Francisco Fernández-Carvajal 13 de diciembre de 2018
— El
amor al Señor y el peligro de la tibieza.
—
Causas de la tibieza.
—
Remedios contra esta grave enfermedad del alma.
I. El
que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida. Será como un árbol plantado al
borde de la acequia: da fruto en su sazón, no se marchitan sus hojas1.
Nuestra
vida no tiene sentido si no es junto al Señor. ¿A dónde iremos, Señor?
Solo Tú tienes palabras de vida eterna2.
Nuestros éxitos, la felicidad humana que podamos acaparar es paja que
arrebata el viento3.
Verdaderamente, podemos decirle al Señor en nuestra oración personal: «Quédate
con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas y solo Tú eres luz,
solo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume. Porque entre todas las cosas
hermosas y honestas no ignoramos cuál es la primera: poseerte siempre a Ti,
Señor»4.
Él
viene a traernos un amor que lo penetra todo como el fuego y a darle sentido a
nuestra vida sin sentido. Amor exigente es el del Señor, que pide siempre más y
nos lleva a crecer en finura del alma con Dios y a dar muchos frutos.
Todo
cristiano lleno de amor a Dios es el árbol frondoso del que
nos habla el salmo responsorial, que no se seca jamás. Cristo mismo es quien le
da vida. Pero si el cristiano deja que el amor se enfríe, que penetre en su
alma el aburguesamiento, vendrá esa grave enfermedad interior que le
dejará como paja que arrebata el viento: es la tibieza, que vuelve
la vida desamorada y sin sentido, aunque externamente pueda parecer que nada ha
cambiado. Cristo queda como oscurecido, por descuido culpable, en la mente y en
el corazón: no se le ve ni se le oye. Queda entonces en el alma un vacío de
Dios que se intentará llenar de otras cosas, que no son Dios y no llenan, y un
especial y característico desaliento impregna toda la vida de piedad. Se pierde
la prontitud y la alegría de la entrega, y la fe queda adormecida, precisamente
porque se ha enfriado el amor.
Si en
algún momento notáramos que nuestra vida íntima se aleja de Dios, hemos de
saber que, si ponemos los medios, todas las enfermedades del alma tienen
curación. Las enfermedades del amor, también. Siempre se puede volver a
descubrir aquel tesoro escondido, Cristo, que una vez dio sentido a la vida.
Más fácil en los comienzos de la enfermedad, pero también más adelante, como en
el caso de aquel leproso de que nos habla San Lucas5,
que estaba cubierto de lepra, totalmente enfermo. Pero un día
decidió acercarse de verdad y humildemente a Cristo y encontró la curación.
«Preguntaron
al Amigo que cuál era la fuente del amor. Respondió que aquella en donde el
Amado nos ha limpiado de nuestras culpas, y en la cual da de balde el agua
viva, de la cual, quien bebe, logra la vida eterna en amor sin fin»6.
En la oración abierta y franca y en los sacramentos nos espera siempre el
Señor.
II. Como
paja que arrebata el viento. Sin peso y sin frutos. Por faltas aisladas no
se cae necesariamente en la tibieza. Esta enfermedad del alma «se caracteriza
por no tomar en serio, de un modo más o menos consciente, los pecados veniales,
un estado sin celo por parte de la voluntad. No es tibieza el sentirse y
hallarse en estado de sequedad, de desconsuelo y de repugnancia de sentimientos
contra lo religioso y lo divino, porque, a pesar de todos estos estados, puede
subsistir el celo de la voluntad, el querer sincero. Tampoco es tibieza el
incurrir con frecuencia en pecados veniales, con tal de que se arrepienta uno
seriamente de ellos y los combata. Tibieza es el estado de una falta de celo
consciente y querida, una especie de negligencia duradera o de vida de piedad a
medias, fundada en ciertas ideas erróneas: que no debe ser uno minucioso, que
Dios es demasiado grande para ser tan exigente en las cosas pequeñas, que otros
también lo practican así, y excusas semejantes»7.
La
tibieza nace de una dejadez prolongada en la vida interior. Suele ir precedida
siempre de un conjunto de pequeñas infidelidades, cuya culpa –no zanjada– está
influyendo en las relaciones de esa alma con Dios.
La
dejadez se expresa en el descuido habitual de las cosas pequeñas, en la falta
de contrición ante los errores personales, en la falta de metas concretas en el
trato con el Señor. Se vive sin verdaderos objetivos en la vida interior que
atraigan e ilusionen. «Se va tirando». Se ha dejado de luchar por ser mejores,
o se lleva una lucha ficticia o ineficaz8.
Se abandona la mortificación, y «con el cuerpo pesado y harto de mantenimiento,
muy mal aparejado está el ánimo para volar a lo alto»9.
