Por Fernando Mires
Lo consiguió. Messi había
hecho otra de sus maravillas: recibió el pase que le envió desde la lejanía
Benegas, la bajó con el muslo izquierdo, la recogió con el empeine como si ese
empeine fuese una bandeja de plata, se inclinó hacia el lado derecho y la clavó
a media altura hacia el lado izquierdo, y todo eso a plena carrera, perseguido
por dos nigerianos corriendo como locos detrás de él.
Entonces, el niño maleducado y
consentido que vive dentro de ese gorila tatuado y gordo en que se ha
convertido Maradona, no lo pudo soportar más. Tuvo lugar así la conflagración
clásica de esa dualidad que caracteriza a todo conflicto psicótico: amor y odio
sin posibilidad de separación. Amor paternal a Messi, su hijo futbolístico, y
odio a ese hijo que hoy aparece ocupando “el lugar del padre” (Lacan), relación
edípica invertida –la que merecería ser estudiada con más atención por la
ciencia psicoanalítica– ligeramente esbozada por Freud en su Tótem y Tabú.
Maradona lo consiguió. Hoy
(27.06.2018), un día después del partido en el que a Sampaoli y a su tropa se
les iba la vida (la futbolística, por supuesto) las fotos de todos los
periódicos del mundo aparecieron centradas en las aberraciones de
Maradona y no en la genialidad de Messi. En sus ofensivos dedos, en
sus manos levantadas hacia el cielo, en su repentina siesta, en sus brutales
insultos a los dignos jugadores de Nigeria (putos les gritaba) y en su caída
final, camino a la clínica. En todo eso Maradona consiguió –una vez más–
situarse en el centro de la simbología publicitaria.
Tranquilo: nadie va a realizar
aquí un psicoanálisis maradoniano. El psicoanálisis es una relación entre dos
sujetos que hablan y no la disección de un objeto público, como es, o ha
llegado a ser Maradona. Valgan estas líneas solo como un intento para fijar
algunas certezas evidenciadas por Maradona en su lamentable espectáculo medial.
Ese que fue la cristalización de la que ha sido su vida, desde que llegó al
mundo, a la Villa Fiorito, uno de los sitios más pobres del antiguo Buenos
Aires.
Su relación íntima con la
pelota de trapo, después de cuero, su llegada a Argentinos Juniors, el
apelativo de “pibe de oro” con que la prensa argentina lo bautizó el día de su
debut, y desde ahí una carrera de triunfos y goles imposibles de resumir en un
itinerario que pasa por Boca, sigue por el Barça, y culmina trágicamente en
Nápoles, donde se convertiría en el icono de una rebelión popular en formato
futbolístico en contra del norte italiano, pero también en víctima de los
tentáculos de los capos de la “camorra” quienes le envenenaron el cuerpo y el
alma a punta de cocaína.
Situado entre el mundo de lo
simbólico y de lo real-imaginario, Maradona, como sucede con muchos artistas de
cine, cantantes, y por cierto futbolistas (pienso en el gran Garrincha, entre
otros) no logró separar al mito en que lo convirtieron, del hombre real
que nunca llegó a ser. Nadie le enseñó que si bien todo mito es simbólico,
no todo símbolo es un mito y que entre el mito y el símbolo reside “un ser
humano, demasiado humano” (Nietzsche) El niño porteño terminó así convertido en
un hombre alucinado. Alucinado por su propio mito y por la utilización del mito
llevada a cabo por los inescrupulosos dueños del poder, sobre todo del poder de
los poderes: el poder político. En fin: un síndrome no solo psicológico sino,
además, político y cultural.
