Por Fernando Mires
Hace algunos días vi el
documental francés “Lenin, la otra historia de la revolución rusa”. Lo vi
sin grandes expectativas. A estas alturas pensaba que más no se podía indagar
sobre la revolución rusa de 1917. Y sin embargo, el film dirigido por Cédric Tourbe
me pareció en algunos de sus pasajes, novedoso.
El documental confirma, por
cierto, lo que ya se sabía: Lenin era un político por naturaleza, capaz de
captar con extrema rapidez el curso de los procesos históricos. La
documentación reunida por el historiador Marc Ferro y por el experto en crisis
políticas Michel Dobry, demuestra que las teorías de Lenin variaban, sí,
incluso se contradecían unas a otras cuando el curso que tomaban los
acontecimientos así lo determinaba.
Lenin tenía ese extraño don de
saber tomar el pulso a la historia y reaccionar en el momento preciso, no dejar
escapar la oportunidad cuando esta se presentaba, e incluso adulterar sin
escrúpulos las teorías de Marx si eso le parecía necesario para realizar su
obsesión: la toma del poder.
No voy a relatar el film. Me
detendré solo a precisar un momento que sí logró impresionarme. Ocurrió cuando
apareció en la pantalla un mapa de Rusia marcado por una cantidad numerosísima
de puntos rojos. Esos puntos eran los sóviets, consejos de obreros, campesinos
y soldados, surgidos por primera vez durante la revolución fallida de 1905 y
reactivados el año 1917 antes de la caída de Nicolás ll.
Ese mapa ilustra mejor que
cualquier texto de historia la realidad que comenzaba a vivir Rusia a partir de
la caída del Zar y durante el gobierno provisional dirigido por Alexander
Kérenski en representación de la Duma (parlamento). Por un lado, el poder
constitucional de Kérenski y la Duma. Por otro, el de los puntos rojos, el de
los sóviets. Una situación de “doble poder”, así la denominó Leo Trotski.
Mirando ese mapa se entiende
perfectamente la atracción que ejercían los sóviets no solo entre los
bolcheviques, sino también entre quienes hasta ese momento habían sido sus
compañeros de ruta: los mencheviques y los socialistas revolucionarios.
Frente a esa dualidad de
poderes, Lenin evaluó dos opciones: o apoyar a Kérenski, tal como lo hizo
durante el intento de golpe de estado del coronel Kornilov (agosto) y así,
junto a los mencheviques y liberales asegurar la continuidad de un gobierno
republicano y parlamentario, o apoyar el poder de los sóviets. El sagaz Lenin
resolvió rápidamente el dilema; su consigna central fue legendaria: “todo el
poder a los sóviets”. Desde Petrogrado, convertida por Trotski en comando central
de los sóviets, la consigna se convirtió en orden.
Con la consigna “todo el poder
a los sóviets” había nacido –eso no podía saberlo Lenin- una doctrina: la del
poder que prescinde de las instituciones del estado moderno, es decir, la del
poder que rompe con la división de los poderes del Estado propuesta por
Montesquieu para que los mandatarios no se transformaran en monarcas absolutos.
Pues “todo el poder a los sóviets” significa en texto claro: ningún poder al
Parlamento. La revolución de Lenin fue así, y desde el comienzo, una
contrarrevolución antiparlamentaria.
La revolución de Lenin no fue
anti-zarista como la que llevó al poder a Kérenski en representación del
Parlamento (febrero) sino, en primer lugar -y sobre todo- antiparlamentaria. Y
si se tiene en cuenta que no puede haber democracia sin parlamento, fue
también, desde sus primeros momentos, antidemocrática. Por esa misma razón
tampoco fue, la de octubre, la revolución de los sóviets.
Quienes entraron al Palacio de
Invierno (entraron, no asaltaron; en el film eso queda muy claro) no fueron los
sóviets pues todos sus diputados estaban abocados en esos momentos en la
preparación del Segundo Congreso de los Sóviets que debería tener lugar el 25
de octubre de 1917.
Quiénes entraron al Palacio de
Invierno eran miembros de una multitud desorganizada (¿turbas?). Entre ellos,
soldados desertores de un ejército descompuesto quienes recibieron el pomposo
nombre “post-factum” de Comité Militar Revolucionario. Ellos solo accedieron a
la residencia al darse cuenta de que esta había sido abandonada por sus
ocupantes.
Lenin no dejó escapar el
momento. Ordenó a los bolcheviques que se pusieran delante de “las masas” e
inmediatamente comenzó a repartir ministerios entre sus amigos más leales. No
sin razón Rosa Luxemburg calificaría a la “revolución de octubre” como el
resultado de “un simple golpe de estado”. El film constata, además, que
mientras era preparado el “asalto” al Palacio de Invierno, los teatros, la
ópera, los restaurantes, seguían funcionando como si nada hubiera sucedido.
Quizás solo Lenin sabía que en ese instante estaba cambiando el curso de la
historia universal.
Efectivamente: el partido
había sustituido desde el primer momento a los sóviets. Y a la cabeza de ese
partido estaba Lenin. En octubre de 1917 fue establecida una relación
directa entre el líder del partido en representación de un comité central
puesto a su servicio, y las masas no soviéticas organizadas desde el partido.
La república soviética, en
consecuencias, no solo fue antiparlamentaria y no-soviética. Fue, además,
anti-soviética.
El Congreso de los Sóviets
tuvo lugar efectivamente el 25-10, con nueve horas de retraso. Precisamente en
el congreso que iba a definir la estrategia a seguir para que los sóviets
accedieran al poder, Trotski -no Lenin- anunció que el poder ya había sido
tomado por los sóviets pero sin los sóviets. Como escribió Máximo Gorki,
el 7 de diciembre de 1917: “Los bolcheviques se han colocado en el
Congreso de los Sóviets tomando el poder por sí mismos, no por los sóviets. […]
Esto es una república oligárquica, la república de algunos comisarios del
pueblo”.
La mayoría de los socialistas
revolucionarios y los mencheviques abandonaron en acto de protesta la sala del
Congreso. Fue un gravísimo error. En nombre de la Unión de Repúblicas
Soviéticas fue aprobada la dictadura del partido bolchevique. Lenin y Trotski
fueron sus iniciadores. Stalin la construyó a sangre y fuego.
Muchos años después, Putin,
sin recurrir a ningún partido, pero asociado a la Iglesia ortodoxa del zarismo,
ha restaurado lentamente a la república antiparlamentaria. Desde esa
perspectiva, Lenin- Stalin- Putin, cada uno en su tiempo, han sido los líderes
de la contrarrevolución antiparlamentaria, antidemocrática y antisoviética
nacida originariamente en nombre de los concejos de obreros, campesinos y
soldados.
La por Lenin llamada
democracia directa según la cual no debe existir ningún tipo de mediación
institucional entre las organizaciones de base y el líder supremo, ha
pasado a ser, después de Lenin, la utopía de casi todas las dictaduras del
mundo. Quizás esa es la razón que explica por qué la figura de Lenin no solo ha
fascinado a los “revolucionarios” de izquierda, sino también a los de las más
extremas derechas.
Mussolini, como es sabido, fue
un admirador de Lenin. Del mismo modo no pocos nazis se sintieron atraídos por
el dictador ruso (existía incluso al interior del NSDAP una fracción llamada
“bolcheviques-nazis”) del mismo modo como los neo-fascistas europeos de nuestro
tiempo no ocultan su admiración por el nuevo Vladimir: me refiero a Putin.
Seguramente el muy inteligente
Carl Schmitt, quien fuera jurista de Hitler y cuyas teorías anti-parlamentarias
siguen siendo patrimonio del pensamiento teórico de las ultraderechas y del
neo-fascismo, se habría sentido hoy fascinado por la figura de Putin del mismo
modo como lo estuvo por la de Lenin. En efecto, los dos Vladimires, Lenin y
Putin, son las representaciones más genuinas del antiparlamentarismo moderno.
Tanto el uno como el otro convirtieron al parlamento en una institución puesta
al servicio de la autocracia en el poder.
El parlamento era para Lenin
lo mismo que después fue para Hitler y Schmitt: un estorbo para el ejercicio
directo del poder, un obstáculo para el diálogo libidinoso entre el gran líder
y el pueblo, un elemento dilatorio destinado a torpedear la “soberanía
decisionista” (Schmitt) del principio del líder (Führerprinzip). Fue por eso
que Schmitt asumió como suya la caricaturización que hiciera el
ultrarreaccionario filósofo español Donoso Cortés (Discurso sobre la Dictadura)
cuando llamó a los parlamentarios “clase discutidora”.
En su libro El Estado y
la Revolución, escrito en vísperas de la toma bolchevique del poder, Lenin,
como si hubiera leído a Donoso Cortés, llamó al Parlamento “jaula de cotorras”.
Textual: “La salida del parlamentarismo no está, como es natural, en abolir las
instituciones representativas y la elegibilidad, sino en transformar dichas
instituciones de jaulas de cotorras en corporaciones de trabajo”.
La destrucción de la
democracia pasa efectivamente por la des-parlamentarización del Estado. Por
esas mismas razones, la lucha por la democracia en los países dominados por
dictaduras ha sido, es y será, la lucha por la instauración y/o recuperación
del parlamento en su triple función:
Órgano de diálogo y
deliberación entre representantes del pueblo libremente elegidos
Órgano legislativo de la
nación jurídica y políticamente constituida
Contra-poder frente a las
tentaciones omnipotentes del ejecutivo.
Sin esas tres atribuciones
parlamentarias la democracia es una imposibilidad. La democracia directa
-sueño o pesadilla soviética- nunca ha existido. La democracia ha de ser
indirecta y delegativa o no ser. La soberanía de un pueblo ha de expresarse en
el voto de cada ciudadano a solas con su conciencia, frente a una hoja de papel
en donde hay nombres que elegir.
Nunca entre individuos escondidos en una
multitud, aplaudiendo a las locuras del líder de ocasión.
Sin parlamento el gobierno se
convierte en Estado. Es por eso que todos los que se han planteado como tarea
histórica la destrucción del Estado, han comenzado por destruir al Parlamento.
No deja por eso de producir
miedo el hecho de que un alto representante del gobierno de los EE. UU, nada
menos que el ideólogo de Donald Trump, Steve Bennon, no solo ha declarado su
admiración por los dos Vladimires rusos, sino, además, propuso como tarea
histórica “la destrucción del Estado”. Un tipo de esa escuela no tiene nada que
hacer en un gobierno elegido por el pueblo. Aunque ese gobierno sea el de
Donald Trump, los EE. UU son la nación de Thomas Jefferson y Abraham Lincoln. A
esa tradición no pertenece Lenin.
Lenin sustituyó al parlamento
por los sóviets, a los sóviets por el partido y al partido por su secretario
general. Pese a que el documental “Lenin, la otra historia de la revolución
rusa” busca exaltar a la figura carismática de Lenin, si uno lo ve con ojos
críticos, no puede ocultar la durísima verdad: Stalin vivía dentro de Lenin del
mismo modo como Putin vivía dentro de Stalin.
El documental muestra
claramente como la revolución de octubre no fue más que un golpe de estado
ejecutado por una pandilla de audaces activistas, seguidores de un talentoso,
hábil e ilustrado dictador que imaginaba hablar en nombre del pueblo y que, por
lo mismo, no necesitaba de ese pueblo.
Afortunadamente esa historia
no ha terminado. Lenin no ha podido derrotar a Montesquieu. Después de Lenin,
muchas revoluciones han surgido para reivindicar el derecho de los pueblos a
elegir a sus propios representantes. La lucha de nuestros tiempos ya no
es anti-parlamentaria como fue en los días de Lenin y Trotski, sino todo lo
contrario: ella tiene lugar en contra de gobiernos que, como el de Lenin, han
usurpado el lugar del parlamento y, con ello, el del Estado.
Justamente después de, y
quizás gracias a la, experiencia de la revolución rusa, hay un consenso
político entre los demócratas: sin parlamento elegido de acuerdo a los
principios del sufragio universal, no hay democracia. La lucha por el
parlamento es por lo mismo la lucha por el voto, es decir, la lucha por
la democracia. Esa lucha logró su máxima victoria en las revoluciones que
llevaron al derrocamiento de las dictaduras comunistas post-leninistas europeas
(1989-1990).
Hoy, un siglo después de la
contra-revolución de Lenin, tiene lugar un segundo capítulo: la lucha electoral
en contra de los movimientos y partidos neo-fascistas dirigidos desde la Rusia
de Putin. Seguramente habrá nuevas derrotas, pero también algunas victorias. En
América Latina al menos, el socialismo del siglo XXl, tan anti-parlamentario y
tan autocrático como fue el del siglo XX, ya se encuentra en franca retirada.
La lucha continúa.
07-03-17
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