Por Valentina Oropeza
Mario camina ensimismado por
un pasillo del hospital público donde estudia Neurocirugía en Caracas. Suda
tanto que se detiene a limpiar los cristales de sus lentes cuando una mujer lo
aborda para pedirle un informe médico. Sin levantar la mirada, el residente de
28 años de edad la escucha disparar una retahíla de explicaciones hasta que se
distrae. Son las cinco de la tarde y acaba de pasar cuatro horas en quirófano.
Rebusca en un bolsillo de la bata blanca y encuentra el almuerzo: una galleta
de chocolate. Luce cansado y afligido ese miércoles de octubre de 2016. Uno de
sus pacientes murió el día anterior. Camina, saluda, opera, pero no deja de
pensar en eso.
Tenía 63 años de edad y
falleció después de sufrir un accidente cerebrovascular hemorrágico. “Le dio
porque no consiguió la pastilla para la hipertensión arterial. Cuando empezó a
sentirse mal, no tuvo dinero para pagar un médico privado así que esperó seis
meses por una cita con el especialista en el hospital. No se controló y ese fue
el resultado”.
El médico, que prefiere
mantener su identidad anónima para evitar represalias de sus superiores, ha
repasado el caso varias veces, de memoria y en voz alta, y siempre llega a la
misma conclusión: “Esa muerte se podía evitar”. El enfermo estaba caquéxico
–había perdido mucho peso y vitalidad– y Mario suponía que moriría pronto. A
pesar de ello, le propuso a los familiares hacer exámenes de control y lo
posible para prolongar su vida. Los parientes le pidieron que desistiera y le
dijeron que les salía “más barato” que falleciera; ya no tenían para comer,
menos aún para procesar otros estudios que debían hacer en laboratorios
privados porque el del hospital carecía de reactivos.
Extenuado por las condiciones
en las que vive y trabaja, Mario comenzó a tramitar sus documentos para emigrar
de Venezuela aunque le faltan tres años para culminar el posgrado. Se encuentra
frustrado porque la falta de insumos en el hospital le impide salvar a sus
pacientes, a quienes prescribe medicinas que no se consiguen en el país; está
cansado de cobrar un salario que no alcanza para sobrevivir dignamente; se
siente amenazado por los ataques de delincuentes que vulneran la seguridad de
los centros de salud y de grupos afines al gobierno que agreden a los médicos
cuando denuncian la gestión oficial.
Si cumple sus planes se unirá
al contingente de médicos venezolanos que se han marchado del país por las
mismas razones. Desde 2002 hasta agosto de 2016, emigraron aproximadamente
16.000 profesionales de acuerdo con los cálculos de la Federación Médica
Venezolana. Todos se formaron en universidades públicas gratuitamente, una
posibilidad excepcional en América Latina, donde la mayoría de las
instituciones que ofrecen la carrera son privadas y cobran matrículas elevadas.
La sanidad pública venezolana, sin embargo, se queda sin especialistas a falta
de incentivos y planes que permitan retener a los médicos.
La primera opción de Mario es
Chile: allí puede convalidar rápidamente el título profesional y recibir
mejores ofertas de trabajo. La segunda, Colombia; la tercera, Panamá; y la
cuarta, Ecuador.
En todos los destinos hay
colegas venezolanos que facilitarán la integración al nuevo entorno si tiene
que marcharse. Espera no sufrir en esos lugares la impotencia que sintió con el
paciente que murió por el accidente cerebrovascular o con otro caso que
califica como “una vergüenza”. Fue el de un hombre que sangró cinco veces
mientras esperaba cupo quirúrgico para reparar un aneurisma. “Eso es una pelota
que aparece en un vaso importante del cerebro y se inflama hasta que se rompe y
queda sangrando”. Como el hospital no tenía insumos para hacer arteriografías
–radiografías de los vasos sanguíneos– no sabían dónde estaba la lesión. “La
probabilidad de morir en un primer sangrado es de cincuenta por ciento. La
segunda vez se incrementa a setenta por ciento. La tercera escala a noventa por
ciento. El cuarto sangrado ya no está registrado en los libros. ¡Imagínate lo
que aguantó!”.
El año pasado Mario confiaba
en que se realizaría un referéndum revocatorio presidencial y que la situación
comenzaría a cambiar. Pero una vez que el sistema judicial anuló la consulta,
Mario aceleró sus planes de marcharse. La oposición ha denunciado que existe
una crisis humanitaria – con 80 por ciento de escasez para productos médicos
quirúrgicos en hospitales públicos-, pero el gobierno lo niega. El
desabastecimiento se agravó desde que el petróleo, principal producto de
exportación del país, se vende por debajo de 40 dólares por barril.
