Por Asdrúbal Oliveros,
Guillermo Arcay, Jean-Paul Leidenz
La importancia del tipo de
cambio se ha incrementado durante la crisis económica experimentada en
Venezuela durante los últimos 4 años, marcados por una aceleración
inflacionaria desde 1,95% mensual promedio entre 2008 y 2012 hasta 12,8% de
2013 a 2017. Cualquier programa de reforma estructural deberá considerar el
comportamiento del tipo de cambio como variable clave para alcanzar sus fines.
La capacidad del Estado para
frenar el ritmo de depreciación del tipo de cambio jugará un papel relevante
para generar confianza en cualquier programa de ajuste macroeconómico. En buena
medida, el tipo de cambio podría convertirse en un ancla de expectativas sobre
la inflación por venir.
Conviene revisar la
experiencia histórica cercana para comprender el rol de la política cambiara
cuando se intenta detener un proceso hiperinflacionario. Repasaremos estas
experiencias y las lecciones que se pueden extraer de ellas.
Viendo el pasado
Los procesos
hiperinflacionarios en Latinoamérica fueron precedidos por períodos prolongados
de inflación mensual relativamente alta para estándares internacionales. Una vez
que estas hiperinflaciones fueron erradicadas (según el umbral de Cagan)[1],
lentamente los países alcanzaron niveles de inflación bajos. Algunos recayeron
en procesos de hiperinflación. Otros tardaron años en recuperarse. La
literatura ha descrito este contexto previo y posterior a
las hiperinflaciones latinoamericanas como “megainflación”[2].
A diferencia de las
hiperinflaciones clásicas ocurridas después de la Primera Guerra Mundial, las
hiperinflaciones latinoamericanas de los ochenta y noventa no fueron
estabilizadas inmediatamente con políticas económicas ortodoxas. Sus procesos
de estabilización fueron políticamente desordenados, a veces erráticos, y
utilizaron mecanismos heterodoxos de política económica.
Describiremos las dificultades
con las que se encontraron los hacedores de política durante las
hiperinflaciones de Argentina, Bolivia, Brasil y Perú, con un énfasis especial
en el manejo de las expectativas frente a la inflación y el tipo de cambio.
Este ejercicio permitirá ilustrar las dificultades con las que se topará la
gestión de Nicolás Maduro, y sobre todo, un hipotético gobierno de transición
que quiera llevar a cabo una reforma estructural para enfrentar directamente la
espiral inflacionaria de Venezuela.
La hiperinflación clásica de
Bolivia
La hiperinflación boliviana
(1983-1985) es considerada como un caso de hiperinflación clásica. A pesar de
haber ocurrido en los ochenta, tomó una forma parecida a los procesos ocurridos
en el período de entreguerras. Las hiperinflaciones clásicas posteriores a la
Primera Guerra Mundial (Alemania, Austria, Hungría, Polonia, y Rusia)
sucedieron en países sin historial de alta inflación y fueron estabilizadas a
través de políticas económicas ortodoxas que lograron generar confianza[3].
Sus orígenes específicos
(asociados a gastos de posguerra) se tradujeron en déficits fiscales que fueron
financiados con impresión de dinero. En el caso de Bolivia, el déficit fiscal
fue causado por un shock prolongado de disminución de financiamiento
externo en 1982. Un año después, las transferencias externas netas habían caído
a niveles equivalentes a -5,6% de su Producto Interno Bruto (PIB).
En el caso de las
hiperinflaciones clásicas europeas, menos de la mitad del gasto era cubierto
con ingresos fiscales, alcanzando niveles tan bajos como 12% y 16% en Alemania
y Austria, respectivamente. En Bolivia cayó a 50% entre 1983 y 1985. Además, es
notable el ritmo al que los gobiernos incrementaron su financiamiento
monetario, ante la caída de los ingresos y previo al aumento de la inflación.
En Bolivia el señoreaje pasó de 2,0% del PIB en 1979 a más de 10,0% entre
1983-85.
El problema de esta estrategia
fue claro. La sobreutilización del señoreaje ocasionó que la caída en los
ingresos fiscales ocurriera en paralelo al aumento de la inflación. Esto
desencadenó el efecto Olivera-Tanzi: los impuestos perdieron valor en términos
reales debido a la alta inflación y aumentó la necesidad de un mayor
financiamiento monetario. Mientras no hubo cambios en la política económica,
este cóctel explosivo aceleró una espiral hiperinflacionaria, que para los
bolivianos significó un aumento en la inflación desde 29% en 1981 hasta 11.750%
en 1985.
