI, tan promocionado en Venezuela y Latinoamérica por años, contrasta con la
realidad miserable que vive el pueblo venezolano en la actualidad.
En
diciembre de 2016, el gobierno socialista presentó el carnet de la patria,
instrumento destinado a la distribución racionada de alimentos a través de los
Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) y las misiones sociales
en Venezuela. Del timbre en el brazo pasaron a la tarjeta y la huella dactilar.
Según Nicolás Maduro «usted va a poder realizar sus compras en varias tiendas
del país sin estar utilizando billetes. Venezuela tiene que ir hacia el uso de
los pagos electrónicos». La salvedad que no menciona el déspota, es que las
personas solo pueden adquirir los bienes regulados ―que son los principales― en
los días y horarios que te corresponda según tu número de cédula. Ni pensar en
improvisar el almuerzo o armar una completada. Tampoco menciona que el carnet
alimenticio es un método de control sobre la población, según ellos, para
estimar a cuántas personas le llegan las políticas sociales del Gobierno
Bolivariano. En otras palabras, para saber cuántos estómagos les deben
fidelidad. Porque en el fondo, todo este proceso de desmantelamiento del
aparato productivo privado responde al propósito socialista de reemplazar las
lógicas de mercado por las lógicas burocráticas del Estado. A lo que apuntan
los promotores del socialismo del siglo XXI es a eliminar a los intermediarios
privados del mercado, dando paso a una relación directa entre el ciudadano y el
Estado. Una relación que a todas luces se convierte en una obediencia a través
del hambre. El dominio socialista a través del estómago ya lo advertía Trotsky:
«En un país donde el único empleador es el Estado, esto significa la muerte
lenta por hambre». En Venezuela, si no te registras, no comes. Si eres
opositor, agachas el moño o mueres de hambre.
Lo que
actualmente ocurre en Venezuela, país con altas reservas de petróleo, no es
solo un problema de gestión del gobierno de Maduro sino que es reflejo de un
proceso paulatino de decadencia institucional y social, cuya guinda de la torta
fue el proyecto socialista iniciado por Hugo Chávez. Si Venezuela venía siendo
decadente a fines de los 80, el socialismo del siglo XXI terminó por sepultar a
ese país en todo sentido. La supuesta cura revolucionaria socialista terminó
por agudizar la metástasis corrupta y rentista que venía pudriendo los
cimientos institucionales venezolanos. Esto, porque el socialismo, aunque se
llame del siglo XXI, siguen siendo el mismo camino de servidumbre que advertía
Hayek. No cumple aquella cita de Simón Bolívar, que Chávez gustaba usar cada
tanto: «Darle a nuestro pueblo la mayor suma de felicidad posible». Lo que el
socialismo le entrega al pueblo es sumisión y miseria. Eso, aunque la
constitución bolivariana, en el artículo 299, diga que su régimen
socioeconómico pretende asegurar el desarrollo humano integral y una existencia
digna y provechosa. Quizás por eso Maduro, en un extraño ataque de lucidez,
mientras recordaba el inicio del socialismo del siglo XXI avizoró: «ahora se
viene la revolución».
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