Cálculos gremiales
indican que 16.000 doctores se han marchado de Venezuela en 15 años.
(Foto Iñaki Zugasti/
Adaptación: Sandra Barrón)
Los emigrados
Un sábado de mayo de 2009, en
la madrugada, los acompañantes de un paciente que ingresó a la sala de
urgencias del Hospital General de Lídice, al noroeste de Caracas, amenazaron
con matar a doctores y enfermeros si no le salvaban la vida. La policía
intervino, se desató una balacera, y diez efectivos fueron heridos. Días antes,
un delincuente había ido a buscar a un médico para asesinarlo porque un “pana”
murió mientras lo intubaban. Los residentes se fueron a huelga y el único que
quedó en funciones fue el anestesiólogo e intensivista Moisés Peña.
El especialista estaba
acostumbrado a trabajar en circunstancias críticas. Durante los dos años que
cursó el posgrado de Terapia Intensiva no ganaba suficiente para pagar una
habitación, así que vivió en el quinto piso del hospital, una práctica tolerada
en algunos centros asistenciales pese a que no está oficialmente permitida. Su
primer sueldo lo recibió diez meses después de iniciar los estudios,
subsidiados por el Estado venezolano. Pero aquel tiroteo fue el detonante que
lo llevó a tomar la decisión de mudarse a Chile.
Tras haber pasado meses lejos
de su esposa y su hijo de seis años, espera reunirse con ellos pronto, con
todos los documentos en regla para iniciar una nueva vida en familia. Devenga
un sueldo de 3.500 dólares en un hospital de Viña del Mar, mientras sus colegas
en Venezuela ganan entre 60 y 12 dólares, si se calcula a la tasa oficial más
alta en el esquema cambiario o a la cotización en el mercado negro para inicios
de 2017. “Nadie emigra por placer o por la pura experiencia, uno lo hace por
necesidad. Me fui porque sentí que en Venezuela ya no podía vivir
decentemente”, comenta Peña en videoconferencia durante un descanso de la
guardia de domingo.
Oriundo de Maracaibo, una
ciudad que vive a casi 30 grados centígrados todo el año, a Peña ya no le
incomoda el invierno chileno ni la aprehensión que puede despertar por ser
inmigrante a sus 45 años de edad.
“Piensan que les vamos a
quitar los puestos de trabajo, pero si uno muestra educación y capacidad, te
aceptan”. Sabe que su experiencia ayuda a cubrir la carencia de profesionales
en el país suramericano, cuyo gobierno lanzó en octubre de 2015 la campaña
“Chile necesita más médicos y especialistas: Incorpórate al Sistema Público de
Salud”, y donde se requieren miles de dólares para graduarse como anestesiólogo
o intensivista. Más aún obtener ambos títulos.
La migración masiva de médicos
hacia países desarrollados es una tendencia global que compromete el recurso
humano especializado de los países en desarrollo, advierte G. Richard Olds,
presidente y director de la Universidad de Saint George en un artículo
publicado en octubre por el portal del Foro Económico Mundial. Ubicado en
Granada, una pequeña isla situada frente a Venezuela y que forma parte del
Reino Unido, este centro de estudios alberga una de las escuelas de Medicina
más reconocidas del Caribe.
Pese a la masiva migración de
médicos, las promesas oficiales anuncian que en 2019 habrá 60 mil médicos
integrales comunitarios, formados bajo un diseño curricular inspirado en el
modelo sanitario cubano, focalizados en tratamientos preventivos y
comprometidos con una “medicina humanista para el servicio social humano”, en
palabras del Presidente Nicolás Maduro.
Desde un pabellón de urgencias
que opera sin aire acondicionado ni agua corriente cinco días a la semana,
cuatro residentes comentan que cada médico que renuncia y emigra es una baja
que no se reemplaza. Ello ha obligado a quienes se quedan a redoblar esfuerzos
y replantear prioridades: los casos más graves primero. Los demás, cuando se
pueda. Al menos dos de ellos están dispuestos a engavetar el estetoscopio para
servir café en algún país donde puedan comprar un vehículo con sus ahorros o
pasear a pie de noche, utopías cotidianas para quienes viven con una inflación
de tres dígitos y casi 18 mil homicidios anuales según la Fiscalía.
Los médicos más experimentados
temen que las especialidades en los hospitales públicos venezolanos queden
desiertas con el paso del tiempo. “¿Quién me atenderá cuando me enferme?”, se
pregunta desolado Daniel Sánchez, jefe del posgrado de Anestesia en el Hospital
Vargas de Caracas, al ver que cada año se postulan menos médicos para proseguir
la carrera.