La experiencia de Bolivia y
las hiperinflaciones clásicas europeas difieren en el intento fallido de
estabilización que aplicaron las autoridades de La Paz en 1984. El gobierno del
presidente Hernán Siles Zuazo había sobrevaluado el tipo de cambio para tener
una fuente de financiamiento vía diferencial cambiario. Pero para evadir el
tipo de cambio sobrevaluado oficial, los exportadores se trasladaron al
contrabando y los ingresos del gobierno cayeron.[4]
Todo empeoró cuando el
gobierno devaluó el tipo de cambio oficial a niveles similares al mercado negro
para solventar el problema en 1984. En un contexto ya hiperinflacionario, la
devaluación derivó en una indexación de quienes operaban con el tipo de cambio
oficial, y esto causó un notable salto inflacionario.
La moraleja del episodio
boliviano es que si el tipo de cambio no se flexibiliza, una devaluación
causará mayor inflación sin ayudar a resolver el problema de fondo. Las
expectativas de los agentes no se verían alteradas y la demanda de saldos
reales en moneda nacional no se recuperaría.
Argentina, Brasil y Perú
Argentina, Brasil y Perú
vivieron altos niveles de inflación durante largas temporadas. De los tres,
solo Perú mostró una clara relación entre el comienzo de la hiperinflación y un
crecimiento descontrolado del señoreaje. En cambio, Argentina tenía casi dos
décadas de dependencia fiscal en el señoreaje para financiar sus déficits
recurrentes, pero logró manejarlo para que no derivara en hiperinflación.
Brasil moderó su uso de señoreaje y sus picos de inflación se debían a alta
indexación de precios respecto al tipo de cambio. En este sentido, las
hiperinflaciones latinoamericanas de los años ochenta tuvieron causas
diferentes a las europeas del período de entreguerras.
El peso alto de los activos
líquidos sobre los agregados monetarios fue el principal detonante de los
estallidos hiperinflacionarios en Argentina y Brasil. No estuvo asociado con la
caída de la recaudación fiscal ni con el efecto Olivera-Tanzi. De hecho, ambos
países mantuvieron relativamente estables sus niveles de recaudación con
múltiples estrategias.
Eventualmente, la acumulación
de desórdenes monetarios, insuficiencia de mecanismos de recaudación, pánicos
financieros y desequilibrios de balanza de pagos, así como de varios intentos
fallidos de desacelerar el incremento en el nivel de precios, explotaron en
forma de hiperinflación.
En Perú, el estallido
hiperinflacionario tuvo un cariz más ligado a la antigua ideología del partido
gobernante Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA). En 1985, Alan
García trató de controlar los salarios y los precios mientras incursionó
en una política fiscal y monetaria expansiva.
Por un tiempo logró evitar la
catástrofe al fijar los precios de los servicios públicos y el tipo de cambio,
a niveles artificialmente bajos, pero la hiperinflación comenzó. Sin embargo,
durante buena parte del período, la inflación no alcanzó el umbral de 50%
mensual. Pero cuando lo hizo, se evidenció una caída en la recaudación por
impuesto inflacionario.
Las medidas aplicadas
Inicialmente todos los planes,
menos el argentino, fueron ortodoxos para diferenciarse de los intentos
heterodoxos fallidos. Sin embargo, después de meses de fracaso, Argentina
entendió que debía tomar nota de los planes que habían tenido éxito en Bolivia
y Europa.
En Argentina el “Plan BB”
utilizó el tipo de cambio como ancla nominal, intentó balancear las cuentas
fiscales de manera ortodoxa y privatizó dos compañías con alta carga de nómina.
Pero el programa tuvo que ser ajustado varias veces mientras la inflación
crecía. La primera variación fue el “Plan Bonex”, que reestructuró pagos de
deuda, recortó la liquidez, y dejó que el tipo de cambio fluctuara. Un segundo
plan intentó reducir subsidios, incluyendo el de la gasolina, para ajustar las
cuentas. Además, se intentó un plan de libre convertibilidad de la moneda, con
fuertes restricciones en la oferta de dinero, que logró reducir la inflación.
En Perú se intentó un plan
parecido al de Bolivia, que balanceó el presupuesto y estabilizó el tipo de
cambio por medio de un ancla monetaria nominal. Pero no logró los resultados esperados.
