Francisco Fernández-Carvajal 20 de febrero de 2019
—
Participación de los fieles en el sacrificio eucarístico.
— El
«alma sacerdotal» del cristiano y la Santa Misa.
—
Vivir la Misa a lo largo del día. Preparación.
I. Caminaba
Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo; en
el camino preguntó a quienes le acompañaban: ¿Quién dicen los hombres
que soy yo?1.
Y los Apóstoles, con toda sencillez, le cuentan lo que se hablaba de Él: unos
decían que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los
Profetas. Corrían sobre Jesús las opiniones más variadas. Entonces Él se
dirige a los suyos de una manera abierta y amable, y les dice: ¿Y
vosotros quién decís que soy yo? No les pide una opinión más o menos
favorable, sino la firmeza de la fe. Después de tanto tiempo con ellos han de
saber quién es Él, sin titubeos, con seguridad. Pedro respondió
enseguida: Tú eres el Cristo.
También
a nosotros tiene el Señor derecho a pedirnos una clara confesión de fe –con
palabras y con obras– en medio de un mundo en el que parece cosa normal la
confusión, la ignorancia y el error. Mantenemos nosotros con Jesús un estrecho
vínculo, que nació en el Bautismo y que ha crecido día a día. En este
sacramento se estableció una íntima y profunda unión con Cristo, porque en él
recibimos su mismo Espíritu y fuimos elevados a la dignidad de hijos de Dios.
Se trata de una comunión de vida mucho más profunda que la que pudiera darse
entre dos seres humanos cualesquiera. Así como la mano unida al cuerpo está
llena de la corriente de vida que fluye de todo el cuerpo, de modo semejante el
cristiano está lleno de la vida de Cristo2.
Él mismo nos enseñó, con una bella imagen, la forma en que estamos unidos a Él: Yo
soy la vid; vosotros los sarmientos...3.
Y es tan fuerte la unión a la que podemos llegar todos los cristianos, si
luchamos por la santidad, que podremos llegar a decir: Vivo, pero no
yo; es Cristo quien vive en mí4.
Esta cercanía con Jesucristo nos debe llenar de alegría, pues si somos parte
viva del Cuerpo Místico de Cristo participamos en todo lo que Cristo realiza.
En
cada Misa, Cristo se ofrece todo entero, también juntamente con la Iglesia, que
es su Cuerpo Místico, formado por todos los bautizados. Por esta unión con
Cristo a través de la Iglesia, los fieles ofrecen el sacrificio juntamente con
Él, y con Él se ofrecen también a sí mismos: participan, por tanto, de la
Misa como oferentes y como ofrendas. Sobre el
altar, Jesucristo hace presentes a Dios Padre los padecimientos redentores y
meritorios que soportó en la Cruz, y también los de sus hermanos. ¿Cabe mayor intimidad,
mayor unión con Cristo? ¿Cabe mayor dignidad? La Santa Misa, bien vivida, puede
cambiar la propia existencia. «Teniendo en nuestras almas los mismos
sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea
una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio para
toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para
purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en
instrumento de apostolado»5.
Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo? En el sacrificio
eucarístico conocemos bien a Cristo. Allí se hace firme nuestra fe, y nos
fortalecemos para confesar abiertamente que Jesucristo es el Mesías, el
Unigénito de Dios, que ha venido para la salvación de todos.
II. La
Santa Misa es ofrecida por los sacerdotes y también por los fieles, pues «por
el carácter que se imprimió en sus almas en el momento del Bautismo participan
del sacerdocio mismo de Cristo»6,
aunque esta participación sea esencialmente diferente de la de quienes han
recibido el sacramento del Orden7.
Solo
por las palabras del sacerdote –en cuanto representa a Cristo–, en el momento
de la Consagración se hace presente el mismo Cristo sobre el altar, pero todos
los fieles participan en esa oblación que se hace a Dios Padre para bien de
toda la Iglesia. Juntamente con el sacerdote ofrecen el sacrificio, uniéndose a
sus intenciones de petición, de reparación, de adoración y de acción de
gracias; más aún, se unen al mismo Cristo, Sacerdote eterno, y a toda la
Iglesia8.
En la
Misa podemos ofrecer cada día todas las cosas creadas9 y
todas nuestras obras: el trabajo, el dolor, la vida familiar, la fatiga y el
cansancio, las iniciativas apostólicas que queremos llevar a cabo en ese día...
El Ofertorio es un momento muy adecuado para presentar
nuestras ofrendas personales, que se unen entonces al sacrificio de Cristo.
¿Qué ponemos cada día en la patena del sacerdote?, ¿qué encuentra allí el
Señor? Llevados por ese «alma sacerdotal», que nos mueve a identificarnos más
con Cristo en medio de la vida corriente, no solo ofreceremos las realidades de
nuestra existencia, sino que nos ofreceremos a nosotros mismos, en lo más
íntimo de nuestro ser.
Orad,
hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre
todopoderoso. El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y
gloria de su Nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia10;
debemos llenar de contenido, y de oración personal, esta como otras oraciones
que se repiten en cada Misa. Acudimos a la Misa para hacer nuestro su
Sacrificio único, de infinito valor. Nos lo apropiamos y nos presentamos ante
la Trinidad Beatísima revestidos de los incontables méritos de Jesucristo
aspirando con certeza al perdón, a una mayor gracia en el alma y a la vida
eterna; adoramos con la adoración de Cristo, satisfacemos con los méritos de
Jesús, pedimos con Su voz, siempre eficaz. Todo lo suyo se hace nuestro. Y todo
lo nuestro se hace suyo: oración, trabajo, alegrías, pensamientos y deseos, que
entonces adquieren una dimensión sobrenatural y eterna. Todo cuanto hacemos
adquiere valor en la medida en que se ofrece con Cristo, Sacerdote y Víctima, sobre
el altar. Cuando buscamos esta intimidad con el Señor, «en la propia vida se
entrelaza lo humano con lo divino. Todos nuestros esfuerzos –aun los más
insignificantes– adquieren un alcance eterno, porque van unidos al sacrificio
de Jesús en la Cruz»11.
