Fernando Mires 02 de marzo de 2017
Todos
hablan de populismo para referirse a movimientos políticos que han signado a la
política de América Latina durante los dos últimos decenios y a la de Europa de
los tiempos actuales. Pero no hay populismo sin apellidos. Así lo aprendimos de
Ernesto Laclau, teórico del populismo por excelencia.
Laclau
vio incluso en el fascismo una forma de populismo. Hay populismos democráticos
y antidemocráticos, formuló hace un par de años Chantal Mouffe, apuntando en la
misma dirección que Ernesto.
Esa es
la razón por la cual algunos hemos decidido renunciar al uso exagerado del
concepto populismo. Son en verdad muy diferentes las realidades a las que
alude. Seguir denominando como populista a un movimiento fascista y a uno
democrático a la vez, oscurece en lugar de aclarar.
Lo
dicho vale para la Europa de 2017 donde estamos asistiendo al surgimiento de
fenómenos de masas que portan consigo características similares a las de los
movimientos fascistas y comunistas que hicieron su puesta en escena durante las
décadas de los veinte y de los treinta del siglo pasado. Populistas, los
llaman.
Neo-fascistas,
he denominado sin vacilar a algunos de ellos en diferentes artículos. Y lo he
hecho no para insultarlos sino porque en sus más diferentes versiones contienen
tres elementos propios al fascismo originario:
1. Relación
directa entre masa y líder (sin mediaciones inter-estatales)
2. Identificación
de un enemigo común.
3. Revuelta
en contra de la democracia liberal y sus instituciones.
Tanto
Putin, Erdogan, Trump, Orban, Wilders, Le Pen y Petry, desde distintas
naciones, gobiernos y partidos, coinciden en su enemistad declarada a la
democracia liberal, a los valores que representa y a las instituciones que la
sostienen. La política es concebida por ellos como una relación directa entre
masa y líder. Todos se declaran enemigos de la división de los poderes, según
ellos, un impedimento para el decisionismo del poder supremo. Por eso Putin,
Orban, Erdogan, Trump, y en América Latina, Maduro, Morales y Ortega, gobiernan
mediante decretos.
El
objetivo común a todos esos autócratas y aprendices de autócratas, al
igual que los defensores de los totalitarismos de ayer (comunistas y/o
fascistas) es la destrucción del Estado democrático y su sustitución por uno
autocrático. Steve Bennon, ideólogo de Trump, lo ha dicho de un modo
radicalmente sincero: “Hay que destruir al Estado”.
La
tesis de la destrucción del Estado –propia a los movimientos neo-fascistas de
nuestro tiempo- no es nueva. Marx la adoptó de su amigo/enemigo, el anarquista
Bakunin e intentó darle, aunque sin éxito, un formato científico. Los liberales
económicos y sus hijos, los neo-liberales, mucho más cerca del anarquismo que
del liberalismo político, imaginaron a su vez que la economía debía ocupar el
lugar del Estado. Y así como Lenin, ordenó ¡todo el poder a los Sóviets (sin
parlamento y sin justicia) los neo-liberales corearon después: ¡todo el poder a
las empresas!
Para
comunistas, fascistas y liberales económicos, es la gran paradoja, la tesis de
la supresión del Estado fue elaborada no para suprimir el poder sino para
fortalecerlo. Pues al Estado también pertenecen instituciones de contra-poder
como son el parlamento y una justicia independiente, destinadas a contrarrestar
y controlar al ejecutivo. Así se explica por qué algunos dictadores de nuestro
tiempo, desde Putin, pasando por Erdogan, hasta llegar a Maduro, orientan sus
esfuerzos a destruir a los parlamentos y a la justicia, es decir, a la
sustancia misma del estado democrático.
La
utopía de las dictaduras ha sido y es la de crear gobiernos- estados: el poder
librado a su más brutal expresión ejecutiva (y militar). Esa es la razón por la
cual la tarea de los demócratas ha sido, es y será, la de defender al Estado.
Pues sin Estado no puede haber política.
Defender
al Estado y a sus instituciones es defender a la razón y al sentido de la
política de sus enemigos. Sean ellos fascistas y comunistas como ayer, o
putinistas, erdoganistas y maduristas como hoy. E incluso -si las cosas se dan
en los EE.UU de acuerdo a las palabras de Bennon- trumpistas.
La
democracia de nuestro tiempo surgió, no hay que olvidarlo, de un pacto no
firmado entre tres tendencias políticas de la modernidad: la democracia social,
el liberalismo político (no confundirlo con el económico) y el conservativismo
de inspiración cristiana. Sus representantes son hoy atacados y ridiculizados
por los enemigos del Estado democrático. En cambio los líderes
anti-etablishment (anti-estado) en su mayoría personajes incultos y brutales,
son elevados como modelos frente a los políticos (“la elite” en el lenguaje
neo-fascista) es decir, frente a los defensores del Estado y sus instituciones,
caracterizados por ellos como complacientes, progres y buenistas.
Hoy
como ayer asistimos a una rebelión antipolítica hecha en nombre de la política
pero en contra de la política.
Hace
ya muchos siglos la barbarie espartana logró destruir a la democracia, a la
cultura y a las instituciones de los atenienses. Según Hannah Arendt, el ideal
de la armonía que cultivaban los atenienses terminó por volverse en contra de
Atenas. Hoy, sin embargo, los demócratas tenemos una segunda chance. Ha llegado
la hora de pasar a la ofensiva, identificar a los enemigos de la democracia y
combatirlos donde estén. Frente a ellos no se puede ser buenistas.
Se
avecinan batallas políticas decisivas en Holanda, Francia y Alemania. De la
suerte de las elecciones en esos tres países dependerá – creo que no exagero-
el futuro de la democracia en Europa. Y tal vez en el mundo entero. Hay que
salvar a la luz de Atenas frente a la oscuridad que avanza desde las Espartas
del siglo XXl.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico