Francisco Fernández-Carvajal 02 de septiembre de 2018
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Jesús misericordioso. Imitarle.
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Preocuparnos por la situación espiritual de quienes nos rodean.
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Otras manifestaciones de la misericordia.
I. Volvió
Jesús de Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en
la sinagoga el sábado1.
Allí le entregaron el libro del Profeta Isaías para que leyera. Jesús abrió el
libro por un pasaje directamente mesiánico: El Espíritu Santo está
sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres; me ha enviado
para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos,
para poner en libertad a los oprimidos, y para promulgar el año de gracia del
Señor.
Jesús,
enrollando el libro, lo devolvió y se sentó. Había una gran expectación entre
sus vecinos, con los que había convivido tantos años: Todos en la
sinagoga tenían los ojos fijos en Él. Muy probablemente estaría presente la
Virgen. Entonces, el Señor les dijo con toda claridad: Hoy se ha
cumplido esta Escritura que acabáis de oír.
Isaías2 anunciaba
en este pasaje la llegada del Mesías que libraría a su pueblo de sus
aflicciones. Las palabras del Señor «son su primera declaración mesiánica, a la
que siguen los hechos y palabras conocidas a través del Evangelio. Mediante
tales hechos y palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres. Es
altamente significativo –sigue comentando Juan Pablo II– que estos hombres sean
en primer lugar los pobres carentes de medios de subsistencia, los privados de
libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en
aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social, y finalmente los
pecadores. Con relación a estos especialmente, Cristo se convierte sobre todo
en signo legible de Dios que es amor»3.
Más
tarde, cuando los enviados del Bautista le preguntan si Él es el Cristo o si
han de esperar a otro, Jesús les responde que comuniquen a Juan lo que han
visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan
limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son
evangelizados...4.
El
amor de Cristo se expresa particularmente en el encuentro con el sufrimiento,
en todo aquello en que se manifiesta la fragilidad humana, tanto física como
moral. De esta manera revela la actitud continua de Dios Padre hacia nosotros,
que es amor5 y rico
en misericordia6.
La
misericordia será el núcleo fundamental de su predicación y la razón principal
de sus milagros. También la Iglesia «abraza con su amor a todos los afligidos
por la debilidad humana; más aún, en los pobres y en los que sufren reconoce la
imagen de su Fundador, pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus
necesidades y procura servir en ellos a Cristo»7.
¿Y qué
otra cosa haremos nosotros si queremos imitar al Maestro y ser buenos hijos de
la Iglesia? Cada día se nos presentan incontables ocasiones de poner en
práctica la enseñanza de Jesús acerca de nuestro comportamiento ante el dolor y
la necesidad. Y esta actitud compasiva y misericordiosa ha de ser en primer
lugar con los que habitualmente tratamos, con quienes Dios ha puesto a nuestro
cuidado y con los más necesitados. Pensemos hoy junto al Señor cómo es nuestro
trato con estas personas y con todos. ¿Sé darme cuenta de su dolor –físico o
moral–, de su cansancio o de la necesidad que padecen? ¿Me presto con solicitud
a darles la ayuda que precisan? ¿Procuro aliviarles de sus males o de la carga
que llevan, sobre todo cuando les resulta excesivamente pesada?
II. ...me
ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la
redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en
libertad a los oprimidos... No hay pobreza mayor que la que provoca la
falta de fe, ni cautividad y opresión más grandes que las que el demonio ejerce
en quien peca, ni ceguera más completa que la del alma que ha quedado privada
de la gracia: «el pecado produce la más dura tiranía», afirma San Juan
Crisóstomo8.
Si la
mayor desgracia, el peor de los desastres, es alejarse de Dios, nuestra mayor
obra de misericordia será en muchas ocasiones acercar a los sacramentos,
fuentes de Vida, y especialmente a la Confesión, a nuestros familiares y
amigos. Si sufrimos con sus penas, enfermedades y desgracias, ¿cómo no nos
dolerá si vemos que no conocen a Jesucristo, que no le tratan o que le han
dejado? La verdadera compasión comienza por la situación espiritual de su alma,
que hemos de procurar remediar con la ayuda de la gracia. ¡Qué gran obra de
misericordia es el apostolado!
Toda
miseria moral, cualquiera que sea, reclama nuestra compasión. Así, entre estas
obras que, por vía de ejemplo, ha señalado desde antiguo la Iglesia, está
«enseñar al que no sabe». Cuando el número de analfabetos ha decrecido en
tantos países, ha aumentado en proporciones asombrosas la
ignorancia religiosa, incluso en naciones de antigua tradición cristiana. «Por
imposición laicista o por desorientación y negligencia lamentables, multitudes
de jóvenes bautizados están llegando a la adolescencia con total
desconocimiento de las más elementales nociones de la Fe y de la Moral y de los
rudimentos mínimos de la piedad. Ahora, enseñar al que no sabe significa, sobre
todo, enseñar a los que nada saben de religión, significa «evangelizarles», es
decir, hablarles de Dios y de la vida cristiana. La catequesis ha pasado a ser
en la actualidad una obra de misericordia de primera importancia»9.
