Francisco Fernández-Carvajal 22 de febrero de 2019
— Jesús
nos habla en la oración.
— No
desalentarnos si alguna vez parece que el Señor no nos oye... Él nos atiende
siempre y llena el alma de frutos.
—
Propósitos concretos y bien determinados.
I. Subió
Jesús al Tabor con tres de sus discípulos más íntimos, Pedro, Santiago y Juan,
que más tarde habrían de acompañarle en Getsemaní1.
Allí oyeron la voz inefable del Padre: Este es mi Hijo, el Amado,
escuchadle. Y luego, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie, sino a Jesús
con ellos.
En
Cristo tiene lugar la plenitud de la Revelación. En su palabra y en su vida se
contiene todo lo que Dios ha querido decir a la humanidad y a cada hombre. En
Jesús encontramos todo lo que debemos saber acerca de nuestra propia
existencia, en Él entendemos el sentido de nuestro vivir diario. En Cristo se
nos ha dicho todo; a nosotros nos toca escucharle y seguir el consejo de Santa
María: Haced lo que Él os diga2.
Esa es nuestra vida: oír lo que Jesús nos dice en la intimidad
de la oración, en los consejos de la dirección espiritual y a través de los
acontecimientos y sucesos que Él manda o permite, y llevar a cabo lo
que Él quiere de nosotros. «Por esto –enseña San Juan de la Cruz–, el
que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no
solo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos
totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría
responder Dios de esta manera, diciendo: “Si te tengo ya habladas todas las
cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo
yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos solo en Él,
porque en Él te lo tengo dicho y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que
pides y deseas (...); oídle a Él, porque ya no tengo más fe que revelar, ni más
cosas que manifestar”»3.
A la
oración hemos de ir a hablar con Dios, pero también a escuchar sus consejos,
inspiraciones y deseos acerca del trabajo, de la familia, de los amigos, a quienes
debemos acercar a Él. Porque en la oración hablamos a Dios y Él nos habla
mediante esos impulsos que nos llevan a mejorar en el cumplimiento de los
deberes diarios, a ser más audaces en el apostolado, y nos da luces para
resolver –según su querer divino– las cuestiones que se presentan.
Nuestra
Madre Santa María –a quien por ser hoy sábado podemos honrar con particular
cariño a lo largo del día– nos enseña a escuchar a su Hijo, a considerar las
cosas en nuestro corazón como Ella, según lo hace constar por dos veces el
Evangelio4. «Fue la ponderación de las cosas en el corazón lo que hizo
que, a compás del tiempo, fuera creciendo la Virgen María en la comprensión del
misterio, en santidad, en unión de Dios. Nuestra Señora, contrariamente a la
impresión habitual que existe entre nosotros, no se lo encontró todo hecho en
su camino hacia Dios, pues le fueron exigidos esfuerzos y fue sometida a
pruebas que ningún nacido de mujer –excepto su Hijo– hubiera podido atravesar»5.
En la intimidad con Dios, conoció lo que quería de Ella; allí penetró más y más
en el misterio de la Redención, y en la oración encontró sentido a los
acontecimientos de su vida: la alegría inmensa e incomparable de su vocación,
la misión de José, la pobreza de Belén, la llegada de los Magos, la zozobra de
la huida precipitada a Egipto, la búsqueda dolorosa y el feliz encuentro de
Jesús cuando este tenía doce años, la normalidad de los días de Nazaret... La
Virgen oraba y comprendía. Así nos ocurrirá a nosotros si aprendemos a tratar
con intimidad a Jesús.
II. Este
es mi Hijo, el Amado, escuchadle... Muchas veces debemos oírle, y
también preguntarle sobre aquello que no entendemos, que nos sorprende, o sobre
las decisiones que hayamos de tomar. Le preguntaremos: Señor, en este asunto,
¿qué quieres que haga?, ¿qué te es más grato?, ¿cómo puedo vivir mejor mi
trabajo?, ¿qué esperas de este amigo?, ¿cómo puedo ayudarle?... Y si sabemos
estar atentos, oiremos esas palabras de Jesús que nos invitan a una mayor
generosidad y nos alumbran para movernos según el querer de Dios.
Verdaderamente, podemos decir a Jesús en nuestra oración de hoy: Tu
palabra es para mis pies una lámpara, la luz de mi sendero6,
sin la cual andaría dando tropezones, sin rumbo y sin sentido. Guíame, Señor,
en mis caminos y no me dejes en medio de tanta oscuridad.
A la
oración sincera, con rectitud de intención, y sencilla, como habla un hijo con
su padre, un amigo con su amigo, «están siempre atentos los oídos de Dios»7.
Él nos oye siempre, aunque en alguna ocasión tengamos la impresión de que no
nos atiende. Como cuando Bartimeo gritaba a Jesús a la salida de Jericó y este
seguía adelante sin pararse ante los ruegos del ciego8,
o en aquella otra ocasión en la que los discípulos piden al Señor que atienda a
la mujer sirofenicia que les sigue sin dejar de suplicar por su hija enferma9.
Jesús conocía muy bien el deseo de estas personas y la fe que, con aquella
perseverancia en la oración, se hacía más firme y sincera. Él está atento a lo
que decimos, interesado en nuestros asuntos, recibe las alabanzas, las acciones
de gracias que le dirigimos, los actos de amor, las peticiones, y nos habla,
nos abre caminos nuevos, nos sugiere propósitos... En ocasiones será la oración
una conversación sin palabras, como ocurre a veces con amigos que se aprecian y
se conocen de verdad. Pero, aun sin palabras, ¡se pueden decir tantas cosas!...
