Por Fernando Mires
Para continuar hablando en
jerga mundialista, digámoslo así: Iván Duque (53,98%) ganó a Gustavo Petro
(41,81%) por goleada. Salvo para quienes creen en milagros de última
hora, el resultado no fue una sorpresa. Desde el punto de vista
demoscópico tenía que ser así. Durante la primera vuelta la ventaja de Duque
fue considerable y, como escribimos en un artículo anterior, si solo la mitad
de los que habían votado por otros candidatos se decidían por Duque, este ya tenía
el triunfo en sus manos. Fue más de la mitad. Lo que también es explicable: la
mayoría de los votantes de Petro son de izquierda pura y dura y, por lo mismo,
Petro no tiene demasiado acceso al electorado de centro, pese a los
innombrables esfuerzos que hizo para “socialdemocratizar” a sus ofertas. Un
periodista de buen humor llegó a opinar que si Petro seguía modificando su
programa iba a terminar votando por Duque.
Por el lado de Duque ocurría
algo similar. Para nadie es un misterio que Duque representa también a una
derecha dura y pura, con todos los significados, a veces tortuosos, que eso
supone en la historia colombiana. Sin embargo, Duque, ya habiendo concitado el
apoyo de vastos sectores sociales intermedios, dio muestras de su disposición a
transformar su programa de derecha-centro en uno de centro-derecha. O en
otros términos: sin dejar de ser uribista encontró frente a sí un panorama muy
distinto al que había prevalecido durante la era Uribe: una guerrilla
militar y políticamente derrotada, un fuerte crecimiento económico y el
aparecimiento de un centro político expresado durante la primera vuelta en la
candidatura de Sergio Fajardo, quizás la mayor sorpresa del proceso electoral
colombiano.
Cierto es que Fajardo opcionó
personalmente por el voto en blanco durante la segunda vuelta. Pero lo hizo de
modo simbólico. Digámoslo así: “para sentar presencia”. O para dejar en claro
que en Colombia no solo hay una lucha antagónica entre dos extremos
irreconciliables sino, además, una fuerte centralidad en condiciones de
modificar las posiciones de los dos extremos. Esa fue la razón por la que
Duque no fue radicalmente uribista del mismo modo como Petro no fue
radicalmente chavista. Por lo demás, Uribe para Duque distaba de ser un lastre
como sí lo fue el difunto Chávez para Petro.
Uribe, además de ser
colombiano hasta los huesos, es, por decirlo así, una figura ambivalente. Por
un lado, ex gobernante autoritario representante de la oligarquía criolla,
enredado por parentescos y amistades y a veces por su propia decisión en
turbias relaciones no-políticas, e incluso inculpado de haberse asociado con
las atrocidades cometidas por grupos para-militares. Pero por otro lado,
aparece como el presidente que con mano de hierro derrotó a la guerrilla, que
inició el crecimiento económico de su país y que opuso tenaz resistencia a las
pretensiones del chavismo.
En cierto modo Duque fue tan
uribista como lo fue Santos y por lo mismo puede que durante su mandato deba
terminar distanciándose un tanto del legado uribista, como ocurrió también con
Santos. Y esto por una razón muy sencilla. Así como Santos para gobernar
necesitaba del apoyo de sectores no uribistas, llegará el momento en que a
Duque le ocurrirá lo mismo (si es que ya no le ocurrió) Los gobernantes suelen
parecerse más a sus tiempos que a sus ideas. Distinto es el caso de Petro.
Petro, como casi todo
izquierdista latinoamericano, fue chavista, es decir seguidor de un
no-colombiano. Pero –y esa fue su tragedia– Petro fue el seguidor de un
chavismo que hoy se encuentra asociado a las dictaduras de Cuba, Nicaragua y
Venezuela.
Pese a los ingentes intentos
de Petro para tomar distancia frente a esos regímenes, hoy mundialmente
repudiados, no pudo borrar, incluso traicionado por sus propias palabras y
gestos, las imágenes venidas del pasado reciente. En esa competencia
“pasadista” con Duque, solo podía perder. Y perdió. Por goleada
Si en sus relaciones con el
pasado Duque se encontraba mejor posicionado que Petro, mucho más lo estaba en
su relación con el presente. Mientras Petro representa el declive del
llamado socialismo del siglo XXl, Duque representa el ascenso a nivel
continental de una -si no, nueva- modernizada derecha. Pues de una u otra
manera Duque pertenece a la misma familia de Macri en Argentina, de Piñera en
Chile, de Kuczinski/Vizcarra en Perú, de Temer en Brasil y de otros tercios, es
decir, de una nueva tendencia política latinoamericana que alguna vez deberemos
estudiar con más profundidad.
Algunas características de esa
nueva tendencia política son las siguientes: en su mayoría sus portadores
levantan alternativas reactivas, surgidas en antagonismo a los llamados
populismos izquierdistas que hasta hace poco primaban en el continente. En
segundo lugar, sin dejar de representar simbólicamente a las derechas más
conservadoras, han logrado articular en términos hegemónicos a un empresariado
moderno nacido al calor de los procesos globalizadores. En tercer lugar, sus
líderes políticos, no pocos portadores de un pasado empresarial exitoso,
adscriben a dogmas tecnocráticos y a filosofías pragmáticas que generan
entusiasmo entre sectores medios en vías de ascenso social. Duque pertenece sin
duda a esa nueva estirpe.
Duque y los presidentes
nombrados son representantes de la lógica de la razón económica aparecidos en
contra de los desmanes producidos por los representantes de la lógica de la
razón utópica. O dicho de otro modo: Duque es en cierto modo la negación
dialéctica del socialismo del siglo XXl. Si esa negación llevará a una
confrontación destructiva entre dos extremos, depende en gran medida de la
existencia de un centro social y políticamente organizado. Ese centro, esa
tercera voz que a la vez representa una negación radical (es decir un centro
político antagónico con respecto a los extremos) ya apareció en Colombia
durante la primera vuelta, donde impidió que Duque obtuviera la mayoría
absoluta y durante la segunda, donde lo hizo ganar bajo condiciones tácitas. Y
esa, al fin y al cabo, no deja de ser una buena noticia. No solo para Colombia.
19-06-18
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