Fernando Mires 03 de
septiembre de 2018
El
concepto dictadura será entendido aquí en su expresión más obvia, a saber, regímenes
que anulan la clásica división de poderes, concentrándolos todos en el
ejecutivo y apoyados en la fuerza represiva (policía, para-militares y
militares).
Valga
decir que las tres dictaduras latinoamericanas a las cuales me referiré -la
cubana, la nicaragüense y la venezolana- no solo cumplen con los requisitos
elementales que llevan a caracterizar a un régimen como dictatorial, sino,
además, agregan formas de dominación no equivalentes con las dictaduras
clásicas del siglo XX.
En
efecto, no se trata de dictaduras totalitarias como fueron las de Stalin,
Hitler y Mao Tse Tung, entendiendo por totalitarismo la apropiación del espacio
público y privado por la omnipotencia estatal, en el sentido otorgado por
Hannah Arendt al término. Ni carismáticas de acuerdo a la tríada formada por la
tradición, la religión y la cultura, según Max Weber primero, y después por la
misma Hannah Arendt. Ni personalistas (principio del caudillo) de acuerdo a las
definiciones de Carl Schmitt tomadas del español Donoso Cortés.
En
cierto modo podemos hablar de dictaduras mutantes. A veces aparecen en formato
militarista. Otras, bajo la égida de un caudillo. Y en algunas ocasiones, como
simples autocracias. Lo mismo ocurre con sus formas de representación
ideológica. Por lo general intentan vincularse a grandes mitos nacionales
(Martí en Cuba, Bolívar en Venezuela, Sandino en Nicaragua) los que combinan
con consignas marxistas de silabario. Son fascistas a veces, estalinistas
otras, o simplemente populistas. Pues si hay algo que las une, es su
ductibilidad. Más aún, ni siquiera pueden ser consideradas como
latinoamericanas típicas. Objetivamente corresponden a formas de dominación
(¿post-modernas?) que existen en otros continentes, como la Rusia de Putin, la
Bielorusia de Lukashenko, la Turquía de Erdogan, la Hungría de Orban. Son en
fin, las tres, aunque surgieron en el siglo XX, dictaduras del siglo XXl en
versión latinoamericana.
Las
tres poseen una legitimidad de orígen: la de una revolución democrática (Cuba)
o electoral (Venezuela) o ambas (Nicaragua). Ninguna llegó al poder como
resultado de un golpe militar a lo Videla o a lo Pinochet. Pero ya en el
gobierno, emprenden, primero lentamente, después de modo más progresivo, la
demolición de los pilares de la democracia moderna, camino al cual comienza
lentamente a sumarse la Bolivia de Evo mediante la adopción del principio de
reelección indefinida. Si eso llega a consumarse, las tres dictaduras, como fue
el caso de Los Tres Mosqueteros, serán cuatro.
Desde
el momento que ascienden al gobierno los portadores de “la revolución”
comienzan a apropiarse del estado hasta llegar al punto en que gobierno y
estado terminan siendo sinónimos. Tiene lugar así la formación del Partido
Estado al cual son incorporados mediante sueldos fabulosos y corrupciones
inmensas, generales y oficiales de alto rango. Ya constituida la nueva clase de
estado, iniciará una verdadera lucha de clases desde arriba hacia abajo cuyo
objetivo final es asegurar su poder absoluto. Para ello será necesario destruir
tres segmentos no estatales: el aparato productivo (empresarios y obreros), las
clases medias profesionales y la clase política opositora.
Solo
en función del primer objetivo se entiende la economía política practicada por
esas dictaduras. La economía nacional - es lo que no han captado muchos
estudiosos- es puesta al servicio de la mantención y reproducción del poder de
la clase estatal dominante. Por eso, medidas económicas que según cualquiera
escuela parecen aberrantes, si se sigue la lógica de quienes manejan los
mecanismos del poder, se entienden perfectamente. Pues para ellos no se trata
de aumentar la producción, ni de nivelar salarios, ni de alcanzar una mayor
igualdad, sino de destruir radicalmente al antiguo orden político y social.
Tiene razón entonces Nicolás Maduro al hablar de “guerra económica”. Para él la
economía es un arma de destrucción masiva.