El
estado de tibieza se parece a una pendiente inclinada que cada vez va separando
más de Dios. Casi insensiblemente nace una cierta preocupación por no
excederse, por quedarse en el límite, en lo suficiente para no caer en el
pecado mortal, aunque se descuida y se acepta sin dificultad el venial.
El
alma tibia justifica esta actitud de poca lucha y de falta de exigencia
personal con razones de naturalidad, de eficacia, de trabajo, de salud, etc.,
que ayudan al tibio a ser indulgente con sus pequeños afectos desordenados,
apegos a personas o cosas, comodidades que llegan a presentarse como una
necesidad subjetiva. Las fuerzas del alma se van debilitando cada vez más.
Cuando
hay tibieza, falta un verdadero culto interno a Dios en la Santa Misa; las
Comuniones suelen estar acompañadas de una gran frialdad por falta de amor y de
preparación. La oración suele ser vaga, difusa, dispersa: no hay un verdadero
trato personal con el Señor. El examen –consecuencia de una especial
sensibilidad– queda ahora abandonado, bien porque se deja de hacer, o porque se
hace de modo rutinario, sin fruto.
En ese
triste estado, el tibio pierde el deseo de un acercamiento profundo a Dios (que
prácticamente se da por imposible): «Me duele ver el peligro de tibieza en que
te encuentras –se dice en Camino– cuando no te veo ir seriamente a
la perfección dentro de tu estado»10.
En
resumen: «Eres tibio si haces perezosamente y de mala gana las cosas que se
refieren al Señor; si buscas con cálculo o “cuquería” el modo de disminuir tus
deberes; si no piensas más que en ti y en tu comodidad; si tus conversaciones
son ociosas y vanas; si no aborreces el pecado venial; si obras por motivos
humanos»11.
Luchemos
para no caer jamás en esa enfermedad del alma, estemos alerta para percibir los
primeros síntomas, acudamos con prontitud a Santa María. Ella aumenta siempre
nuestra esperanza, y nos trae la alegría del nacimiento de Jesús: Alégrate
y goza, hija de Jerusalén: mira a tu Rey que viene; no temas, Sión, tu salvación
está cerca12.
Nuestra
Señora, cuando acudimos a Ella, nos lleva a su Hijo.
III.
Fomentar el espíritu de lucha, nos llevará a cuidar cada día el examen de conciencia.
De ahí sacaremos frecuentemente un punto en el que mejorar para el día
siguiente y un acto de contrición por las cosas en que aquel día no fuimos del
todo fieles al Señor. Este amor vigilante, deseo eficaz de buscar al Señor a lo
largo del día, es el polo opuesto a la tibieza, que es dejadez, falta de
interés, pereza y tristeza en nuestras obligaciones de piedad para con Él.
Este
deseo de lucha no nos llevará siempre a la victoria: habrá fracasos, pero el
desagravio y la contrición nos acercarán más a Dios. La contrición rejuvenece
el alma.
«Ante
nuestras miserias y nuestros pecados, ante nuestros errores –aunque, por la
gracia divina, sean de poca monta–, vayamos a la oración y digamos a nuestro
Padre: ¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad, en este pobre barro mío de
vasija rota, Señor, colócame unas lañas y –con mi dolor y con tu perdón– seré
más fuerte y más gracioso que antes! Una oración consoladora, para que la
repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro»13.
Y, de
nuevo, cerca de Cristo. Con una alegría nueva, con una humildad nueva.
Humildad, sinceridad, arrepentimiento... y volver a empezar. Hay que saber
empezar una vez más; todas cuantas veces haga falta. Dios cuenta con nuestra
fragilidad.
Dios
perdona siempre, pero es preciso levantarse, arrepentirse, ir a la Confesión
cuando sea necesario. Hay una alegría profunda, incomparable, cada vez que
recomenzamos. A lo largo de nuestra vida hemos de hacerlo muchas veces, porque
faltas las habrá siempre y tendremos deficiencias, fragilidades, pecados. Quizá
este rato de oración nos puede servir para recomenzar una vez más. El Señor
cuenta con nuestros fracasos, pero también espera de nosotros muchas pequeñas
victorias a lo largo de nuestros días. Así no caeremos en el aburguesamiento,
en la dejadez, en el desamor.
1 Salmo
responsorial de la Misa, Sal 1, 1-4. —
2 Cfr. Jn 6,
68. —
3 Salmo
responsorial. —
4 San
Gregorio Nacianceno, Epístola, 212. —
5 Cfr. Lc 5,
12-13. —
6 R.
Llull, Libro del Amigo y del Amado, 115. —
7 B.
Baur, La confesión frecuente, p. 103.
—
8 Cfr. F.
Fernández Carvajal, La tibieza, pp. 28-42. —
9 San
Pedro de Alcántara, Trat. de la oración y meditación, 2, 3.
—
10 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 326. —
11 Ibídem,
n. 331. —
12 Antífona
2 de las lecturas del Oficio divino. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 95.
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