Fidel Castro, a quien jamás
interesó el fútbol, lo lleva a los hospitales “milagrosos” de La Habana, desde
donde salió más enfermo que antes. Menem, tan inescrupuloso como el sátrapa
cubano, lo convierte en el objeto político de su predilección. Chávez, otro
alucinado, intentó transformarlo en el Che Guevara del fútbol mundial, el futbolista
de todos los pobres del mundo. Los Kirchner, oportunistas como siempre,
inventaron el “maradonismo” como ideología política. Evo Morales lo presentó
como un Inca del fútbol. El dictadorzuelo Maduro lo hizo bailar reggaetón, como
si fuera un mono, hasta llegar a Rusia, invitado por el “padre de todas las
dictaduras del mundo”: Vladimir Putin. Allí, en San Petersburgo, mirando
hacia el cielo, desde su tribuna de pachá, justo cuando todos los hinchas de su
país coreaban el nombre de Messi, no pudo aguantar más y explotó. La noche
la pasó Maradona en una clínica. Como siempre, después lo desmintió. Pero ya
era evidente. Maradona es ya un muerto en vida. Un hombre enfermo: sin remedio,
sin reconciliación y -para el fariseísmo del moralismo mundial- sin perdón.
Maradona es definitivamente un
síndrome que trasciende a Maradona. Lo pude comprobar leyendo la cadena de
insultos e invectivas que le propinaba el moralismo universal a través de las
redes sociales. Frente a Maradona y sus excesos, algunos comenzaron a sentirse
santos, puros y castos. No pocos tuiteros llevaron su agresión mucho más allá
de la violencia verbal ejercida por el ex futbolista. A su modo, y en sentido
negativo, al convertirlo en objeto de sus agresiones, optaron por ser más
maradonistas que Maradona. Incluso, quien escribe estas letras, quien motivado
por cierta compasión y respeto a la dignidad humana -que hasta un Maradona
merece – y advertirles que estaban opinando sobre un hombre visiblemente
enfermo, le cayó un ejército de moralistas tuiteros encima, insultando sin
compasión. Algunos de ellos estaban motivados por razones ideológicas – en
Venezuela por ejemplo los anti-chavistas lo odian en la misma proporción a la
que en Argentina los peronistas lo aman- y otros por supuestas razones morales.
Lo que no es una contradicción. Todas las ideologías son moralistas y, por eso
mismo, todas son crueles.
Escribí: “Maradona está
enfermo”. Pero la suya no es una gripe ni una infección. La suya es una
enfermedad consustancial a la condición humana. “Animal enfermo” enunció Freud
siguiendo a Schopenhauer. Enfermo como consecuencia de un clivaje: el que
separa a la naturaleza de nuestra condición cultural, el que nos hace vivir
permanentemente en “el malestar en la cultura”. Hay por cierto, algunos más
enfermos que otros. Pero todos, sin excepción, llevamos a nuestro maradonita
escondido dentro del alma. En algunos -es el caso de Maradona -asoma con fuerza
hacia el exterior. En otros, parece dormir, hasta que despierta siniestramente
en nuestros sueños y pesadillas, o en reacciones repentinas que nunca creímos
poseer. Otros lo subliman en los desvaríos del arte y de la poesía, en la
severidad religiosa, en la aparente bondad, y casi siempre, en la prédica moral
inquisitoria, como es el caso de los tuiteros a los que ya hice mención, tanto
o más enfermos que el propio Maradona.
He estado mirando lentamente
el video que nos muestra a Maradona haciendo gestos obscenos y pantominas
místicas. Se trata evidentemente de simples actos exhibicionistas. Con ello quería
decir: miren, mírenme. Yo existo. Yo soy yo. Yo soy el que era y fui y
quiero seguir siendo. A su modo, y en un estilo pueril, Maradona actuaba
en defensa propia frente a su propia culpa. Esa que el gran Santos Discépolo
definió mejor aún que Freud: “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no
ser”.
¿Quién al fin y al cabo quiere
dejar de ser? Ese niño, “el pelusa” a quien todos admiraban cuando desde muy
chiquito hacía lo que quería con la pelota de trapo en sus pies, ese futbolista
precoz llamado el “pibe de oro”, esos cientos de goles con o sin la mano de
Dios, ese mediocampista fiero que se metía en el área chica a pura gambeta
entre un bosque de piernas, ese era Maradona. Y Maradona quiere ser Maradona, y
como nunca volverá a ser Maradona, intenta al menos ser un anti-Maradona. O
dicho de otro modo: si ya no es amado, al menos quiere ser odiado
Lo consiguió. Maradona lo
consiguió: no nos dejó indiferentes.
28-06-18
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