Tales
dictaduras son, dicho en el peor sentido del término, auténticamente
revolucionarias. Su objetivo central es transformar a la sociedad de acuerdo a
los intereses comunes a toda la clase de estado. Una revolución en sentido
inverso. No la de los de abajo en contra de los de arriba, sino la de los de
arriba en contra de los de abajo. En cierto sentido apuntan, como ya advirtió
Arendt acerca de los totalitarismos modernos, a la transformación de una
sociedad de clases en una sociedad de masas.
Obreros
y campesinos son convertidos -después de la destrucción de los centros
productivos- en masa pauperizada. Tarjetas de racionamientos, bonos de subsidios
y limosnas patrióticas, son mecanismos que aplicados llevarán a la dependencia
biológica de las grandes masas con respecto al Estado.
Destruido
el sistema productivo, tendrá lugar, además, la formación de un
lumpen-proletariado sin proletariado. Mendigos, rateros, asaltantes o
simplemente andrajosos pululando en las calles, como tan bien describiera a la
“Cuba profunda” el escritor Leonardo Padura en su novela La Transparencia del
Tiempo. Y por cierto, la prostitución, el “petróleo de Cuba” descubierto y
organizado por los Castro.
Cuba,
que linda es Cuba. Barcos llenos de turistas norteamericanos y europeos
ansiosos de “carne fresca” de ambos sexos arriban semanalmente a la Habana.
Hoteles que ni en sueños habitaron, bellezas que jamás pudieron tocar, ritos
sexuales clandestinizados en los países de orígen, practicados a precio de
huevo bajo los retratos del Che, Fidel y Chávez.
Una
variante distinta al “socialismo petrolero” venezolano y al “socialismo
hotelero” cubano parecía ser el “capitalismo social” instaurado en Nicaragua
por la dictadura Ortega-Murillo. Bajo la consigna de construir el socialismo,
el régimen optó por otra secuencia. En primer lugar no destruyó el de por sí
débil aparato productivo, simplemente “lo compró”. Para el efecto, intensificó
relaciones con empresas extranjeras, principalmente norteamericanas. Así, bajo
el llamado socialismo sandinista, Nicaragua pasó a ser uno de los países más
dependientes del capital externo de América Latina. A fin de alcanzar ese
rango, Ortega realizó dos movidas adicionales. Por una parte ofreció a las
empresas una mano de obra abundante y barata. Por otra, transfirió, vía
subsidios, remesas de capital destinadas a mantener la adhesión de los sectores
laborales. Con lo que no calculó el autócrata fue que bajo la égida del
capitalismo subsidiado, el sector laboral iba a crecer notablemente de modo que
los reclamos sociales comenzarían a hacerse cada vez más continuos. Tampoco
calculó que el desarrollo capitalista suele ir acompañado de cierta modernización,
expresada en el aumento de sectores intermedios a los cuales pertenecen los
estudiantes cuyos reclamos no solo son sociales sino, además, políticos.
El
resto de la historia es conocido. Mediante la criminal represión, Ortega ha
intentado eliminar las consecuencias sociales de su propia estrategia. Después
de las horribles masacres cometidas durante el 2018, el “modelo Ortega” debe
darse por fracasado. Desde ahí a Ortega no le queda otra salida que seguir el
camino de Maduro (sin petróleo) así como Maduro ya sigue desde hace tiempo el
camino cubano: asegurar y reproducir, al precio que sea, el poder de la clase
dominante de Estado. Al menos Ortega
cuenta con el mismo “factor positivo” que
el flamante Díaz-Canel y, en medida creciente, que Maduro: una clase
política opositora disgregada, dividida e incapaz de unirse en un solo frente
de lucha.
Es
cierto que Ortega ha sabido operar sobre el conjunto de la clase política
nicaragüense formada por una infinidad de partidos y movimientos de tendencias
contrapuestas. Pero también es cierto que esa misma clase política ha sido
incapaz de formar un frente electoral unitario y solidario.
