Francisco Fernández-Carvajal 26 de febrero de 2019
— No
es cristiana la mentalidad estrecha y exclusivista en las tareas apostólicas.
El apostolado en la Iglesia es muy variado y distinto.
—
Difundir la doctrina entre todos.
—
Unidad y pluriformidad en la Iglesia. Fidelidad a la vocación recibida.
I. Los
discípulos vieron a uno que echaba demonios en el nombre del Señor. No sabemos
si se trataba de alguien que había conocido antes a Jesús, o bien alguno que
fue curado por Él y se había constituido por su cuenta en un seguidor más del
Maestro. San Marcos1 nos
ha dejado la reacción de San Juan, quien, acercándose a Jesús, le dijo: Maestro,
hemos visto a uno lanzar demonios en tu nombre, pero se lo hemos prohibido,
porque no anda con nosotros.
El
Señor aprovechó esta ocasión para dejar una enseñanza valedera para todos los
tiempos: No se lo prohibáis -dijo Jesús-, pues no hay
nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda luego hablar mal de mí: el que
no está contra nosotros, está con nosotros. Este exorcista manifestaba una
fe honda y operativa en Jesús; lo expresaba a través de las obras. Jesús lo
acepta como seguidor suyo y reprueba la mentalidad estrecha y exclusivista en
las tareas apostólicas; nos enseña que el apostolado es muy variado y distinto.
«Muchas
son las formas de apostolado –proclama el Concilio Vaticano II– con que los
seglares edifican a la Iglesia y santifican al mundo, animándolo en Cristo»2.
La única condición es «estar con Cristo», con su Iglesia, enseñar su doctrina,
amarle con obras. El espíritu cristiano ha de llevarnos a fomentar una actitud
abierta ante formas apostólicas diversas, a poner empeño en comprenderlas,
aunque sean muy distintas de nuestro modo de ser o de pensar, y alegrarnos
sinceramente de su existencia, entre otras razones porque la viña es inmensa y
los obreros, pocos3.
«Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. —Y pide, para
ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia.
»Después,
tú, a tu camino: persuádete de que no tienes otro»4.
Porque no sería posible para un cristiano vivir la fe y tener al mismo tiempo
una mentalidad como de partido único, de tal manera que quien no
adoptara unas determinadas formas, métodos o modos de hacer, o campos de
apostolado, estaría en contra. Nadie que trabaje con rectitud de intención
estorba en el campo del Señor. Todos somos necesarios. Importa mucho que,
entendiendo bien la unidad en la Iglesia, Cristo sea anunciado de modos bien
diversos. Unidad «en la fe y en la moral, en los sacramentos, en la obediencia
a la jerarquía, en los medios comunes de santidad y en las grandes normas de
disciplina, según el conocido principio agustiniano: in necessariis
unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas (en los asuntos
necesarios unidad, en los opinables libertad, en todos caridad)»5.
Y esa unidad necesaria no será nunca uniformidad que empobrece a las almas y a
los apostolados: «en el jardín de la Iglesia hubo, hay y habrá una variedad
admirable de hermosas flores, distintas por el aroma, por el tamaño, por el
dibujo y por el color»6.
Y esta diversidad es riqueza para gloria de Dios.
Al
esforzarnos en una tarea apostólica hemos de evitar una tentación que podría
acechar: la de «entretenerse» inútilmente en evaluar las iniciativas
apostólicas de los demás. Más que estar pendientes de la actuación de otros,
debemos sondear nuestro corazón y ver si ponemos todo el empeño, si procuramos
hacer rendir los talentos que hemos recibido de Dios en favor de las almas:
«... tú, a tu camino: persuádete de que no tienes otro».
«La
maravilla de la Pentecostés es la consagración de todos los caminos: nunca
puede entenderse como monopolio ni como estimación de uno solo en detrimento de
otros.
»Pentecostés
es indefinida variedad de lenguas, de métodos, de formas de encuentro con Dios:
no uniformidad violenta»7.
De ahí nuestro gozo y alegría al ver que muchos trabajan con ahínco por dar a
conocer el Reino de Dios, en formas de apostolado a las que el Señor no nos
llama a nosotros.
II. La
doctrina de Jesucristo debe llegar a todas las gentes, y muchos lugares que
fueron cristianos necesitan ser evangelizados de nuevo. La misión de la Iglesia
es universal y se dirige a personas de toda condición: de culturas y formas de
ser diferentes, de edades bien dispares... Desde el comienzo de la Iglesia, la
fe caló en jóvenes y ancianos, en gentes pudientes y en esclavos, en cultos e
incultos... Los Apóstoles y quienes les sucedieron mantuvieron una firme unidad
en lo necesario, y no se empeñó la Iglesia en uniformar a todos los que se
convertían. Y los modos de evangelizar fueron muy diferentes también: unos
cumplieron una misión importantísima con sus escritos en defensa del
Cristianismo y de su derecho a existir, otros predicaron por las plazas, y la
mayoría realizó un apostolado discreto en su propia familia, con sus vecinos y
compañeros de oficio o de aficiones. Todos los bautizados tenían en común la
caridad fraterna, la unidad en la doctrina que habían recibido, los
sacramentos, la obediencia a los legítimos pastores...