En Brasil se llevaron a cabo
los planes “Collor 1” y “Collor 2”. En principio utilizaron métodos clásicos:
privatizaron empresas, balancearon el presupuesto, liberalizaron la economía y
disminuyeron el rol del Estado. Pero el plan incluía un congelamiento del 70%
de los activos financieros por 18 meses, en su mayoría eran títulos de deuda
del gobierno. El objetivo era reducir la liquidez y postergar los pagos de
deuda, lo cual funcionó por un tiempo. Pero cuando los activos se liberaron, el
gobierno no fue capaz de realizar los pagos y Brasil recayó en alta inflación.
En estos tres casos, las
distorsiones fundamentales previas a la hiperinflación dificultaron su
estabilización, ya que debían resolverse antes de lograr bajos niveles de
inflación. La incapacidad institucional impidió que las medidas clásicas se
implementaran como fueron diseñadas. Por esta razón, incluso después de salir
de la hiperinflación, estos países mostraron aumentos considerables del nivel
de precios por un cierto período.
El Plan Real
La historia de alta inflación
en Brasil fue larga. En 1985, el presidente José Sarney congeló los precios
para frenar la inflación y falló. Entre 1989 y 1991, Fernando Collor trató de
restringir la liquidez por medio de un congelamiento de activos y fracasó.
Aplicar un “corralito bancario” causó presiones políticas que lo removieron de
su cargo.
Después de Collor, una nueva
administración llegó al poder con intenciones de tomar las medidas necesarias
para acabar con la inflación. El nuevo ministro de finanzas fue Fernando
Cardoso, quien impulsó un programa ortodoxo, pero con una estrategia innovadora
en cuanto al manejo de expectativas.
Por su historia inflacionaria,
los brasileños esperaban que los precios siempre aumentaran. Aún si se tomaban
las medidas económicas adecuadas, los precios seguirían aumentando. Entendiendo
que el cruzeiro había perdido sus cualidades como unidad de medición de valor
efectiva, los precios dejaron de medirse en cruzeiros.
En su lugar emplearon una
moneda virtual llamada Unidad de Valor Real (URV por sus siglas en portugués)
para medir los precios, salarios, etc. Todos los días el gobierno publicaba el
tipo de cambio entre el cruzeiro y los URV. De esa manera, aunque los precios
en cruzeiros (que seguía siendo la moneda circulante) subieran, existía una
percepción de que los precios en URV se mantenían constantes.
Una vez que los precios
relativos se ajustaron en URV y fueron suficientemente estables, el gobierno
anunció que se retirarían los cruzeiros del mercado y serían sustituidos por
una nueva moneda circulante llamada real, equivalente a un URV 1 y un dólar.
Las expectativas de inflación se habían ligado al cruzeiro y las medidas
económicas clásicas habían atacado los problemas fundamentales. La
megainflación se apagó.
A partir de ese momento,
Brasil entró en una senda de crecimiento sostenido y se convirtió en una de las
economías emergentes más importantes, hasta segunda década del siglo XXI. El
éxito del Plan Real podría brindar algunas luces para un programa de ajuste
enfocado en expectativas, asunto crucial para restaurar la confianza en
Venezuela, dado nuestro largo historial de inflación anual, superior a dos
dígitos.
Verse en el espejo
Tras haber considerado los
casos de (pre)hiperinflaciones regionales, resaltan algunas similitudes con la
coyuntura venezolana. En términos de tendencia, es notable su similitud con el
episodio brasileño desde que la inflación alcanzó 10% hasta el mes previo al
umbral de Cagan (50%). La coincidencia incluso se presenta en su volatilidad y
duración. Además, la inflación mensual promedio durante el caso brasileño fue
muy cercana a nuestros estimados para 2017 en Venezuela (29,3% en Brasil versus
30,9%, en Venezuela).
En cuanto a sus causas, el
caso venezolano se asemeja considerablemente al Perú de la primera
administración de Alan García. En ambos episodios, el empeño por controlar
administrativamente los precios relativos y el tipo de cambio nominal derivó en
distorsiones con elevados costos de bienestar, sin hacer mella en la inflación.
Esto puede evidenciarse en la brecha en la inflación mensual de ciertos rubros
con intervención estatal, como las tarifas de servicios de telecomunicaciones
(10,2% en octubre), al compararlos con bienes menos regulados como los
restaurantes y hoteles (72,4% en el mismo mes) en Venezuela.
