Francisco Fernández-Carvajal 23 de febrero de 2019
— La
disposición de acometer grandes cosas por Dios y por los hombres acompaña
siempre a una vida santa.
— La
magnanimidad se muestra en muchos aspectos: capacidad para perdonar con
prontitud los agravios, olvidar rencores, en la generosidad...
— Es
fruto de la vida interior. Y cuando se descuida el trato personal con
Jesucristo, el ánimo se apoca y se empequeñece ante cualquier empresa
sobrenatural.
I. La Primera
lectura de la Misa nos muestra a David huyendo del rey Saúl por las
tierras desérticas de Zif1.
Una noche en la que el rey descansa en medio de sus hombres, David se acercó al
campamento con su más fiel amigo, Abisaí. Vieron a Saúl durmiendo, echado
en medio del círculo de carros, la lanza hincada en tierra junto a la cabecera.
Abner y la tropa dormían echados alrededor. Abisaí dijo a David: Dios
te pone al enemigo en la mano. Voy a clavarlo en la tierra de un solo golpe; no
hará falta repetirlo. La muerte del rey era sin duda el camino corto para
librarse de una vez de todos los peligros y para llegar al trono; pero David
escogió, por segunda vez2,
la senda más larga, y prefirió perdonar la vida a Saúl. David se nos muestra,
en esta y en otras muchas ocasiones, como un hombre de alma grande, y con este
espíritu supo ganarse primero la admiración y luego la amistad de su más
encarnizado enemigo, y del pueblo. Sobre todo, se ganó la amistad de Dios.
El
Evangelio de la Misa3 también
nos invita a ser magnánimos, a tener un corazón grande, como el de Cristo. Nos
manda bendecir a quienes nos maldigan, orar por quienes nos injurian...,
realizar el bien sin esperar nada a cambio, ser compasivos como Dios es
compasivo, perdonar a todos, ser generosos sin cálculo ni medida. Acaba el
Señor diciéndonos: dad y se os dará; os verterán una buena medida,
apretada, colmada, rebosante. Y nos advierte: con la misma medida
que midáis seréis medidos.
La
virtud de la magnanimidad, muy relacionada con la fortaleza,
consiste en la disposición del ánimo hacia las cosas grandes4,
y la llama Santo Tomás «ornato de todas las virtudes»5.
Esta disposición de acometer grandes cosas por Dios y por los demás acompaña
siempre a una vida santa. El empeño serio de luchar por la santidad es ya una
primera manifestación de magnanimidad. El magnánimo se plantea ideales altos y
no se amilana ante los obstáculos, ni las críticas, ni los desprecios, cuando
hay que sobrellevarlos por una causa elevada. De ninguna forma se deja
intimidar por los respetos humanos ni por un ambiente adverso y tiene en muy
poco las murmuraciones. Le importa mucho más la verdad que las opiniones, con
frecuencia falsas y parciales6.
Los
santos han sido siempre personas con alma grande (magna anima) al
proyectar y realizar las empresas de apostolado que han llevado a cabo, y al
juzgar y tratar a los demás, a quienes han visto como a hijos de Dios, capaces
de grandes ideales. No podemos ser pusilánimes (pusillus animus),
almas cortas y estrechas, con ánimo encogido. «Magnanimidad: ánimo grande, alma
amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros
mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No
anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo
egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus
fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se
conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra
de magnanimidad: darse a Dios»7.
Ninguna manifestación mayor que esta: la entrega a Cristo, sin medida, sin condiciones.
II. La
grandeza de alma se muestra también en la disposición para perdonar lo mucho y
lo poco, de las personas cercanas a nuestra vida y de las lejanas. No es propio
del cristiano ir por el mundo con una lista de agravios en su corazón8,
con rencores y recuerdos que empequeñecen el ánimo y lo incapacitan para los
ideales humanos y divinos a los que el Señor nos llama. De la misma manera que
Dios está siempre dispuesto a perdonarlo todo de todos, nuestra capacidad para
perdonar no puede tener límites; ni en el número de veces, ni por la magnitud
de la ofensa, ni por las personas de quienes proviene la supuesta injuria:
«nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos al perdón»9.
En la Cruz, Jesús cumplía lo que había enseñado: Padre, perdónales,
ruega. Y enseguida la disculpa: porque no saben lo que hacen10.
Son palabras que muestran la grandeza de alma de su Humanidad
Santísima. Y en el Evangelio de la Misa de hoy leemos: Amad a vuestros
enemigos... orad por los que os calumnian11.
Esta grandeza de alma la pidió siempre Jesús a los suyos. El primer mártir, San
Esteban, morirá pidiendo perdón para quienes le matan12.
¿No vamos a saber nosotros perdonar las pequeñeces de cada día? Y si alguna vez
llega la difamación, la calumnia, ¿no vamos a saber aprovechar la ocasión de
ofrecer algo de más valor? Mejor todavía si ni siquiera llegamos a tener que
perdonar porque, imitando a los santos, no nos sentimos ofendidos.
Ante
lo que vale la pena (ideales nobles, tareas apostólicas y, sobre todo, Dios)
el alma grande aporta de lo propio sin reservas: dinero,
esfuerzo, tiempo. Sabe y entiende bien las palabras del Señor: por mucho que
dé, más recibirá; el Señor echará en su regazo una buena medida,
apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida que midáis seréis
medidos13. Debemos preguntarnos si damos de lo propio con generosidad;
más aún, si nos damos, es decir, si seguimos con paso pronto y
fuerte el camino, la vocación concreta que el Señor nos pide a cada uno.
