Francisco Fernández-Carvajal 19 de febrero de 2019
— La
guarda de la vista.
— En
medio del mundo, sin ser mundanos.
— Un
cristiano no asiste a lugares o espectáculos que desdicen de su condición de
discípulo de Cristo.
I. Llegó
Jesús a Betsaida con sus discípulos, y enseguida le llevaron un ciego para
que lo tocara. El Señor tomó de la mano al ciego y lo sacó fuera de la
aldea, y allí hizo lodo con saliva y lo puso en sus ojos; a continuación le
impuso las manos y le preguntó si veía algo. El ciego, alzando la mirada,
dijo: Veo a los hombres como árboles que andan. Y después de
imponerle de nuevo las manos, el ciego comenzó a ver, de manera que
veía con claridad todas las cosas1.
Las
curaciones del Señor solían ser instantáneas. Esta, sin embargo, tuvo un
pequeño proceso, porque quizá la fe del ciego al comienzo era débil, y Jesús
quería curar a la vez alma y cuerpo2.
Ayudó a este hombre, al que con tanta piedad tomó de la mano, para que su fe se
fortaleciera. Pasar de no tener luz alguna a ver algo borroso ya era algo, pero
el Maestro quería darle una mirada clara y penetrante para que pudiera
contemplar las maravillas de la creación. Muy probablemente, lo primero que vio
con claridad aquel ciego fue el rostro de Jesús, que le miraba complacido.
Lo
sucedido con este hombre ciego para las cosas materiales nos puede servir para
considerar la ceguera espiritual; con frecuencia nos encontramos a muchos
ciegos espirituales que no ven lo esencial: el rostro de Cristo, presente en la
vida del mundo. El Señor habló muchas veces de este tipo de ceguera, cuando
decía a los fariseos que eran ciegos3 o
cuando se refería a quienes tienen los ojos abiertos pero no ven4.
Es un gran don de Dios mantener la mirada limpia para el bien, para encontrar a
Dios en medio de los propios quehaceres, para ver a los hombres como hijos de
Dios, para penetrar en lo que verdaderamente vale la pena..., incluso para
contemplar, junto a Dios y desde Dios, la belleza divina que dejó como un
rastro en las obras de la creación. Por otra parte, es necesario tener la
mirada limpia para que el corazón pueda amar, para mantenerlo joven, como Dios
desea.
Muchos
hombres no están ciegos del todo, pero tienen una fe muy débil y una mirada
apagada para el bien, que apenas vislumbran en el horizonte de su vida. Estos
cristianos apenas se dan cuenta del valor de la presencia de Cristo en la
Sagrada Eucaristía, el inmenso bien del sacramento de la Penitencia, el valor
infinito de una sola Misa, la belleza del celibato apostólico... Les falta
limpieza de alma y una mayor vigilancia en la guarda de los sentidos –que son
como las puertas del alma–, y de modo particular de la vista.
El
alma que comienza a tener vida interior aprecia el tesoro que lleva en su
corazón y cada día evita con más esmero la entrada en el alma de imágenes que
imposibiliten o entorpezcan el trato con Dios. No se trata de «no ver» –porque
necesitamos la vista para andar en medio del mundo, para trabajar, para
relacionarnos–, sino de «no mirar» lo que no se debe mirar, de ser limpios de
corazón, de vivir sin rarezas el necesario recogimiento. Y esto al ir por la
calle, en el ambiente en el que nos movemos, en las relaciones sociales. Mirada
limpia no solo en aquello que se refiere directamente a la lujuria –que ciega
para los bienes sobrenaturales, e incluso para los auténticos valores humanos–,
sino en otros campos que también caen dentro de la «concupiscencia de los
ojos»: afán de poseer ropas, objetos, determinadas comidas o bebidas... La
lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará
iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas5.
¡Qué
pena si alguna vez –por no haber sido delicadamente fieles en esta materia– en
vez de ver el rostro de Cristo con claridad vislumbráramos solo una imagen
desdibujada y lejana! Examinemos hoy en nuestra oración cómo vivimos esa
«guarda de la vista», tan necesaria para la vida sobrenatural, para ver a Dios.
Quien no tiene esa mirada limpia, su visión es borrosa y frecuentemente
deforme.
II. El
cristiano ha de saber –poniendo los medios necesarios– quedar a salvo de esa
gran ola de sensualidad y consumismo que parece querer arrasarlo todo. No
tenemos miedo al mundo porque en él hemos recibido nuestra llamada a la
santidad, ni tampoco podemos desertar, porque el Señor nos quiere como fermento
y levadura; los cristianos «somos una inyección intravenosa puesta en el
torrente circulatorio de la sociedad»6.
Pero estar en medio del mundo no quiere decir ser frívolos y mundanos: no
te pido que los saques del mundo -pidió Jesús al Padre-, sino
que los preserves del mal7.
Debemos estar vigilantes, con una auténtica vida de oración y sin olvidar que
las pequeñas mortificaciones –y las grandes, cuando lleguen y cuando el Señor
las pida– han de mantenernos siempre en guardia, como el soldado que no se deja
vencer por el sueño, porque es mucho lo que depende de su vigilia.
Los
Apóstoles alertaron a quienes se convertían a la fe para que vivieran la
doctrina y la moral de Cristo, en un ambiente pagano bastante parecido al que
en estos tiempos nos rodea8.
Si alguno no luchara de una manera decidida sería arrastrado por ese clima de
materialismo y de permisivismo. Incluso en los países de honda tradición
cristiana es patente cómo se han extendido modos de vivir y de pensar en
oposición abierta con las exigencias morales de la fe cristiana y hasta de la
misma ley natural.
