JORGE RAMOS 27 de febrero de 2019
Fui
deportado de Venezuela el martes 26 de febrero después de una entrevista
tirante con Nicolás Maduro, el mandatario del país. En medio de nuestra
conversación se levantó y se fue, y sus agentes de seguridad confiscaron
nuestras cámaras, las tarjetas de memoria con la grabación y nuestros
celulares. Sí, Maduro se robó la entrevista para que nadie pudiera verla.
Conseguimos
la entrevista a la vieja usanza: llamamos por teléfono y la pedimos. Un
productor de Univisión —la cadena de televisión en la que trabajo desde 1984—
contactó a Jorge Rodríguez, ministro para la Comunicación y la Información de
Venezuela, y le preguntó si Maduro estaba dispuesto a darnos una entrevista. El
líder dijo: “Vengan a Caracas”. Y así lo hicimos, con documentos oficiales que
nos permitían la entrada al país.
La
entrevista comenzó con tres horas de retraso el lunes 25 de febrero por la
tarde, en el Palacio de Miraflores. Unos minutos antes, Maduro había terminado
de hablar con el periodista de ABC News Tom Llamas, y parecía estar de buen
humor. La ayuda humanitaria que la oposición —con el respaldo de una alianza
internacional— había intentado cruzar a Venezuela a través de las fronteras con
Colombia y Brasil había sido detenida, así que Maduro se sentía fortalecido. Se
suponía que iba a ser un buen día.
Pero
no lo fue. La primera pregunta que le hice a Maduro fue si debía llamarlo
“presidente” o “dictador”, como le dicen muchos venezolanos. Lo confronté sobre
las violaciones a los derechos humanos, los casos de tortura que han sido
registrados por Human Rights Watch y sobre la existencia de prisioneros
políticos. Cuestioné su aseveración de que había ganado las elecciones
presidenciales de 2013 y de 2018 sin fraude y, lo más importante, sus
afirmaciones de que Venezuela no atraviesa una crisis humanitaria. Fue en ese
momento cuando saqué mi iPad.
El día
anterior había grabado con mi celular a tres hombres jóvenes que buscaban
comida en un camión de basura en un barrio pobre que se encuentra a minutos del
palacio presidencial. Le enseñé esas imágenes a Maduro. Cada segundo del video
contradecía su relato oficial de una Venezuela próspera y progresista después
de veinte años de Revolución bolivariana. En ese instante, Maduro explotó.
Cuando
la entrevista llevaba aproximadamente diecisiete minutos, Maduro se levantó,
intentó bloquear las imágenes de mi tableta de manera absurda y anunció que la
conversación se había terminado. “Eso es lo que hacen los dictadores”, le dije.
Unos
segundos después de que Maduro se marchara, el ministro Rodríguez me dijo que
el gobierno no había autorizado esa entrevista y enseguida ordenó a los agentes
de seguridad que nos confiscaran las cuatro cámaras y todo nuestro equipo de
producción, además de las tarjetas de memoria en las que se había grabado la
conversación.
Alguien
gritó que me sacaran de inmediato del palacio presidencial, pero en vez de eso
dos miembros de la seguridad del gobierno me llevaron a un cuarto pequeño en
donde me ordenaron que les diera mi celular y la contraseña. Estaban
preocupados de que hubiera grabado el audio de la entrevista y no querían
ninguna filtración. Pero me rehusé a hacerlo.
Un
momento después, mi colega María Martínez —una de las mejores productoras del
país— fue llevada a la misma habitación en la que estaba yo. Para frustración
de los agentes de seguridad, María se las arregló para hacer una llamada fugaz
al presidente de Univisión News, Daniel Coronell, quien a su vez le advirtió al
Departamento de Estado de Estados Unidos y anunció a muchos medios de
comunicación lo que estaba pasando. Después me enteré de que el resto de
nuestro equipo —cinco empleados de Univisión—, fue conducido a la sala de
prensa y luego los sacaron y subieron a un camión del gobierno.
Alguien
apagó las luces en nuestra pequeña habitación y entonces un grupo de agentes
entró y me quitaron a la fuerza mi celular y mi mochila. Revisaron con furia
mis pertenencias. Me palparon de pies a cabeza. María pasó por la misma
experiencia humillante con una oficial. Pregunté si estábamos detenidos.
Dijeron que no, pero aún así no nos dejaron salir de la habitación.
Finalmente
nos dijeron a María y a mí que nos uniéramos con nuestros colegas en el camión.
Dijeron que querían llevarnos a nuestro hotel, pero, de nuevo, nos rehusamos.
En ese momento estábamos preocupados por nuestra seguridad y la posibilidad de
que fuéramos llevados a un centro de detención o a algún lugar aún más turbio.
Cuando
nos estaban llevando a la calle, Rodríguez reapareció y nos increpó para
reclamarnos sobre la entrevista y el modo en el que la condujimos. Le respondí
que nuestro trabajo es hacer preguntas y que nos estaban robando la grabación
de la entrevista y nuestro equipo. Para entonces, nos dimos cuenta después, ya
se habían publicado las primeras noticias de nuestra detención en las redes
sociales. Ya no podían mantener el secreto. Eran aproximadamente las 21:30, dos
horas después de que había terminado la conversación con Maduro.
Nuestro
conductor, quien había estado esperando todo ese tiempo en uno de los costados
de la calle, apareció de manera repentina. A esa altura, las mismas personas
que nos habían detenido querían que nos marcháramos. Pronto. Y así lo hicimos.
Nos
subimos a nuestro coche y nos volvimos al hotel. Algunos miembros de la agencia
de inteligencia venezolana acordonaron el hotel para que no nos escapáramos.
Unas horas después, un funcionario de migración nos informó que al día
siguiente por la mañana seríamos expulsados del país. Aproximadamente a la
1:00, una persona que se presentó como “capitán” —uno de los hombres que me
habían detenido en el palacio presidencial— vino a mi hotel para devolverme el
celular en una bolsa de plástico. Todo su contenido había sido borrado
completamente. Asumo que antes de hacerlo hackearon todo lo que pudieron.
El
lunes vivimos solo una pequeña prueba del acoso y abuso que los periodistas
venezolanos han padecido por años. En nuestro equipo hay dos venezolanos —el
corresponsal Francisco Urreiztieta y el camarógrafo Édgar Trujillo—, quienes
habrían enfrentado riesgos terribles si se quedaban en su país. Por fortuna,
todos regresamos a salvo a Miami, en Estados Unidos. Pero nuestras cámaras y
grabaciones de la entrevista se quedaron en Venezuela, al igual que todos los
celulares de mis compañeros.
¿A qué
le teme Maduro? Debería permitir que el mundo vea la entrevista. Si no lo hace,
solo habrá probado que se está comportando precisamente como un dictador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico