Alejandro Oropeza G. 15 de septiembre de 2018
“…el espacio político democrático, en
tanto orden político,
sólo puede ser agonal, lo que implica
que los oponentes no son un enemigo
a eliminar sino un adversario cuya
legítima existencia se debe tolerar
y respetar (como diría Ernesto Laclau).
Esto implica aceptar su derecho a
defender ideas pacíficamente
en el espacio político. Entonces,
quienes se plantean con el propósito
de destruir el orden democrático o
desdeñan de sus instituciones
o principios -por precario que éste sea
o se considere-
no hacen más que colocarse como
enemigos del mismo”.
Jorge Gómez Arismendi: “La
democracia amenazada”, 09/09/2013
Muchos,
aun hoy día creen que la mejor forma de defender o perfeccionar a una
democracia es atacándola. Aseguran que el motor que prestaría la fuerza
necesaria para que las políticas públicas, los planes y proyectos del Estado
fuesen, como por arte de magia, eficientes y efectivos, además de éticos, es
que los partidos políticos abandonaran la diatriba pública y todos rezaran un
mismo credo salvador. Pero, ¿a quién tocaría diseñar tal credo salvador? ¿Quién
sería el depositario de la verdad absoluta que a todos convenciera para iniciar
un camino libre de debates y oposiciones?
Simple,
una persona o grupo de personas que impusiera sus criterios, mientras el resto
de esa sociedad asiente y dice amén sin que le pueda asistir la voluntad propia
a nadie de discrepar de aquella santa verdad. Tal situación, como bien se puede
entender, sería todo menos una democracia, así le acosen todos los defectos
imaginables.
Hace
pocos días, el 11 de septiembre, se cumplían 45 años del golpe de Estado en
Chile que derribó al régimen del presidente Salvador Allende. Y no pocos han
sido los análisis que dan cuenta de cómo la erosión del sistema democrático
propiciado por los propios demócratas chilenos, en la práctica, le puso la
alfombra roja a tan nefasto y triste periodo de la historia no solo de Chile
sino de América Latina. Salvando tiempos y distancias, se puede asegurar que
algo semejante le ocurrió a la democracia venezolana.
Con
todos sus defectos que se le achacaban y con las pocas virtudes que se le
reconocían, el sistema democrático venezolano perdió la oportunidad de una
perentoria necesidad de renovación hacia su interior. Ello era pertinente no
solo respecto de la institucionalidad misma del Estado venezolano, sino también
de sus mecanismos o medios de intermediación entre Sociedad y Estado, sean
estos partidos políticos, medios de comunicación, organizaciones de la sociedad
civil, iglesias, etc. Pero, aquellos llamados a iniciar tales procesos y
adelantar la modernización del sistema político nacional creyeron que, antes de
la misma reforma posible, era necesario arrasar con lo existente y sobre el
erial político que quedaría reconstruir un nuevo orden democrático e
institucional.
Y, más
allá de eso, muchos prefirieron destruir y acribillar a los propios partidos
políticos que habían creado y fundado para impedir, para detener la necesaria
renovación de liderazgos que era lógico esperar ocurriera en los partidos políticos
clásicos nacionales. De esta manera, al igual que en Chile, no hubo tiempo para
salvar el error. En la república austral aguardaba la oportunidad, la felonía
militar para imponer su voluntad y aplastar la cultura democrática de
generaciones. En la república caribeña también aguardaba la oportunidad, la
felonía militar la cual, lo que ya es historia, intentó en dos oportunidades
derrocar a un régimen democrático electo por la voluntad popular.
En
nuestro caso, buena parte de las élites políticas, económicas y sociales le
tendieron la alfombra a un mesías salvador que, cabalgando en el corcel de la
destrucción de las instituciones democráticas, llevaría a Venezuela a una de
las más salvajes y profundas crisis que hemos vivido en todos los órdenes, quizás
solo comparable a aquellas padecidas por los derrumbes de las repúblicas
durante la guerra de independencia.
Pero
lo que más llama la atención es que no hemos aprendido la lección, y me refiero
a nosotros los nacionales de esta vapuleada Tierra de Gracia. Mientras los
chilenos avanzan en un positivo proceso de afianzamiento de su sistema
democrático y de su institucionalidad, y logran una convivencia basada en la
diferencia y el reconocimiento de oponentes políticos, con todos los traumas a
cuestas y resquemores que dejó la dictadura; nosotros estamos empeñados en
dividirnos en mil “toletes”.