Oncología Médica, Anatomía
Patológica, Oftalmología, Cirugía Cardiovascular, Cirugía de Tórax o
Dermatología son algunos de los posgrados que ya no tienen alumnos en el
primero o segundo año, contaron residentes y jefes de servicios de cuatro
hospitales públicos en Caracas.
Convencido de que si habla con
nombre y apellido lo expulsan del posgrado, este estudiante de Traumatología de
28 años de edad no quiere emigrar pero tampoco ve mejor opción. “El sueldo no
alcanza para pagar el alquiler, el mercado y una entrada de cine al mes”. Con
la primera quincena apenas cubre tres almuerzos en el cafetín del hospital. Con
la segunda abastece la nevera para 15 días. Su madre paga el arrendamiento, los
servicios y de vez en cuando le completa la gasolina, que vale menos de un
centavo de dólar por litro.
Aunque el Estado costeó sus
seis años de pregrado en una universidad pública, uno de rural, dos de internado,
uno de residencia asistencial y ahora los tres de posgrado, no existe ninguna
obligación legal que lo comprometa a retribuir esta inversión. El dilema de
irse o quedarse es estrictamente moral: ¿quién se quedará para atender a sus
pacientes?, ¿qué pensarán cuando sepan que se ha ido?
El compromiso con los
pacientes es la fuerza que aún motiva a muchos médicos a permanecer en el país.
(Foto Iñaki Zugasti)
Frente a otros colegas que
confiesan estar en la misma situación, este residente lamenta soñar con
marcharse de Venezuela. “Sé que no hubiese podido estudiar esta carrera en otro
país porque cuesta miles de dólares, pero ¿sabes qué da impotencia? Que se te
mueran cinco pacientes en los brazos porque no tienes recursos para atenderlos.
Estoy a dos centavos de pedir en la calle”.
En 2016 su círculo de
amistades se redujo a los colegas de faena diaria: una decena de excompañeros
de clases se fueron a Chile, Brasil, Ecuador, México, Canadá, Estados Unidos,
España y Australia, unos con especializaciones completas, otros apenas con el
título de Medicina y sin haber cumplido la pasantía rural para ejercer
legalmente en Venezuela.
Reconoce avergonzado que no
tiene novia porque no podría “ni invitarle un helado”, y saca el teléfono móvil
de la bata blanca para mostrar un chat que respalda su razonamiento: “Una de
mis mejores amigas se acaba de ir y va a ganar 900 euros como camarera. Apenas
necesita 350 para vivir.
¿Cuándo voy a ganar eso si me
quedo aquí?”. Aunque no dispone de guantes, yeso, gasas, antisépticos, alcohol
e hilos de sutura, está decidido a culminar la especialidad en Traumatología.
“Por lo menos tenemos vendas, con eso resolvemos”, dice justo antes de pedir
que desalojen el área para ocuparse de un herido de bala que acaba de llegar.
A finales de noviembre de
2016, la detención del ginecólogo Gonzalo Müller prendió las alarmas del
gremio. El jefe de Ginecología y Obstetricia del Hospital Los Magallanes de
Catia, al oeste de Caracas, fue capturado por el Servicio Bolivariano de
Inteligencia Nacional tras recibir 40 cajas de insumos entregados por Lilian
Tintori, esposa del opositor preso Leopoldo López.
Aunque el especialista fue
liberado tres días después sin cargos judiciales, sus colegas escarmentaron en
cabeza ajena. Algunos reconocen que buscan donaciones para los centros
asistenciales donde trabajan, pero ahora lo hacen a escondidas y en silencio.
Otra residente matiza que los
robos, secuestros y homicidios, encabezan su lista de razones para marcharse.
Apenas termine la especialización se mudará a Nueva Zelanda, donde no le exigen
revalidar sus títulos y tendrá que ejercer en inglés. Ganará unos 200 mil
dólares al año, según sus pesquisas preliminares. “Estoy cansada de recibir
insultos, golpes y todas las vejaciones que te pueda decir un familiar llevado
por la ira cuando no puedes atender al paciente porque no tienes insumos”.
“Al menos no te ha llegado
nadie con una granada en el pantalón, como le pasó a los colegas del Hospital
Pérez Carreño”, ataja un médico que ya ha abierto tres gavetas de un estante en
busca de gasas. Abatida, la doctora suspira: “No veo la hora de irme de
Venezuela”.
* Relatos del
Absurdo es una iniciativa periodística liderada por IPYS Venezuela y
CONNECTAS, que busca ofrecer insumos informativos para entender las
dificultades que vive la sociedad venezolana hoy. Vea todo el especial
acá http://connectas.org/relatos-del-absurdo/
22-03-17
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