Simón García 13 de septiembre de 2018
@garciasim
Se
conoce como extremismo una conducta que pretende situarse en la parte más
alejada y opuesta a un punto de inicio. En política, el extremismo se
desarrolla como un elemento excluyente y agresivamente repelente de las
opiniones que se distribuyen en los puntos intermedios.
El
extremismo comporta unilateralidad, exageración, prisa compulsiva y
frecuentemente una visión de corte autoritaria. En política, las posiciones
extremistas restringen o sencillamente niegan el diálogo y la negociación: al
enemigo ni agua.
Los
objetivos extremistas son frecuentemente irreales. Pero así no tengan siquiera
un alfiler para hacerle una raspadura al bloque dominante, convocan a un
suicida choque frontal, justificado en la ilusoria, inútil y minoritaria
suposición de que la muralla caerá en la próxima embestida. Las pérdidas no
cuentan.
La
retórica del liderazgo extremista es talla única: todo o nada; ahora o nunca y
sin términos medios. La personalidad extremista se mira a sí mismo solo en la
arena, flotando en los vítores de la multitud y poniendo su pie sobre el cuerpo
inánime del perdedor.
Una
fina línea separa dos universos contrarios: radicalismo y extremismo. La
diferencia suelen mantenerla la inteligencia de los líderes. Alfredo Maneiro
tuvo una visión radical mientras seguidores suyos patinan, con facilidad, hacia
el extremismo.
Ser
extremista es todo lo contrario a hacer política, arte de transformar
progresivamente la realidad, porque el ni un paso atrás, el vete ya o el
abstencionismo principista contienen una intransigencia que se niega a asumir
la realidad política. Por eso, los extremistas le hacen el trabajo al poder,
comenzando por aislarse a sí mismos y estableciendo que no puede haber unidad
sino con los puros. Llaman a incendiar el mundo sin tener ni medio palillo de
fósforo y sin perturbar el estatus quo. Lo suyo es diferenciarse, proyectar
bravura y mantenerse en la engañosa apariencia de la dureza. Nada de ir a las
raíces.
El
extremismo es un sucedáneo dañino de la política. Sus consecuencias negativas
se observan en la oposición venezolana a medida que la estrategia virtuosa (
constitucional, pacífica, democrática y electoral) ha sido sustituida por
posiciones fuera de la constitución, que descartan la vía electoral, se saltan
la verificación democrática y privilegian falsas salidas como el golpe, la
insurrección popular o la invasión extranjera.
Las
reducidas vanguardias extremistas, (María Corina, Ledezma, ¿Borges?) ostentan
un supremacismo moral, lanzan un anzuelo maximalista y prometen soluciones a
corto plazo. Van hilando una trama de política ficción que, en una situación de
desesperación frente a la profundización de la crisis, puede resultar atractiva
para millones de personas que prefieren un caudillo que una dirección
colectiva, un lance en vez de una organización, un resultado instantáneo antes
que el paciente trabajo de conquistar una mayoría que sea capaz de derrotar a
la maraña del poder en el terreno donde realmente hay que enfrentarlo y
abatirlo.
El
liderazgo reformador, el que está obligado a trabajar una salida pacífica y
negociada con sectores del campo oficialista, ha permitido que el pensamiento
extremista gane terreno. Y no podrá avanzar sin vencer esta rémora en las bases
opositoras. Es hora de oponerle una política unitaria, alternativa y
efectivamente expresiva de los deseos de la mayoría. En esto si hay que ser
precisos: o lo hacemos o terminaremos por desaparecer.
Simón
García
@garciasim
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