Con
frecuencia nos ayudará considerar en la oración que somos los amigos más
íntimos de Jesús, como los Apóstoles, que nos ha llamado a servirle desde
nuestro lugar de trabajo, y con quien hemos de tratar muchos asuntos, como
aquellos que le seguían. «El Señor, después de enviar a sus discípulos a
predicar, a su vuelta, los reúne y les invita a que vayan con Él a un lugar
solitario para descansar... ¡Qué cosas les preguntaría y les contaría Jesús!
Pues... el Evangelio sigue siendo actual»10.
Y también nosotros debemos prestar atención a Jesús que nos habla en la
intimidad de la oración.
El
Señor deja en el alma abundantes frutos, aunque a veces nos pasen inadvertidos;
habla entonces de modo apenas perceptible, pero nos da siempre su luz y su
ayuda, sin la cual no saldríamos adelante. Procuremos rechazar cualquier
distracción voluntaria, veamos qué debemos cuidar para mejorar ese rato de
conversación con el Señor (guarda de los sentidos, mortificación en lo habitual
de cada día, poner más atención en la oración preparatoria, pedir más
ayudas...) y seguir el ejemplo de los santos, que perseveraron en su oración a
pesar de las dificultades. «Muy muchas veces –recuerda Santa Teresa– algunos
años tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar y
escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no
sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor
gana que recogerme a tener oración»11.
No la dejemos nunca nosotros, aunque alguna vez nos resulte árida, seca y
costosa.
«También
aprovecha –señala San Pedro de Alcántara– considerar que tenemos al Ángel de la
Guarda a nuestro lado, y en la oración mejor que en otra parte, porque allí
está él para ayudarnos y llevar nuestras oraciones al Cielo y defendernos del
enemigo»12.
Este
es mi Hijo, el Amado, escuchadle... Jesús nos habla en la
oración. Y la Virgen, nuestra Madre, nos señala cómo hemos de proceder: Haced
lo que Él os diga..., nos aconseja, como a los sirvientes de Caná. Porque
hacer lo que Jesús nos va diciendo cada día en la oración personal y a través
de la dirección espiritual es encontrar la llave que permite abrir las puertas
del Reino de los Cielos, es situarse en la línea de esos deseos de Dios sobre
la propia existencia. Y cuando somos dóciles a esas insinuaciones y consejos
hallamos que nuestra vida se colma de frutos, como aquellos sirvientes de Caná,
quienes, por su obediencia a las palabras de nuestra Madre Santa María,
encontraron las tinajas de piedra llenas de espléndido vino.
Acudamos
a Ella y pidámosle que nos enseñe a hablar con Jesús y a saber escucharle;
renovemos el propósito firme de poner cada vez más empeño en la oración;
examinemos si estamos atentos a lo que quiera decirnos en ese diálogo.
III. Haced
lo que Él os diga... Las palabras de la Virgen son una invitación
permanente para llevar a cabo los propósitos que cada día nos sugiere el Señor
en nuestra oración personal.
Estos
propósitos deben estar bien determinados para que sean eficaces, para que se
plasmen en realidades o, al menos, en el empeño por que así sea: «planes
concretos, no de sábado a sábado, sino de hoy a mañana, y de ahora a luego»13.
Muchas
veces se referirán a cosas pequeñas de mejora en el trabajo, en el trato con
los demás, en procurar aumentar en ese día la presencia de Dios al ir por la
calle o en medio de la familia...
Otras
veces nos habla el Señor a través de los consejos recibidos en la dirección
espiritual, que serán de ordinario el principal empeño por mejorar y tema
frecuente de oración. Así cada día, cada semana, casi sin darnos cuenta, el
querer divino irá señalando nuestros pasos como una brújula indica al caminante
el sendero que lleva hasta la meta. El fin de nuestro viaje es Dios, a Él
queremos encaminarnos con seguridad, sin titubeos, sin retrasos, con toda
nuestra voluntad. Nuestra primera misión es aprender a escuchar, a conocer esa
voz divina que se va manifestando en la vida. Los propósitos diarios y esos
puntos de lucha bien determinados –el examen particular– nos
llevarán de la mano hasta la santidad, si no dejamos de luchar con empeño.
Hoy
podemos ir hasta el Señor a través de Nuestra Señora, quizá diciendo más
jaculatorias, rezando mejor el Santo Rosario, deteniéndonos con más amor en la
breve contemplación de cada misterio. «Cómo enamora la escena de la
Anunciación. —María –¡cuántas veces lo hemos meditado!– está recogida en
oración..., pone sus cinco sentidos y todas sus potencias al hablar con Dios.
En la oración conoce la Voluntad divina; y con la oración la hace vida de su
vida: ¡no olvides el ejemplo de la Virgen!»14.
A Ella le suplicamos hoy que nos dé un oído atento para escuchar la voz de su
Hijo, que se nos manifiesta en momentos bien determinados. Este es mi
Hijo, el Amado, escuchadle. También a Ella le pedimos un mayor empeño por
llevar a la práctica los propósitos de la oración y los consejos recibidos en
la dirección espiritual.
1 Mc 9,
1-2. —
2 Jn 2,
5. —
3 San
Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 2, 22, 5. —
4 Lc 2,
19; 2, 51. —
5 F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, pp. 198-199. —
6 Prov 30,
5. —
7 San
Pedro de Alcántara Tratado de la oración y meditación, 1,
4. —
8 Cfr. Mc 10,
46 ss. —
9 Cfr. Mt 15,
21 ss. —
10 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 470. —
11 Santa
Teresa, Vida, 8, 3. —
12 San
Pedro de Alcántara, o. c., II, 4, aviso 5º. —
13 Cfr. San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 222. —
14 Ibídem,
n. 481.
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