¡Cuánto
bien hace la madre que enseña el catecismo a sus hijos, y quizá a los amigos de
sus hijos! ¡Qué recompensa tan grande dará el Señor a quienes prestan con
generosidad su tiempo en una labor de catequesis, y a quienes aconsejan el
libro oportuno que ilustra la inteligencia y mueve los afectos del corazón! Es
abrirles el camino que lleva a Dios; no tienen una necesidad mayor.
III.
Imitar a Jesús en su actitud misericordiosa hacia los más necesitados nos
llevará en muchas ocasiones a dar consuelo y compañía a quienes se encuentran
solos, a los enfermos, a quienes sufren una pobreza vergonzante o descarada.
Haremos nuestro su dolor, les ayudaremos a santificarlo, y procuraremos
remediar ese estado en el modo en que nos sea posible. Cuánto puede confortar a
estas personas un rato de compañía –buscado quizá con espíritu de sacrificio, a
la salida del trabajo, cuando lo que apetecía era descansar, etc.–, con una
conversación sencilla y amable, bien preparada, en la que el sentido
sobrenatural que procuramos dar a nuestras palabras y comentarios –de noticias
positivas, de iniciativas de apostolado– deja en el enfermo o en el anciano una
luz de fe y confianza en Dios; con delicadeza y oportunidad, nos atreveremos a
prestar algunos servicios, a arreglarle la cama, a leer un rato algún libro
piadoso ameno, incluso divertido10.
Cada
día es más necesario pedir al Señor un corazón misericordioso para todos, pues
en la medida en que la sociedad se deshumaniza, los corazones se vuelven duros
e insensibles. La justicia es virtud fundamental; pero la justicia sola no
basta: se precisa además la caridad. Por mucho que mejorase la legislación
laboral y social, siempre será necesario el calor del corazón humano, fraternal
y amigo, que se acerca a esas situaciones a las que la mera justicia no llega,
pues la misericordia «no se limita a socorrer al necesitado de bienes
económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo
en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador»11.
La
misericordia nos lleva a perdonar con prontitud y de corazón, aunque quien
ofende no manifieste arrepentimiento por su falta o rechace la reconciliación.
El cristiano no guarda rencores en su alma; no se siente enemigo de nadie. Nos esforzaremos
en querer a quienes son desgraciados por su propia culpa, incluso por su propia
maldad. El Señor solo nos preguntará si esa persona es desgraciada, si sufre,
«pues eso basta para que sea digno de su interés. Esfuérzate sin duda en
protegerlo contra sus malas pasiones, pero desde el momento en que sufre, sé
misericordioso. Amarás a tu prójimo, no cuando lo merezca, sino porque es tu
prójimo»12.
El
Señor nos pide una actitud compasiva que se extienda a todas las
manifestaciones de la vida. También en el juicio sobre el prójimo, a quien
hemos de mirar desde el ángulo en el que queda más favorecido. «Aunque vierais
algo malo –aconseja San Bernardo– no juzguéis al instante a vuestro prójimo,
sino más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la intención, si no podéis
excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o
por desgracia. Si la cosa es tan clara que no podéis disimularla, aun entonces
creedlo así, y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido muy
fuerte»13.
Frecuentemente
hemos de recordar que, si somos misericordiosos, obtendremos del Señor esa
misericordia para nuestra vida que tanto necesitamos, particularmente para esas
flaquezas, errores y fragilidades, que Él bien conoce. Esa confianza en la
infinita compasión de Dios nos llevará a permanecer siempre muy cerca de Él.
María, Reina
y Madre de Misericordia, nos dará un corazón capaz de compadecerse
eficazmente de quienes sufren a nuestro lado.
1 Evangelio
de la Misa. Lc 4, 16-30. —
2 Cfr. Is 61,
1-2 —
4 Lc 7, 22 ss. —
5 1 Jn 4, 16. —
6 Ef 2, 4. —
8 San
Juan Crisóstomo, Comentario al Salmo 126. —
9 J.
Orlandis, 8 Bienaventuranzas, pp. 104-105. —
10 Cfr. Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la limosna, en F. Fernández-Carvajal, Antología
de textos, Palabra, 14ª ed., Madrid 2003, n. 355-1. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 72. —
12 G.
Chevrot, Las Bienaventuranzas, Rialp, 8ª ed., Madrid 1981,
p. 170. —
13 San
Bernardo, Sermón sobre el Cantar de los Cantares, 40.
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