En
Cuba, en cambio, la clase política nacional fue eliminada rápidamente. Después
de la toma del poder por Castro en 1959, muchos militantes del potencial
bi-partidismo (Ortodoxos y Auténticos) pasaron a unirse al movimiento 26 de
Julio. Otros emigraron hacia Miami. Desde ahí, desligados de los verdaderos
problemas de su país, cayeron en labores conspirativas. Su Waterloo fue la invasión
a Bahía Cochinos el año 1961, hecho que sirvió a Castro para llevar hasta el
final la depuración de la oposición interna, dentro y fuera del 26J. Hoy no
existe clase política de oposición en Cuba.
Distinto
parecía ser el caso de Venezuela. Como en pocos países que viven bajo una
dictadura, llegó a formarse en contra del chavismo una fuerte oposición
articulada en los partidos de la MUD. La victoria del 26-D, culminación de una
larga trayectoria electoral comenzada el
año 2006, fue vista por algunos como el inicio de la derrota definitiva del
régimen. La línea democrática, constitucional, pacífica y electoral, propia al
conjunto de la oposición, pareció continuar durante el movimiento por el
revocatorio (constitucional y electoral) el que, al no ser aceptado por el
régimen (no podía serlo) podía transferir su potencial hacia los eventos
electorales que se avecinaban. Las jornadas callejeras del 2017, no hay que
olvidarlo, surgieron en defensa de la AN y en contra de la falsa Constituyente.
Fue en ese momento, cuando, desde fuera y desde dentro de la MUD, comenzaron a
ganar terreno los sectores más extremistas, antipolíticos y anti-electorales de
la oposición. Mediante un simulacro electoral, contagiado por una euforia
masiva, otorgaron incluso un carácter sacramental a un documento que no podía
sino ser simbólico, el por ellos llamado “mandato del 16-J”. La derrota en las
calles, sufrida por muchachos mártires sin más armas que escudos de cartón, fue
considerada por el extremismo opositor como la negación de toda salida
electoral. Fue así que sin mística ni fuerza, la oposición regaló a Maduro las
elecciones municipales y regionales.
A
pesar de todo la MUD tuvo una posibilidad de oro para recuperar la vía
política. Fue después del fracaso del “diálogo” de Santo Domingo. Las demandas
no aceptadas por la dictadura ofrecían, en verdad, un magnífico programa para
convertir a las elecciones presidenciales en un fuerte movimiento social y
político. Pero la incapacidad de elegir un candidato unitario -exigido desde
hacía tiempo por Henrique Capriles- dio al traste con la posibilidad de
propinar a Maduro una fuerte derrota. Pocas veces, creo que nunca, se ha visto
en la historia política una oposición que, habiendo tenido todo en las manos
para alcanzar un triunfo, haya decidido retirarse abandonando la única vía que
conocía, la única donde podía vencer, la única donde podía conservar cierta
unidad.
No voy
a insistir sobre el tema. Así como la oposición nicaragüense está siendo
venezolanizada, la oposición venezolana está siendo cubanizada. Desde Miami,
personajes con peso económico pero sin vinculación social ni política intentan,
como ocurrió con los cubanos, erigirse en dirigentes, amparados en una supuesta
“comunidad internacional” que nunca ha existido ni existirá, dando curso libre
a fantasías que solo pasan por sus cabezas afiebradas. Por mientras, ya sin
esperanzas, la población venezolana se desangra sobre una ola migratoria sin
precedentes en la historia latinoamericana.
Queda
todavía una oportunidad, la única posible para no perder lo poco que queda de
la oposición venezolana. Hacia diciembre asoman nuevas elecciones. Por cierto,
no hay ninguna razón para ser demasiado optimistas con respecto a una salida
unitaria. La palabra unidad ha llegado a ser un comodín para salir del paso,
aún para políticos que han hecho todo lo posible para romper con la unidad. La
mayoría de los líderes opositores siguen sumidos en ese limbo de la nada al que
los llevó el abstencionismo del 20-M. Nadie se atreve a tomar una iniciativa
que no sea la de hacer frases “dignas” o llamar a paros destinados a parar a un
país parado. Después del 20-M la situación no puede ser más deprimente.
Pero
quizás, como en todas las cosas de la vida, hay que conservar todavía un gramo
de esperanza. Lo digo, claro está, solo por decir algo.
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