Por Héctor Silva Michelena
¿Qué es una utopía? Según el
DRAE, tiene dos acepciones cercanas: 1. Plan, proyecto, doctrina o sistema
deseables que parecen de muy difícil realización; 2. Representación imaginativa
de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano. La
segunda ha sido la más difundida y conocida. La idea de una sociedad futura,
perfecta es un sueño muy antiguo; casi todas las utopías se remiten a un pasado
remoto, es decir: hubo una vez una Edad de Oro. Así hablaban Homero, Hesíodo,
Platón en El banquete (cuando Fedro se refiere a Afrodita Urania en
contraste con Afrodita popular), Virgilio cuando habla sobre el reino de
Saturno, la Biblia Hebrea (el paraíso terrenal). Cabe citar las utopías del
Renacimiento: las de Tomas Moro llamada Utopía, Tommaso de
Campanella, La ciudad del sol y La nueva Atlántida de
Francis Bacon. Decía Alfonso Reyes: “La ancha respiración del renacimiento
corre por estas obras: libertad y cultura, alegría de pensar, y pensar bien”.
Se trata de imaginar cómo
sería un mundo donde no hubiera malestar, en el que no habría miseria ni
codicia, ni pobreza ni enfermedades ni miedo ni peligro de un trabajo
embrutecedor. Las diferentes utopías de Occidente pueden contener estos mismos
elementos. Su característica principal es que son estáticas como la sociedad ha
alcanzado un óptimo de felicidad nada puede alterarse en ellas, no hay ninguna
necesidad de cambio pues todos los deseos humanos naturales están colmados. El
filósofo polaco Leszek Kolakowski sostenía que mientras la utopía sea tan solo
la visión de un mundo sin sufrimiento, tensión y conflicto, no es más que un
ejercicio literario e inofensivo. Pero es siniestra cuando creemos poseer una
especie de técnica de apocalipsis, un instrumento para dar vida real a nuestras
fantasías. En este caso la utopía implica un fin último y todos los medios que
conducen a él pueden parecer válidos. A los jerarcas comunistas,
revolucionarios socialistas, esta fantasía les da un marco conceptual muy
conveniente: sobrevendrá un mundo perfecto de unidad y felicidad; podrá suceder
en cien años o quizá en mil años, pero su certeza justifica el sacrificio de
las generaciones presentes. Esta certeza, de acuerdo con Marx y Engels es real
puesto que se trata de una conquista del “socialismo científico”, superación
del socialismo utópico.
Sin embargo, nadie puede
prohibirnos, ni sería deseable, pensar en términos de valores difíciles de
realizar, según la segunda acepción del DRAE. Hay algo natural en nuestra
búsqueda de un mundo mejor después de todo, muy poco se habría progresado si el
hombre no hubiese pensado en cosas mejores. En este sentido la utopía es quizá
parte permanente de la vida humana. Pero se vuelve muy peligrosa cuando
empezamos a querer institucionalizar la fraternidad humana o cuando —como todos
los marxistas— confiamos en arribar a la unidad perfecta y la felicidad a
través de la violencia y los decretos burocráticos.
No necesitamos releer a Marx,
Engels, Lenin y toda la sucesión de marxistas para saber y sentir que la
sociedad capitalista o burguesa padece de grandes males y que ha traído
indeseables calamidades a la humanidad. De ahí se comprende que los hombres
traten, unos de reformar el sistema y otros de transformarlo radicalmente, es
decir, no mediante la evolución sino mediante la revolución social: destruir el
capitalismo y reemplazarlo por el comunismo, que sería la sociedad de la
fraternidad y la felicidad. De esta manera, decía Mariano Picón Salas, que la
palabra revolución tuvo vibrante vigencia explosiva en los años que precedieron
a la Guerra Mundial II, y que tanto las gentes de izquierda como las de derecha
invocaron míticamente ese vocablo que les permitiría forjar de nuevo el mundo a
imagen y semejanza de un paraíso terrenal. Ese paraíso no tenía fecha de
llegada, pero era inevitable: así lo establecía el socialismo científico. Es
una ley inevitable. Para los pensadores utópicos de esta tradición el final
feliz es una serenidad sin fin, la luz de una sociedad estática libre de
conflictos una vez que el Estado se ha extinguido y toda autoridad constituida
se ha desvanecido; surgiría un hombre nuevo, racional, cooperativo, virtuoso,
dichoso y libre. Se trata de un intento por tener lo mejor de dos mundos:
permitir el conflicto inevitable, consustancial con la sociedad, pero creer que,
al mismo tiempo que inevitable, es un estadio temporal en el camino de la
autorrealización de toda la realidad.
