Por Marino J. González R.
Las inmensas
transformaciones tecnológicas que están ocurriendo en el mundo han configurado
en las últimas décadas una nueva forma de vinculación entre países y entre
áreas en los países. La forma en la cual se dan esas relaciones está basada
fundamentalmente en la aproximación a la creación de conocimientos. Las
sociedades con patrones de organización basados en la generación y utilización
de conocimientos se encuentran en rutas de desarrollo más sostenibles y
exigentes. Este fenómeno es la demostración de que la creación de riqueza no es
sino la expresión de lo que las sociedades producen. Más aún, es expresión de
la diversidad de lo que producen.
La creación de riqueza está
en la génesis del pensamiento económico. Es por ello que la célebre publicación
de Adam Smith sobre las causas de la riqueza en 1776 se convirtió en la base
para la conformación de la economía moderna. El problema de Adam Smith era
encontrar una explicación al hecho de que algunos países eran más ricos que
otros. Y de allí que fuera necesario examinar las causas para encontrar
modalidades de acción, vale decir, políticas, que promovieran entonces la
riqueza. La explicación de Adam Smith es impresionantemente sencilla: la
riqueza de los países depende de lo que producen, pero más aún, de la
diversidad de lo que producen.Mientras más diversidad, existen mayores
posibilidades de estimular la sinergia que impulse hacia nuevos niveles de
riqueza. Y para que exista diversidad en la producción se debe impulsar el
aumento de la “cantidad de ciencia”, esto es, la capacidad para crear nuevos
conocimientos. Hay que recordar que estos postulados fueron expresados hace
casi doscientos cincuenta años, en un mundo muy diferente al que tenemos hoy.
El problema señalado por
Adam Smith implicaba medir esa diversidad de producción. Las estadísticas de la
época no estaban suficientemente ordenadas para llevar el registro detallado de
lo que se producía. Tampoco el mundo era tan cercano como lo es ahora. No es
sino hasta hace poco más de una década que se empezó a sistematizar la
información que permitiera medir la diversidad destacada por Adam Smith. De
allí surgió el Atlas de Complejidad Económica de la Universidad de Harvard y el
Observatorio de Complejidad Económica del MIT. Ambas iniciativas permiten
estimar la complejidad como expresión de la diversidad. A más complejidad,
los países alcanzan mayores niveles de riquezas. En otra medida, la
complejidad se convierte en un predictor del crecimiento, que a su vez lleva a
nuevos niveles de riqueza.
En la última medición del
Atlas de Complejidad Económica (para el año 2016), los diez países con mayores
niveles de complejidad son, en orden decreciente, Japón, Suiza, Corea del Sur,
Alemania, Singapur, Austria, República Checa, Suecia, Finlandia y Estados
Unidos. La diferencia de estos países con respecto a otras regiones del mundo
es notable.
Podría decirse que esta
brecha de complejidad es la expresión de un rezago en la institucionalidad de
los países para asumir los retos que implica construir sociedades del
conocimiento. Tal parece que la complejidad está generando una exclusión que
aumenta todos los días, en la medida que el ritmo de creación y utilización de
conocimientos no hace sino crecer.
Enfrentar esta brecha con
políticas efectivas es quizás el desafío más significativo en el mundo de esta
primera parte del siglo XXI.
20-06-18
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