Por
otra parte, el proponerse cosas grandes para el bien de los hombres, o para
remediar las necesidades de muchas personas, o para dar gloria a Dios, puede
llevar en ocasiones al gasto de grandes sumas de dinero y a poner los bienes
materiales al servicio de esas obras grandes14.
Y la persona magnánima sabe hacerlo sin asustarse; valorando con la virtud de
la prudencia todas las circunstancias, pero sin tener el ánimo encogido. Las
grandes catedrales son un ejemplo de tiempos en los que existían muchos menos
medios humanos y económicos que ahora, pero en los que la fe era quizá más
viva. Desde los primeros tiempos, la Iglesia procuró con especial interés que
«los objetos sagrados sirvieran al esplendor del culto con dignidad y belleza»15.
Y los buenos cristianos se han desprendido muchas veces de aquello que
consideraban de mayor valor, para honrar a la Virgen o para el culto..., y han
sido generosos en sus aportaciones y limosnas para las cosas de Dios y para
aliviar a sus hermanos más necesitados, promoviendo obras de enseñanza, de
cultura, de asistencia material y sanitaria.
Y en
una sociedad que no frena sus gastos superfluos e innecesarios, con frecuencia
vemos cómo muchas obras de apostolado y quienes a ellas han dedicado su vida
entera, no raramente se ven sujetos a privaciones y a continuos
replanteamientos de esas labores por falta de medios. La grandeza de alma que
el Señor pide a los suyos nos llevará, no solo a ser muy generosos con nuestro
tiempo y con nuestros medios económicos, sino también a que otros –según sus
disponibilidades– se sientan movidos a cooperar en bien de sus hermanos los
hombres. La generosidad siempre acerca a Dios; por eso, en incontables
ocasiones, será este el mejor bien que podemos hacer a nuestros amigos:
fomentar su generosidad. Esta virtud ensancha el corazón y lo hace más joven,
con más capacidad de amar.
III.
Santa Teresa insistía en que conviene mucho no apocar los
deseos, pues «Su Majestad es amigo de almas animosas» que se plantean metas
grandes, como han hecho los santos, los cuales no habrían llegado a tan alto
estado si no hubieran tomado la firme determinación de dirigirse hacia allí
–contando siempre con la ayuda de Dios–. Y se lamentaba de esas almas buenas
que, incluso con una vida de oración, en vez de volar hacia
Dios se quedan a veces pegadas a tierra «como sapos», o se contentan «con cazar
lagartijas»16.
«No
dejéis que se os encoja el alma y el ánimo, que se podrán perder muchos
bienes... No dejéis arrinconar vuestra alma, que en lugar de procurar santidad,
sacará otras muchas más imperfecciones»17.
La pusilanimidad, que impide el progreso en el trato con Dios,
«consiste en la incapacidad voluntaria para concebir o desear cosas grandes, y
queda plasmada en el espíritu raquítico y ramplón»18.
También se manifiesta en una visión pobre de los demás y de lo que pueden
llegar a ser con el auxilio divino, aunque hayan sido grandes pecadores. El
pusilánime es hombre de horizontes estrechos, resignado a la comodidad de ir
tirando: no tiene ambiciones nobles. Y mientras no supere ese
defecto, nunca se atreverá a comprometerse con Dios en un plan de vida, o en
sacar adelante unas tareas apostólicas, o en una entrega: todo le resulta
demasiado grande, porque él está encogido.
La magnanimidad es
un fruto del trato con Jesucristo. A una vida interior rica y exigente, llena
de amor, acompaña siempre una disposición de acometer grandes empresas, en el
propio ámbito, por Dios. Esta virtud se apoya en la humildad y lleva consigo
«una fuerte e inquebrantable esperanza, una confianza casi provocativa y la
calma perfecta de un corazón sin miedo» que «no se esclaviza ante nadie...:
únicamente es siervo de Dios»19.
El magnánimo se atreve a lo grande porque sabe que el don de la gracia eleva al
hombre para empresas que están por encima de su naturaleza20,
y sus acciones cobran entonces una eficacia divina: se apoya en Dios, que es
poderoso para hacer que nazcan de las mismas piedras hijos de Abraham21.
Es audaz en el apostolado porque es consciente de que el Espíritu Santo se
sirve de la palabra del hombre como de un instrumento, pero es Él quien
perfecciona la obra22.
Tiene la seguridad de que toda la eficacia reside en Dios, que da el
incremento23,
y en esto pone su confianza.
La
Virgen María nos dará esta grandeza de alma que tuvo Ella en sus relaciones con
Dios y con sus hijos los hombres. Dad y se os dará...; no nos
quedemos cortos o encogidos. Jesús presencia nuestra vida.
1 1
Sam 26, 2; 7-9; 12-13; 22-23. —
2 Cfr. 1
Sam 24, 1 ss. —
3 Lc 6,
27-38. —
4 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 129, a. 1.—
5 Ibídem,
a. 4. —
6 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. I, p. 316. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 80. —
8 Cfr. ídem, Surco,
n. 738. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 19, 7. —
10 Lc 23, 34. —
11 Lc 6, 27-28. —
12 Cfr. Hech 7, 60. —
13 Lc 6, 38. —
14 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 134. —
15 Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 122. —
16 Santa
Teresa, Vida, 13, 2-3. —
17 ídem, Camino
de perfección, 72, 1. —
18 Gran
Enciclopedia Rialp, voz Fortaleza, vol. X, p. 341.
—
19 J.
Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976, p.
278. —
20 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 171, a. 2. —
21 Cfr. Mt 3,
9. —
22 Cfr. Santo
Tomás, o. c., 2-2, q. 177, a. 1. —
23 Cfr. 1
Cor 3, 7.
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