En
todos podemos sembrar la doctrina de Cristo, separando con delicadeza extrema
los espinos que harían infructuosa la semilla. Los cristianos, en la tarea
apostólica que nos ha encomendado el Señor, «no excluimos a nadie, no apartamos
ningún alma de nuestro amor a Jesucristo. Por eso –aconsejaba San Josemaría
Escrivá– habéis de cultivar una amistad firme, leal, sincera –es decir,
cristiana–, con todos vuestros compañeros de profesión; más aún, con todos los
hombres, cualesquiera que sean sus circunstancias personales»8.
El cristiano es, por vocación, un hombre abierto a los demás, con capacidad
para entenderse con personas bien diferentes por su cultura, edad o carácter.
El
trato con Jesús en la oración nos lleva a tener un corazón grande en el que
caben las gentes próximas y las más lejanas, sin mentalidades estrechas y
cortas, que no son de Cristo. Examinemos en la oración si respetamos y amamos
la diversidad de formas de ser que encontramos todos los días con quienes
convivimos, si vemos como riqueza de la Iglesia el que realmente sean
diferentes a nosotros en sus gustos, modos de ser o de pensar.
III. La
Iglesia se asemeja a un cuerpo humano, que está compuesto por miembros bien
diferenciados y bien unidos a la vez9.
La diversidad, lejos de quebrantar su unidad, representa su condición
fundamental.
Hemos
de pedir al Señor advertir y saber armonizar de modo práctico estas realidades
sobrenaturales presentes en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo: unidad en
la verdad y en la caridad; y, simultáneamente, reconocer para todos en la
Iglesia la variedad pluriforme, la pluriformidad de
espiritualidades, de enfoques teológicos, de acción pastoral, de iniciativas
apostólicas, porque esa pluriformidad «es una verdadera riqueza y lleva consigo
la plenitud, es la verdadera catolicidad»10,
bien lejana del falso pluralismo, entendido como «yuxtaposición de posiciones
radicalmente opuestas»11.
En la
unidad y en la caridad, el Espíritu Santo actúa, suscitando pluralidad de
caminos de santificación. Y quienes reciben un carisma determinado, una
vocación específica, contribuyen a la edificación de la Iglesia con la fidelidad
a su peculiar llamada, siguiendo el camino señalado por Dios: ahí les espera, y
no en otro lugar, no en otra parcela, no con otros modos.
La
unidad deseada por el Señor –ut omnes unum sint12,
que todos sean uno– no restringe sino que promueve la peculiar personalidad y
forma de ser de cada uno, la variedad de espiritualidades distintas, de
pensamiento teológico bien diferente en aquellas materias que la Iglesia deja a
la libre discusión de los hombres... «Te pasmaba que aprobara la falta de
“uniformidad” en ese apostolado donde tú trabajas. Y te dije:
»Unidad
y variedad. —Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del Cielo,
que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. —Y, también, tan
conformes unos con otros como los santos, que no serían santos si cada uno de
ellos no se hubiera identificado con Cristo»13.
La
doctrina del Señor nos mueve no solo a respetar la legítima variedad de
caracteres, de gustos, de enfoques en lo opinable, en lo temporal, sino a
fomentarla de modo activo. En todo aquello que no se opone ni dificulta la
doctrina del Señor y, dentro de ella, la llamada recibida, debe ser total la
libertad en aficiones, trabajos, ideas particulares sobre la sociedad, la
ciencia o la política. Así, los cristianos de nuestro siglo y de todas las
épocas debemos estar unidos en Cristo, en su amor y en su doctrina, fieles cada
uno a la vocación recibida; debemos ser distintos y varios en todo lo demás,
cada uno con su propia personalidad, esforzándonos en ser sal y luz, brasa
encendida, verdaderos discípulos de Cristo.
1 Mc 9, 37-39. —
3 Cfr. Mt 9,
37. —
4 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 965. —
5 Juan
Pablo II, Discurso a la Conferencia Episcopal Española,
Madrid 31-X-1982. —
6 San
Josemaría Escrivá, Carta 9-I-1935. —
7 ídem, Surco,
n. 226. —
8 ídem, Carta 9-I-1951.
—
9 Cfr. 1
Cor 12, 13-27. —
10 Sínodo
Extraordinario 1985, Relatio finalis II, C. 2.
—
11 lbídem.
—
12 Jn 17,
22. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 947.
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