Nuestra
participación en la Misa culmina en la Sagrada Comunión, la más plena
identificación con Cristo que jamás pudimos soñar. Nunca los Apóstoles, antes
de la institución de la Sagrada Eucaristía, en los años en los que recorrieron
Palestina con Jesús, pudieron gustar una intimidad con Él como la que tenemos
nosotros después de comulgar. Pensemos ahora cómo es nuestra Misa, cómo son
nuestras comuniones. Si procuramos prepararlas bien, si rechazamos con
prontitud cualquier distracción voluntaria, si hacemos muchos actos de fe y de
amor, si en nuestra alma se hace realidad, en frecuentes momentos, esa
exclamación llena de fe de San Pedro: Tú eres el Cristo.
III. La
Misa es el más importante y provechoso de nuestros encuentros personales con
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, pues toda la Trinidad se encuentra presente
en el sacrificio eucarístico, y es el mejor modo, y el más grato a Dios, de
corresponder al amor divino. La Misa es «el centro y la raíz de la vida
espiritual del cristiano»12.
De modo semejante a como los radios de un círculo convergen, todos, en su
centro, así todas nuestras acciones, nuestras palabras y pensamientos han de
centrarse en el Sacrificio del Altar. Allí adquiere valor redentor todo lo que
hacemos. Por eso ayuda tanto a la vida cristiana el renovar el ofrecimiento
de obrasdurante la Misa; ofrecemos todo lo que vamos haciendo en el
transcurso de la jornada, uniéndolo con la intención a la Misa del día
siguiente o a la que en aquel momento se está celebrando en el lugar más
cercano, o en cualquier parte del mundo. Así, nuestro día, de un modo
misterioso pero real, forma parte de la Misa: es, en cierto modo, una
prolongación del Sacrificio del Altar; nuestra existencia y nuestro quehacer es
como materia del sacrificio eucarístico, al que se orienta y en el que se
ofrece. La Santa Misa centra y ordena así el día, con sus alegrías y pesares.
Las mismas flaquezas se purifican en cuanto forman parte de una vida ofrecida a
Dios. El trabajo estará mejor realizado si pensamos que lo hemos puesto en la
patena del sacerdote, o si en ese momento nos unimos internamente a otra Misa,
en la que no podemos estar corporalmente. Y ocurrirá lo mismo con las demás
realidades del día: los pequeños sacrificios de toda vida familiar, la fatiga y
el dolor... A la vez, el mismo trabajo y todas las incidencias de la jornada
son una excelente preparación para la Misa del día siguiente, preparación que
procuraremos intensificar en esos momentos más cercanos a la celebración,
echando a un lado toda rutina. «No os acostumbréis nunca a celebrar o a asistir
al Santo Sacrificio: hacedlo, por el contrario, con tanta devoción como si se
tratara de la única Misa de vuestra vida: sabiendo que allí está siempre
presente Cristo, Dios y Hombre, Cabeza y Cuerpo, y, por tanto, junto a Nuestro
Señor, toda su Iglesia»13.
Para
conseguir los frutos que el Señor nos quiere dar en cada Misa, debemos, además,
cuidar la preparación del alma, la participación en los ritos litúrgicos, que
ha de ser consciente, piadosa y activa14.
Para ello, debemos cuidar la puntualidad, que es la primera muestra de
delicadeza para con Dios y para con los demás fieles, el arreglo personal, el
modo de estar sentados o de rodillas..., como quien está ante su Amigo, pero
también ante su Dios y su Señor, con la reverencia y el respeto debido, que es
señal de fe y de amor. Y seguir los ritos de la acción litúrgica, haciendo
propias las aclamaciones, los cantos, los silencios –oración callada–..., sin
prisas, llenando de actos de fe y de amor toda la Misa, pero particularmente el
momento de la Consagración, viviendo cada una de las partes (pidiendo de
corazón perdón al rezar el acto penitencial, escuchando con atención las
lecturas...).
Y si
vivimos con piedad, con amor, el Santo Sacrificio, saldremos a la calle con una
inmensa alegría, firmemente dispuestos a mostrar con obras la vibración de
nuestra fe: ¡Tú eres el Cristo!Muy cercana a Jesús encontraremos a
Santa María, que estuvo presente al pie de la Cruz y participó de un modo pleno
y singular en la Redención. Ella nos enseñará los sentimientos y las
disposiciones con que debemos vivir el sacrificio eucarístico, donde se ofrece
su Hijo.
1 Mc 8,
27-33. —
2 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, vol. V, p. 42 ss.—
3 Jn 15,
15. —
4 Gal 2,
20. —
5 San
Josemaría Escrivá, Carta 2-II-1945. —
6 Pío XII,
Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947, n. 23. —
7 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 10. —
8 Cfr Pío
XII, loc. cit., n. 24. —
9 Cfr. Pablo VI,
Instr. Eucharisticum mysterium, 6. —
10 Misal
Romano, Ordinario de la Misa. —
11 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, Rialp, Madrid 1981, X, n. 5.
—
12 ídem, Es
Cristo que pasa, 87; Cfr. Conc. Vat. II, Decr. Presbyterorum
ordinis, 14. —
13 San
Josemaría Escrivá, Carta 28-III-1955. —
14 Cfr. Conc. Vat. II,
Const. Sacrosanctum Concilium, 48.
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