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sábado, 4 de marzo de 2017

“No los quiero robar, pero necesito que cooperen” por @prodavinci


Por Valentina Oropeza


En plena hora pico encontré un asiento libre en la primera fila de un autobús que circula por la avenida Francisco de Miranda, en dirección hacia el este de Caracas. Desde fuera luce como un armatoste desalineado, a punto de desprenderse sobre las ruedas del costado izquierdo, al igual que los letreros del espejo frontal que anuncian las paradas. Por dentro es inusualmente espacioso, lo suficiente como para sentarse en el puesto que limita con el pasillo sin temor a que la cartera de alguien me tropiece el hombro izquierdo. Las sillas son amplias y mis caderas no invaden el espacio de la pasajera que va sentada a mi lado, una estudiante de bachillerato, de cara redonda y ojos rasgados, vestida con uniforme escolar y un delicado cintillo de colores que doblega su abundante cabellera negra.

Sin riesgo a ser interrumpida por roces indeseados, me sumerjo en la página 217 de la novela Ensayo sobre la lucidez, edición de Alfaguara 2004. José Saramago está a punto de contarme cómo reaccionó el Gobierno cuando se dio cuenta de que falló su última maniobra para acorralar a los electores que votaron en blanco durante los comicios, una rebelión pacífica que obliga al presidente y a sus ministros a emprender una carrera represiva por mantenerse en el poder:

“… probablemente casi todos estos hombres hubieran preferido que corriese alguna sangre, no hasta el punto de la masacre anunciada por el reportero de televisión, pero sí algo que hiriese la sensibilidad de los habitantes de fuera de la capital, algo de lo que se pudiera hablar en todo el país durante las próximas semanas, un argumento, un pretexto, una razón más para satanizar a los malditos sediciosos. Y también por eso se comprende que el ministro de defensa a la chita callando, le acabe de susurrar en el oído al colega de interior, Qué mierda vamos a hacer ahora”


Una voz estridente desgarra mi concentración y me obliga a abandonar las primeras oraciones de la página 218: “Buenos días mi gente, con mucha pena vengo a pedirles. No los quiero robar, pero necesito que cooperen”. Levanto la mirada para chequear rápidamente al vocero y descubro que sus piernas están muy cerca de mis rodillas. Es alto, moreno, delgado. Tiene una barba poblada y secuelas de acné mal curado en el rostro. Viste gorra y una camiseta blanca metida dentro del pantalón.

“De verdad que me da bulda ‘e pena pero tengo que pedirles plata para volver a mi casa en Coro porque acabo de salir de Yare y no tengo cómo devolverme”.

Nadie se inmuta, el autobús sigue rodando y una pasajera le pide al chofer que se detenga en la próxima parada, mientras el bamboleo la empuja contra el hombre que bloquea la salida del pasillo. Tengo la impresión de que el motor rugió tan fuerte cuando habló sobre la prisión, que ese detalle solo lo escuchamos quienes estábamos cerca del exconvicto.

Una semana antes, en la misma ruta de este autobús, un muchacho llamado Juan Manuel se identificó como artesano y recitó su número de cédula antes de pedir dinero para comprar medicinas a su hermano que padece leucemia. Para dar fe de sus habilidades manuales, exhibió orgulloso un bolso que elaboró con billetes de dos bolívares doblados en forma de triángulo, alegoría creativa a la devaluación de la moneda. En el Metro, hace tres días, vi a un hombre de cuarenta y tantos subirse la camisa para mostrar la cicatriz que le quedó después de que le extrajeron una bala de la espalda. Requiere una nueva cirugía y no puede pagarla. Unas estaciones más adelante, una anciana de cabello blanco y corto, con la piel seca y pegada a los huesos, deambulaba por los vagones clamando: “La abuela tiene hambre, hambre tiene la abuela. Ayúdala y Dios te ayudará”.

“Aquí está la carta de excarcelación con la copia de mi cédula por si no me creen, pa’l que quiera verla. De verdad verdad que no quiero hacerles daño, pero me tienen que ayudar”, insiste el hombre, esta vez tenso y con voz temblorosa, mientras sostiene con la mano derecha una hoja escrita a computadora con su documento de identidad impreso en una esquina. La izquierda se desplaza hacia sus lumbares, con los dedos dentro del pantalón.

A esa distancia el escrito es una mancha gris, una copia borrosa de letras muy pequeñas. Me siento tentada a pedirle el papel, corroborar su identidad y averiguar por qué estuvo preso, como si tuviera la potestad de desconocer su solicitud si descubro que miente. Luego pienso que hacerle preguntas lo alteraría más y agravaría la situación, aunque él pueda ofrecer un testimonio valioso sobre la vida en esa cárcel del estado Miranda. El movimiento de los demás pasajeros me disuade finalmente: un hombre despega la nalga derecha del asiento para sacar su cartera; una señora vacía su monedero lleno con billetes de cincuenta. La jovencita sentada a mi lado me aprieta la muñeca, volteo y me hace una seña para que cumpla con mi aporte. Ya no tiene los ojos rasgados, parecen más bien dos huevos fritos. Acaba de entregar lo que parece su mesada. Instintivamente meto la mano en el bolsillo y saco algunos billetes de dos, cinco y diez, que había apartado en la mañana para colaborar con quien me pidiera dinero en la calle. Temo que se moleste si la contribución le parece irrisoria, pero de inmediato concluyo que es peor abrir la cartera y mostrarle el teléfono móvil.

—Gracias mi reina bella, gracias mami, gracias varón…

—¡Pero de verdad, vete pa’ Coro! —grita nerviosa otra pasajera, mientras los que pueden se bajan con la cabeza gacha y a paso apresurado, una vez que se detiene el autobús.

—¡Claro mi doña, ahora sí! —responde sonriente el hombre mientras recorre el vehículo para recoger el dinero, puesto por puesto. Se despide agradecido con todos, especialmente con el chofer que le permitió abordar el colectivo.

Una vez que el hombre desaparece, estalla un revuelo de comentarios dentro del autobús:

—Nunca había visto que alguien pidiera dinero diciendo que acaba de salir de la cárcel —dice la señora que entregó los billetes de cincuenta.

—Ese cuento es más viejo que el hambre —replica un anciano que va sentado más atrás.

—Yo me asusté —suspira la bachiller.

—Ese coño ’e madre nos iba a robar —protesta un hombre que se acerca a la puerta de salida.

Tras detenerse en la siguiente parada, el conductor se voltea y rebate desafiante:

—En mi unidad nadie roba.

03-03-17




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