Surge la pregunta ¿por qué la
historia habría de tener una estación final? Picón Salas en su
libro Regreso de tres mundos (1959) dice con lucidez:
“Dialécticamente dentro de la
libertad ‘burguesa’ se engendró el marxismo, como será de esperar que éste,
dentro de doscientos o trescientos años, genere otra teoría diferente. De otro
modo negaríamos la dialéctica. Porque la idea de Revolución era para mí llegar
mucho más lejos a aquel hermético paraíso de bronce en que se trocó la llamada
dictadura del proletariado. Negando la dialéctica, los intelectuales comunistas
durante treinta años no quisieron perturbar los sueños y los planes del
camarada Stalin. Y Stalin debía pensar —con autoridad de dogma— no solo sobre
política sino también sobre genética, filología y pintura. ¿No era, en
territorio opuesto, lo mismo que decía el ministro de Justicia de Adolfo
Hitler?: ‘antes teníamos el hábito de decir qué es esto: ¿justo o injusto? Hoy
la pregunta tiene que formularse de otra manera: ¿qué es lo que diría nuestro
Führer?’”
Ese ministro era el siniestro
Paul Joseph Goebbels.
Pero ha habido el suficiente
progreso y tiempo para permitir al mundo, con excepciones, ver la verdad: en
2017 se cumplen 100 años de la Revolución Bolchevique, que implantó el
socialismo en Rusia bajo la tutela del PC. En efecto en 1989 fue derribado el
muro de Berlín y en 1991 fue disuelta la Unión Soviética, y tras ella cayeron,
como soldaditos de plomo los países socialistas satélites. La consigna de
Lenin, “todo el poder a los soviets”, no sólo no se cumplió sino que se
deformó de tal manera que el Estado se convirtió en un instrumento de tortura y
suplicio, creador de los ominosos Gulags y de purgas que encarcelaron
y mataron a millones de personas.
China primero, y luego
Vietnam, ante tal catástrofe cambiaron de rumbo: no obstante la férrea
dominación de los respectivos PC, abrieron un amplio sector capitalista en sus
economías. Fue Deng Xiaoping, quien en 1978 sentenció: la solución no está en
las comunas, está en el mercado. Quedó así sepultado Mao con todas sus comunas.
El fracaso del socialismo que realmente existió —un socialismo de Estado— es
una evidencia histórica, un hecho irrefutable. Por eso se ha dicho que tratar
de revivirlo es un acto de locura, interpretada como tratar de volver a hacer
lo mismo una y otra vez sin que el resultado cambie.
¿Por qué en Venezuela, desde
la época de Chávez hasta el presente Padrino/Madurista se sigue insistiendo, no
sólo en la idea de un socialismo de Estado que va configurando una tiranía
mayor que las preexistentes? El Socialismo significa, de hecho, el Estado
propietario de las vidas humanas. El punto clave es éste: no se necesitó distorsionar
fundamentalmente al marxismo para que sirviese a las clases privilegiadas, la
burocracia, los militares y los militantes del partido, como instrumento de
autoglorificación. Se quiso eliminar, o al menos reducir el muestrario
multicolor de la irrevocable variedad de los temperamentos humanos y sus
ideales, reducidos brutalmente a la uniformidad. Al igual que el fascismo de
Mussolini, y el nazismo de Hitler, el comunismo se convirtió en un sistema
totalitario. Hannah Arendt lo mostró claramente.
Kolakowski lo dijo claramente
en un discurso memorable pronunciado en 1977 en el Pen Club Polaco:
“El arma secreta del
totalitarismo [es] emponzoñar con odio toda la trama espiritual del hombre,
despojándolo así de su dignidad”
En su obra mencionada, Picón
Salas nos dice:
“Casi negando la Historia,
entre la sociedad que debía nacer y las épocas anteriores aquellos fanáticos
[los gélidos hombres de partido] erigían una solución de continuidad, y con los
epítetos de ‘burgués’ y ‘reaccionario’ hubiera negado el arte y la literatura
de las edades precedentes”
La uniformidad mata, la
sujeción a una sola ideología, no importa cuán razonable e imaginativa sea,
roba a los hombres su libertad y su vitalidad.
♦
Nota bibliográfica: mucho de
lo que aquí se expone ha sido tomado o parafraseado del excelente libro
titulado La libertad Sancho de Montaigne a nuestros días, con
introducción, selección y notas de Guillermo Sucre. Fundación Valle de San
Francisco \ Ediciones. Caracas 2013.
01-03-17
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