Los
propagadores del nuevo paganismo han encontrado un eficaz aliado en esas
diversiones de masas, que ejercen un gran influjo en el ánimo de los
espectadores. Con mayor abundancia en los últimos años, proliferan estos
espectáculos que, bajo las más variadas excusas o sin excusa alguna, fomentan
la concupiscencia y un estado interior de impureza que da lugar a muchos
pecados internos y externos contra la castidad. A un alma que viviera en ese
clima sensual le sería imposible seguir a Cristo de cerca... y quizá tampoco de
lejos. No es raro que, junto a la procacidad e impureza en la forma o en el
fondo, esas representaciones traten de ridiculizar la religión y las verdades
más santas del Cristianismo, y hagan alarde de irreligiosidad y de ateísmo, con
un lenguaje blasfemo o unas actitudes irreverentes.
Los
Santos Padres utilizaron en su predicación palabras duras para apartar a los
primeros cristianos de los espectáculos y diversiones inmorales9.
Y aquellos fieles supieron prescindir –con soltura, porque así lo pedían los
nuevos ideales que habían encontrado al conocer a Cristo– de los esparcimientos
que podían desdecir de su afán de santidad o poner en peligro su alma, hasta el
punto de que, no pocas veces, los paganos se daban cuenta de la conversión de
un amigo, de un pariente o de un vecino porque dejaba de asistir a aquellos
espectáculos10, poco coherentes o abiertamente opuestos a la delicadeza de
conciencia de una persona que ha encontrado en su vida a Cristo.
¿Ocurre
con nosotros algo semejante? ¿Sabemos cortar con diversiones, o dejamos de
asistir a lugares que desdicen de un cristiano? ¿Cuidamos la fe y la santa
pureza de los hijos, de los hermanos más pequeños, por ejemplo cuando un
programa de televisión es inconveniente? Pidamos al Señor una delicada
conciencia para apartar con firmeza, sin titubeos, lo que nos separe de Él o
enfríe nuestro afán de seguirle.
III. El
Cristianismo no ha cambiado: Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre11,
y nos pide la misma fidelidad, fortaleza y ejemplaridad que pedía a los
primeros discípulos. También ahora deberemos navegar contra corriente en muchas
ocasiones; y pueden darse situaciones que quizá nuestros amigos no entiendan en
un primer momento, pero que frecuentemente son el primer paso para acercarlos
al Señor y para que se decidan a vivir una honda vida cristiana.
Nuestra
lealtad con Dios nos ha de llevar a evitar las ocasiones de peligro para el
alma. Por esto, antes de ver la televisión o de acudir a una diversión hay que
tener la seguridad de que no será ocasión de pecado. En la duda debemos
prescindir de esos entretenimientos, y si –por estar mal informados– se
asistiera a un espectáculo que desdice de la moral, la conducta que sigue un
buen cristiano es levantarse y marcharse: si tu ojo derecho te es
ocasión de escándalo, arráncatelo y tíralo lejos de ti12.
No asistir o marcharse, sin miedo a «parecer raros» o poco naturales, pues lo
poco natural en un seguidor de Jesucristo es precisamente lo contrario.
Para
vivir como verdaderos cristianos debemos pedir al Señor la virtud de la
fortaleza, de no transigir con nosotros mismos y saber hablar con claridad a
los demás, sin miedo al qué dirán, aunque parezca que no van a
entender lo que les decimos. Las palabras, acompañadas del ejemplo y de una
actitud llena de seguridad y de alegría, les ayudarán a comprender y a buscar
una vida más firme, una mejor formación. Y si alguno objetara que está inmune
al influjo de esas diversiones, cuando sea oportuno le podremos recordar cómo,
de modo imperceptible, se va creando en el alma una corteza que impide el trato
con Dios y la delicadeza y respeto que exige todo amor humano verdadero. Cuando
alguien dice que no le hace daño asistir a esos lugares o ver esos programas,
quizá es señal precisamente de que él necesita más que otros abstenerse de
ellos. Posiblemente tiene ya el alma endurecida y los ojos nublados para el
bien.
Además
de no asistir, de no contribuir ni con una sola moneda al mal, y poner de su
parte, cada uno según sus posibilidades, los medios para evitarlo, los
cristianos deben contribuir positivamente a que existan espectáculos y
diversiones sanas y limpias que sirvan para descansar del trabajo, para
relacionarse y conocerse, para cultivar amenamente el espíritu, etc.
San
José, fiel a su vocación de custodio y protector de Jesús y de María, los amó
con amor purísimo. Pidámosle hoy que sepamos nosotros, con fortaleza, poner los
medios que sean necesarios para poder contemplar a Dios con una mirada clara y
penetrante; que sepamos amar a las criaturas con hondura y limpieza, según la
peculiar vocación recibida de Dios.
1 Cfr. Mc 8,
22-26. —
2 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, 2ª ed., Pamplona 1985,
nota a Mc 8, 22-26. —
3 Mt 15, 14. —
4 Cfr. Mc 4, 12; Jn 9,
39. —
5 Mt 6, 22-23. —
6 San
Josemaría Escrivá, Carta 19-III-1934. —
7 Jn 17,
15. —
8 Cfr. Rom 13,
12-14. —
9 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo,
6, 7. —
10 Cfr. Tertuliano, Sobre
los espectáculos, 24. —
11 Cfr. Heb 13,
8. —
12 Mt 5,
29.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico