IGNACIO MORGADO BERNAL 20 de junio de 2018
Rudolf
Höss era un hombre cuerdo, con conocimientos y sentimientos, que razonaba con
frecuencia sobre su propio comportamiento y el de los demás, y que poseía un
cierto grado de empatía. A esa conclusión he llegado después de estudiar
detenidamente sus memorias y la historia del exterminio, además de haber
visitado el lugar de los hechos: los campos de Auschwitz y Birkenau, a unos 60
kilómetros al oeste de la ciudad polaca de Cracovia.
Con
tan formidable éxito que se amplía hasta octubre el plazo para visitarla, está
teniendo lugar en el Centro de Arte Canal de Madrid la exposición Auschwitz. Es
este, por tanto, un buen momento para tratar de penetrar en la mente de su
comandante, Rudolf Höss, y preguntarnos: ¿cómo pudo hacerlo?, ¿cómo puede un
ser humano dirigir el cruel exterminio de tantos hombres, mujeres y niños,
incluso después de mirar a la cara a muchos de ellos?, ¿era un loco
inconsciente que no sabía lo que hacía?, ¿era tal vez un sádico, un hombre
malvado y cruel o un psicópata que disfrutaba con el sufrimiento ajeno? ¿era
simplemente un lacayo, inculto y sin sentimientos, que sin pensar ni razonar se
limitaba a cumplir órdenes? ¿banalizó el mal Rudolf Höss?
En el
diccionario de la Real Academia Española de la lengua, la palabra banal es
equiparada a “trivial, común o insustancial”. Trivial, a su vez, es equiparado
a “vulgarizado, común y sabido de todos”. Pero el mal que hacían los nazis no parece
ni vulgar, es decir, ni impropio de personas cultas ni común ni sabido de
todos. No obstante, podemos ir más lejos al interpretar la banalidad que
postuló Hannah Arendt para el nazismo en 1961. Si banalidad significa reducción
de la empatía y del sentimiento de culpa, la mayoría de gerifaltes nazis
acabaron siendo banales; pero si banalidad significa dejar de considerar al mal
como mal o quitarle importancia, dudo que hubiese muchos dirigentes nazis
cultos banales.
El que
Heinrich Himmler, como leíamos en un artículo de EL PAÍS, se despidiera de su
esposa en 1942 con un “Viajo a Auschwitz. Besos: tu Heini”, no prueba que el
sentimiento del Reichsführer fuera banal en el sentido de quitarle importancia
al asesinato de judíos. Lo vemos mejor en el caso de su subordinado, el
comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, responsable de la matanza de millones de
personas y cuyo comportamiento con su propia familia era tan correcto que
también podría denotar banalidad. Su hija, Brigitte Höss, que sobrevivió a la
tragedia, recuerda en una entrevista en The Washington Post que su padre
"parecía el mejor hombre del mundo, siempre dulce y amable con quienes le
rodeaban”. Pero la procesión iba por dentro, como puede comprobarse en las
memorias del propio Höss, escritas mientras esperaba su muerte en una cárcel de
Cracovia (Ediciones B, Barcelona 2009).
La
prueba de su conocimiento del mal es especialmente patente en algunos de sus
propios relatos: “Cuando el espectáculo me trastornaba demasiado no podía
volver a casa con los míos. Hacía ensillar mi caballo y, cabalgando, me
esforzaba por liberarme de mi obsesión”. “A menudo me asaltaba el recuerdo de
incidentes ocurridos durante el exterminio; entonces salía de casa porque no
podía permanecer en el ambiente íntimo de mi familia”. “Desde el momento en que
se procedió al exterminio masivo dejé de sentirme feliz en Auschwitz”. Cuando
recibió la consigna de suprimir discretamente a los enfermos y los niños llega
a decir: “Nada resulta más difícil que ejecutar tales órdenes fríamente,
anulando todo sentimiento de piedad”.
En
otro momento habla también del terror que le imponía la orden de liquidar a los
gitanos, por quienes sentía una especial consideración. Höss era pues
consciente del horror que se cometía en su campo, pero trataba de mantener a
raya cualquier emoción perturbadora: “Yo no hacía más que pensar en mi trabajo
y relegaba a un segundo plano todo sentimiento humano”. Comentando la orden de
exterminio masivo de judíos que recibió de Himmler en 1942, Höss se supera a sí
mismo y llega a afirmar: “En aquella orden había algo monstruoso que
sobrepasaba de lejos las medidas precedentes”. Esto no solo implica
razonamiento, sino también juicio sobre las intenciones del nazismo.
Al
leer con detalle sus memorias uno descubre que la aparente y calculada frialdad
emocional del comandante de Auschwitz ocultaba en realidad su más intenso
sentimiento: la ambición del éxito y el poder. No fue un individuo movido por
inercia. Supo siempre lo que hacía y conocía muy bien las consecuencias de sus
actos, pero asumió el riesgo de llevarlos a cabo convencido de que eso le
reportaría grandes beneficios. No era un simple elemento de un engranaje que
alguien mueve desde fuera, pues, aunque nunca reconoció su culpabilidad, era
consciente de su responsabilidad en una empresa cuyas consecuencias positivas
serían proporcionales a su dimensión “justiciera” y al esfuerzo para realizarla
superando debilidades personales, que las tenía, aunque no las manifestara. Sin
sentirse responsable de lo que hizo no hubiera podido acreditar los beneficios
que esperaba obtener por ello.
Acostumbrarse
a vivir con el mal no necesariamente significa banalizarlo. Si así fuera,
quienes vivimos en países desarrollados también lo haríamos al aceptar con
cierta normalidad el estado de pobreza y calamidad en otras partes del mundo e
incluso en nuestro propio entorno, pues no dejamos de tomar un café caliente
con tarta de manzana en una cafetería porque haya un pobre mendigo muriéndose
de hambre y frío junto a su puerta. Lo hacemos, no porque creamos que eso no es
algo malo, sino porque remediarlo es algo que en general consideramos fuera de
nuestro alcance. Nos acostumbramos a vivir con el mal, pero no dejamos de
sentirlo como tal. Pero la inevitabilidad no es la única interpretación
alternativa a la banalidad, pues también hay quien sin ser un malvado acepta a
veces un mal, como la pena de muerte o incluso la cadena perpetua, por
considerarlo remedio o terapia de otro mal supuestamente mayor. Es posible
también que muchos nazis, como Rudolf Höss, fuesen, además de malvados,
cobardes, y aceptasen el mal y se habituasen a él no por banalizarlo, sino por
verlo como un remedio terapéutico para lo que ellos consideraban males mayores,
o, por encima de todo, como un instrumento para obtener gloria y beneficios
personales.
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