Por Gioconda San-Blas
“Se tendió en el chinchorro y
se dispuso estoicamente a recibir la acometida del acceso palúdico… Se le
descuadernaba la quijada en el castañeo de los dientes. El dolor de la cabeza
remontaba en una escala enloquecedora. Sebastián se arqueó al borde del
chinchorro y se volcó en un vómito amargo y turbio. Tenía el rostro amarillo
como el corazón del huevo, como las flores silvestres de la sabana. La fiebre
seguía subiendo… la lengua densa comenzó a modular incoherencias… Se estaba
muriendo pero no perdía la conciencia del trance…”
Cuando Miguel Otero Silva
publicó “Casas muertas” en 1955, ya la legendaria cruzada de Arnoldo Gabaldón y
su Dirección Nacional de Malariología y Saneamiento Ambiental contra la malaria
había dado sus frutos. Hablamos de un país, Venezuela, cuya población en su
tercera parte la sufría en las primeras décadas del siglo XX y de los cuales
112 personas por cada cien mil habitantes morían de paludismo en 1945 (malaria
y paludismo son la misma cosa y no hay vacuna contra ella, aunque el farmacéutico ministro de salud no se haya enterado).
La sostenida campaña hizo posible reducir la cifra mortal a 1 por cien mil diez
años después, un record que puso a Venezuela en el mapa mundial como ejemplo de
óptima política pública en salud, al punto de que muchos técnicos de otros
países vinieron a entrenarse en el país. En 1961 la Organización Panamericana de la Salud declaró a Venezuela erradicada
de malaria en 68% de la zona malárica (unos 400 mil Km2), siendo el primer país
en alcanzar una extensión tan grande, ampliada en 1971 a 77%.
“La División de Malariología
(creada en 1936 y desmantelada en estos años ignominiosos) hizo mucho más
que erradicar la malaria, le dio un futuro al país”, escribió Juan Carlos Gabaldón en un sentido recuento de esta
proeza, a la vez que cita a Arturo Uslar Pietri, quien manifestó entonces que
“los cambios sociales y políticos que el país está experimentando son no solo
la consecuencia de una Venezuela con petróleo sino también de una Venezuela sin
malaria”.
Esas victorias yacen ahora en
el cementerio de las instituciones destruidas por el régimen. El pasado 29 de
noviembre la Organización Mundial de la Salud publicó su informe mundial de malaria 2017 que resalta el
alarmante aumento de casos en el continente americano, de los cuales Venezuela
aporta 83%, desplazando a Brasil en el primer lugar de incidencias. La tasa de
mortalidad por malaria a nivel del continente es de 0,5 fallecidos por cien mil
habitantes por año, mientras en Venezuela es 24 veces mayor. En el informe
destaca el dudoso honor que Venezuela comparte con Nigeria, Sudán del Sur y
Yemen en ser los cuatro territorios en situación compleja de malaria. De ser el
país con mayores logros en el control del paludismo a ser el de mayor
recrudecimiento en incidencia y mortandad. ¡Todo un éxito revolucionario!
La población en zonas de
riesgo de transmisión de malaria en Venezuela llega ahora a casi 11 millones de
habitantes (34% de la población, a niveles de 1930), lo que indica una
diseminación creciente del paludismo a espacios que por muchos años estuvieron
libres de la enfermedad. El Observatorio Venezolano de Salud señala que en 16
años, desde 2000, los casos de paludismo se incrementaron en 525%, mientras que
los estimados para el cierre de 2017 suman más de medio millón de enfermos.
Sumemos al cuadro la desidia gubernamental en la provisión de medidas de
protección mediante insecticidas y mosquiteros, que estaba en 4,1
millones de habitantes en 2014, reducida a apenas 30 mil personas (0,7%) en
2016, la falta de medicamentos, la inacción de las autoridades de salud para
erradicar los mosquitos y el abandono total del programa antimalárico, más un
pretendido programa de “vacunación” (vacuna inexistente en el
mundo). ¿Resultado? El retorno a las peores épocas de aquella Venezuela
palúdica en la que todos sus pueblos replicaban a Ortiz, el de las casas
muertas.
Un país extraño el nuestro, en
el que los triunfos pasados, que debieron servir de peldaños para conquistas
mayores, han sido pulverizados por una nomenklatura que se ha propuesto
permanecer en el poder a costa de la miseria de su pueblo. Pero allí está el
ejemplo de Gabaldón: ya sabemos qué hacer, con las actualizaciones del caso,
para rescatar a Venezuela de las garras del paludismo, de las cuales alguna vez
nos liberamos. Tendrá que ser un propósito prioritario para 2018.
TUITEANDO
Esta es mi última nota de
2017. Espero que la llegada de un nuevo año pueda significar para nosotros, los
habitantes de esta tierra dolida, el renacer de la esperanza y la acción por un
futuro mejor. Con ese deseo en el corazón, nos reencontraremos el jueves 18 de
enero de 2018.
07-12-17
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