Francisco Fernández-Carvajal 17 de diciembre de 2018
—
Jesús, Hijo Unigénito del Padre.
—
Perfecto Dios y hombre perfecto. Se hace Niño para que nos acerquemos a Él con
confianza. Especiales relaciones con Jesucristo.
— La
Humanidad Santísima del Señor, camino hacia la Trinidad. Imitar a Jesús.
Conocerle mejor mediante la lectura del Santo Evangelio. Meditar su vida.
I. Tú
eres mi hijo: yo te he engendrado hoy1,
leemos en la Antífona de entrada de la Primera Misa de Navidad, con palabras
del Salmo II. «El adverbio hoy habla de la eternidad, el hoy
de la Santísima e inefable Trinidad»2.
Durante
su vida pública, Jesús anunció muchas veces la paternidad de Dios con relación
a los hombres, remitiéndose a las numerosas expresiones que se contienen en el
Antiguo Testamento.
Sin
embargo, «para Jesús, Dios no es solamente “el Padre de Israel, el Padre de los
hombres”, sino mi Padre. Mío: precisamente por esto los judíos
querían matar a Jesús, porque llamaba a Dios su Padre (Jn 5,
18). Suyo en sentido totalmente literal: Aquel a quien solo el Hijo conoce como
Padre, y por quien solo y recíprocamente es conocido (...). Mi Padre es
el Padre de Jesucristo. Aquel que es el Origen de su ser, de su misión
mesiánica, de su enseñanza»3.
Cuando,
en las proximidades de Cesarea de Filipo, Simón Pedro confiesa: Tú eres
el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Jesús le responde: Bienaventurado
tú... porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi
Padre...4,
porque solo el Padre conoce al Hijo, lo mismo que solo el
Hijo conoce al Padre5.
Solo el Hijo da a conocer al Padre: el Hijo visible hace ver al Padre
invisible. El que me ha visto a mí, ha visto al Padre6.
El
Niño que nacerá en Belén es el Hijo de Dios, Unigénito, consustancial al Padre,
eterno, con su propia naturaleza divina y la naturaleza humana asumida en el
seno virginal de María. Cuando en esta Navidad le miremos y le veamos inerme en
los brazos de su Madre no olvidemos que es Dios hecho hombre por amor a
nosotros, a cada uno de nosotros.
Y al
leer en estos días con profunda admiración las palabras del Evangelio y habitó
entre nosotros, o al rezar el Ángelus, tendremos una buena
ocasión para hacer un acto de fe profundo y agradecido, y de adorar a la
Humanidad Santísima del Señor.
II.
Jesús nos vino del Padre7,
pero nos nació de una mujer: Al llegar la plenitud de los tiempos envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer8,
dice San Pablo. Los textos proféticos anunciaban que el Mesías descendería del
Cielo, igual que la lluvia, y había de surgir de la tierra como un germen9.
Será el Dios fuerte y a la vez un niño, un hijo10.
De sí mismo dirá Jesús que vino de arriba11,
y al mismo tiempo nació de la semilla de David12: Brotará
una vara del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago13.
Nacerá de la tierra, de esta tierra terrena.
En el
Evangelio de la Misa de la Vigilia de Navidad leeremos la genealogía humana de
Jesús14. El Espíritu Santo ha querido mostrarnos cómo el Mesías se ha
entroncado en una familia y en un pueblo, y a través de él en toda la
humanidad. María le dio a Jesús, en su seno, su propia sangre: sangre de Adán,
de Farés, de Salomón...
El
Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros15;
se hizo hombre, pero no por eso dejó de ser Dios. Jesucristo es perfecto hombre
y Dios perfecto.
Después
de su Resurrección, como se movía el Señor con tan milagrosa agilidad y se
aparecía de modo tan inexplicable, quizá pensara algún discípulo que Jesús era
una especie de espíritu. Entonces, Él mismo disipó esas dudas para siempre. Les
dijo: Palpad y ved; porque los espíritus no tienen carne y huesos como
veis que yo tengo16.
A continuación le dieron un trozo de pez asado, y, tomándolo, comió
delante de ellos.
Juan
estaba presente, y le vio comer, como tantas veces le había visto antes. Ya
jamás le abandonó la certeza abrumadora de esa carne que hemos visto
con nuestros propios ojos, que contemplamos y tocaron nuestras manos17.
Dios
se hizo hombre en el seno de María. No apareció de pronto en la tierra como una
visión celestial, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando
nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de una mujer. Con ello se
distingue también la generación eterna (su condición divina, la preexistencia
del Verbo) de su nacimiento temporal. En efecto, Jesús, en cuanto Dios, es
engendrado misteriosamente, no hecho, por el Padre desde toda la eternidad. En
cuanto hombre, sin embargo, nació, «fue hecho», de Santa María Virgen en un
momento concreto de la historia humana. Por tanto, Santa María Virgen, al ser
Madre de Jesucristo, que es Dios, es verdadera Madre de Dios, tal como se
definió dogmáticamente en el Concilio de Éfeso18.
Miramos
al Niño que nacerá dentro de pocos días en Belén de Judá, y nosotros sabemos
bien que Él es «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana»19.
De este Niño depende toda nuestra existencia: en la tierra y en el Cielo. Y
quiere que le tratemos con una amistad y una confianza únicas. Se hace pequeño
para que no temamos acercarnos a Él.
III. El
Padre predestinó a los hombres a ser conformes con la imagen de su
Hijo, para que este sea primogénito entre muchos hermanos20.
Nuestra vida debe ser una continua imitación de Su vida aquí en la tierra. Él
es nuestro Modelo en todas las virtudes y tenemos con Él relaciones que no
poseemos respecto de las demás Personas de la Santísima Trinidad. La gracia
conferida al hombre por los sacramentos no es meramente «gracia de Dios», como
aquella que adornó el alma de Adán, sino, en sentido verdadero y propio,
«gracia de Cristo».
Fue
Cristo un hombre, un hombre individual, con una familia y con una patria, con
sus costumbres propias, con sus fatigas y preferencias particulares; un hombre
concreto, este Jesús21.
Pero, al mismo tiempo, dada la transcendencia de su divina Persona, pudo y
puede acoger en sí todo lo humano recto, todo cuanto de los hombres es
asumible. No hay en nosotros un solo pensamiento o sentimiento bueno que Él no
pueda hacer suyo, no existe ningún pensamiento o sentimiento suyo que no
debamos nosotros esforzarnos en asimilar. Jesús amó profundamente todo lo
verdaderamente humano: el trabajo, la amistad, la familia; especialmente a los
hombres, con sus defectos y miserias. Su Humanidad Santísima es nuestro camino
hacia la Trinidad.
Jesús
nos enseña con su ejemplo cómo hemos de servir y ayudar a quienes nos
rodean: os he dado ejemplo, nos dice, a fin de que, como yo
he obrado, hagáis vosotros también22.
La caridad es amar como yo os he amado23. Vivid
en caridad como Cristo nos amó24,
dice San Pablo. Y para exhortar a los primeros cristianos a la caridad y a la
humildad, les dice simplemente: Tened los mismos sentimientos que tuvo
Cristo Jesús25.
Cristo
es nuestro Modelo en el modo de vivir las virtudes, en el trato con los demás,
en la manera de realizar nuestro trabajo, en todo. Imitarle es penetrarse de un
espíritu y de un modo de sentir que deben informar la vida de cualquier
cristiano, sean cuales sean sus cualidades, su estado de vida, o el puesto que
ocupe en la sociedad.
Para
imitar al Señor, para ser verdaderamente discípulos suyos, «hay que mirarse
en Él. No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que
hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar
su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad,
paz.
»Cuando
se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su
existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de
meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su
muerte y su resurrección»26.
Solo así tendremos a Cristo en nuestra mente y en nuestro corazón.
En
estos días, mediante la lectura y meditación del Evangelio, nos será fácil
contemplar a Jesús Niño en la gruta de Belén, rodeado de María y José.
Aprenderemos grandes lecciones de desprendimiento, de humildad y de
preocupación por los demás. Los pastores nos enseñarán la alegría de encontrar
a Dios, y los Magos, cómo hemos de adorarle..., y nos sentiremos reconfortados
para seguir avanzando en nuestro camino.
Si nos
acostumbramos a leer y a meditar con atención cada día el Santo Evangelio, nos
meteremos de lleno en la vida de Cristo, le conoceremos cada día mejor y, casi
sin darnos cuenta, nuestra vida será un reflejo en el mundo de la Suya.
1 Sal 2, 1. —
2 Juan
Pablo II, Audiencia general, 16-X-1985. —
3 Ibídem.
—
4 Mt 16,
16-17. —
5 Mt 11,
27. —
6 Jn 14,
9. —
7 Cfr. Jn 6, 29. —
8 Gal 4, 4. —
9 Is 44, 8. —
10 Is 9, 6. —
11 Jn 8, 23. —
12 Rom 1, 4. —
13 Is 11, 1. —
14 Mt 1, 1-25. —
15 Jn 1, 14. —
16 Lc 24, 37. —
17 1 Jn 1, 1. —
18 Dz-Sch 252. —
20 Rom 8,
29. —
21 Hech 2, 32. —
22 Jn 13, 15. —
23 Jn 13, 34. —
24 Ef 5, 1. —
25 Flp 2, 5. —
26 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 107.
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