Aunque el peso del señoreaje
sobre las finanzas públicas venezolanas es considerable, tiende a reducirse
pese a una inflación cada vez más elevada (10% del PIB para 2016 versus 5,77%
proyectado al cierre de 2017). Nuestro caso se asemeja a Perú y Bolivia, a
diferencia de Argentina y Brasil.
Como ocurrió en Perú y
Bolivia, la desconfianza hacia la viabilidad fiscal del Estado venezolano
ha detonado un proceso hiperinflacionario, y puede provocar una
sustitución abrupta de la moneda nacional por divisas. Esta pérdida súbita de
confianza ha ocurrido como consecuencia de la inercia en la política
económica, y podría exacerbarse por un intento de ajuste estructural
fallido.
Conviene recordar la moraleja
del caso boliviano: no basta con devaluar y unificar el tipo de cambio para
calmar las expectativas de los agentes, también es necesario mostrar señales de
responsabilidad fiscal futura. Esta lección cobra importancia ante la creencia
que existe en algunos círculos políticos (y académicos) sobre la facilidad de
un ajuste basado en una devaluación puntual. Si bien podría frenarse
momentáneamente el financiamiento monetario a Petróleos de Venezuela, el
deterioro continuado de las expectativas podría mantenerse por la falta de un
ajuste fiscal creíble. Quizás convendría tomar iniciativas similares al Plan
Real de Brasil.
No basta frenar los agregados
monetarios en el presente, deben atacarse las causas que incentivan a los
gobiernos a recurrir a la emisión de moneda para financiar déficit público,
como mencionaba Thomas Sargent (1983). Los programas exitosos de ajuste en
Europa y América Latina, particularmente en Bolivia, implicaron la
consolidación financiera del Estado, tanto en términos de compromisos internos como
de balanza de pagos.
No se trata de ajustar una
cuenta “T”
Hará falta un compromiso
vinculante sobre la disposición del Estado para garantizar la fluctuación y
libre convertibilidad futura de las divisas después de 14 años de controles de
capitales y cambio. Las autoridades deberán restringir -en extremo- la
posibilidad de fijar su precio, al eliminar la tentación de generar márgenes de
arbitraje respecto a mercados negros de moneda dura. Para ello, deberán crearse
contrapesos institucionales de carácter fiscal y monetario, ausentes hoy.
La existencia de rentas
cambiarias precedió por varios años a la espiral inflacionaria. Durante este
período, las facciones con poder de veto en el gobierno venezolano se
organizaron a fin de lucrarse a partir de estos diferenciales. En el proceso,
generaron instituciones informales incapaces de acometer cambios bajo
situaciones de crisis económica aguda. Alterar este esquema constituye, en
buena medida, un shock al sustento material del sistema político venezolano
reinante desde 2003.
Por ello, no debe darse por
descontada la posibilidad de una reforma cambiaria exitosa. No sólo enfrentará
barreras para comenzar, sino también para su funcionamiento futuro entre grupos
políticos formados bajo el actual sistema. La historia latinoamericana está
repleta de programas de ajuste cuyo fracaso prolongó el deterioro material de
naciones.
Es un reto ineludible: solo la
garantía de que el comportamiento irresponsable del gobierno no se verá
escudado por controles cambiarios podrá generar alguna confianza para retener
bolívares. Y sólo cuando ello ocurra, podremos escapar de la (hiper)inflación.
No se trata de ajustar el tipo
de cambio para “cuadrar” el flujo de caja de Pdvsa, sino de reconstruir al
Estado para hacerlo fiscalmente responsable.
***
[1] Cuando la inflación
mensual baja del límite de 50% y no vuelve a atravesarlo por los siguientes 12
meses.
[2] Marcio G.P. García
(1996). Avoiding some costs of inflation and crawling toward
hyperinflation: The case of the Brazilian domestic currency substitute. Dept.
of Economics, Pontifical Catholic University of Rio de Janeiro.
[3] Kiguel, M. A., &
Liviatan, N. (1995). Stopping three big inflations: Argentina, Brazil, and
Peru. In Reform, recovery, and growth: Latin America and the Middle
East (pp. 369-414). University of Chicago Press.
[4] Homi Kharas, y Brian
Pinto (1989). Exchange Rate Rules, Black Market Premia, and Fiscal
Deficits: The Bolivian Hyperinflation. The World Bank.
05-12-17
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