Ya no
solo basta con que estemos, como país, partidos por la mitad (y esa proporción
ciertamente no es verdadera hoy día) en razón de una pseudoideología fracasada
e involucionada en el tiempo y en la historia, que usando definiciones de un
inmediatismo rampante y una ignorancia supina nos divide entre cultores de la
izquierda y la derecha. Es más, el calificativo de ser de derecha es utilizado
como insulto y provocación para quienes no compartimos las tropelías y
vagabunderías del procerato revolucionario.
Ahora
resulta ser que los propios que adversamos al régimen y no porque estemos
confundidos o nos pague el Imperio, como bien se dice desde las alturas del
dominio (que no del poder), estamos también partidos y divididos en quién sabe
cuántos pedazos. En las redes sociales se leen pavorosos insultos, acusaciones,
calumnias, mentiras, denostaciones en contra de la dirigencia opositora (si en
medio de tal realidad es pertinente tal ejercicio), que a ciencia cierta el
régimen no tiene que hacer absolutamente nada para descalificar a quienes hacen
vida en los partidos opositores ¡No se salva nadie! Y tampoco nadie de los
inquisidores presenta una prueba válida.
Todos,
absolutamente todos, están vendidos o comprados, hacen negocios, reciben
sobornos, hacen turismo, viven exilios dorados, sacan a sus hijos del país, o
los traen de vuelta, tienen vacaciones, ¡por Dios fin de mundo, vacaciones!,
comen, beben y ¡hasta descansan! Tienen la desfachatez de reunirse con
representantes de organismos internacionales y regímenes extranjeros para
terminar de entregarle, a nombre del gobierno, el país y a cambio reciben millones
y millardos de dólares, euros, oro y cuanto precio sea posible imaginar.
Si se
invita a representantes de la oposición para acompañar determinada reunión en
la OEA, inmediatamente las redes revientan de descalificativos para quienes
podrían ser los designados en tales funciones, no se escapa ni uno
No
existe nadie capaz ni confiable que tenga la credibilidad de asistir a dicha
reunión, repito: NADIE. Pero, llama poderosamente la atención que también
nadie, absolutamente nadie, la emprende en contra del flamante canciller de la
república que asiste a esas reuniones en representación del régimen que tiene
arrodillado a un país entero a punta de violencia, hambre, mengua,
desabastecimiento, inflación y muerte. Seguro aplaudirán al canciller cuando insulta
a los miembros de la oposición y dirán: ¡bien hecho, plátano hecho! Así es
canciller, esos se merecen que los insulten por opositores y por estar allá en
Washington quien sabe con la plata de quien.
La
antipolítica llevó a la hermana república chilena a padecer 17 años de férrea
dictadura militar, con miles de asesinados y desaparecidos y una sucesión de
crímenes en contra de la sociedad que las más perdidas y negras imaginaciones
palidecerían ante la realidad. La antipolítica llevó a Venezuela a confiar y
entregar su destino a un encantador de serpientes sin preparación alguna para
nada, salvo para hundir al país en la crisis y en la miseria.
Hoy
día, la antipolítica degrada a buena parte de aquellos que se han enfrentado al
régimen, que han padecido violencia, persecución y cárcel. Pero, al parecer,
aun no es suficiente, aún falta padecer el destino final de ver desplomarse al
país mientras los agoreros del desastre y la antipolítica, al lado de los
jerarcas del régimen, solo se arrimarán un poquito para que las ruinas no les
caigan encima y dirán celular en ristre: “¿no están viendo? ¡Yo se los dije en
un tuit!”
A casi
veinte años del inicio de esta etapa, que ya imaginamos cómo será juzgada por
la historia, es momento de retomar la senda del pensamiento y el análisis
responsable. Es menester que, como sociedad, comencemos a retejer los hilos que
permitan recuperar la confianza perdida en la sociedad misma y en sus
representantes posibles
De
otra manera como que finalmente, tendremos que traer del exterior, quizás de
Cuba misma, o de Bolivia o Nicaragua, de Bielorrusia, quizás de Irán o de quien
sabe dónde al liderazgo opositor que guíe el reinicio del proceso democrático
nacional cuyo sistema político ha sido destruido hasta más allá de sus
cimientos y, tristemente, bajo la mirada callada de todo un país.
Alejandro
Oropeza G.
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