Por Marco Negrón
En nuestra columna anterior
dimos un rápido vistazo al rol de la calle como el más importante espacio
público de la ciudad. Vimos cómo aquella se deteriora y pierde calidad en la
medida en que el tráfico automotor tiende a apropiársela, despojándola de su
carácter de espacio de socialización para reducirla a simple canal de
circulación, erosionando la calidad del medio urbano. Ahora se ensayará una aproximación
a las funestas consecuencias sobre la ciudad cuando la calle es sustituida por
la autopista urbana.
No hacen falta largas
disquisiciones para concluir que la autopista es la negación de la calle: no
sólo el peatón ha sido expulsado de ella, transformada en el reino indiscutido
del tráfico automotor, en especial del auto privado; también se ha
convertido en barrera que perturba la comunicación entre sectores de la ciudad
y profundiza la segregación y las desigualdades entre sus habitantes; en sus
laterales y en los distribuidores genera espacios residuales, auténticos
terrenos baldíos que terminan convertidos en basureros, depósitos de chatarra o
vergonzosos refugios de indigentes y pequeños delincuentes. Expulsa todo
vestigio de ciudad de su entorno inmediato, esteriliza el suelo, rechaza la
vida urbana y apenas acepta al apresurado transeúnte motorizado, ciego a cuanto
le rodea, enfocado exclusivamente en el punto de fuga donde termina su
viaje. No es medio de comunicación, apenas canal de transporte que hace
estallar al espacio urbano en fragmentos dispersos sobre un territorio difuso.
El tema es especialmente
pertinente porque el crecimiento de Caracas, a partir de la década crucial de
1950, se articuló sobre varias autopistas urbanas a partir de la Francisco
Fajardo, una suerte de columna vertebral que la atraviesa de este a oeste y de
la cual se deprenden las demás, buscando conectar con la red vial regional.
Esto ha dado lugar a la formación de una aglomeración negada al peatón,
difícil, quizá imposible de integrar, dividida en compartimientos aislados.
Además, con el crecimiento de la población y del parque automotor, han ido
perdiendo la que se suponía su mayor virtud, la posibilidad de atravesarla
rápida y fluidamente, generando en cambio una enorme masa de vehículos
prácticamente inmóviles que incrementan significativamente su capacidad de
contaminación del aire y producción de gases de efecto invernadero. El
resultado se parece a la definición de Los Ángeles recordada por Juan Nuño:
“diecisiete suburbios en busca de una ciudad”.
En el caso de Caracas, crear
la ciudad (porque en rigor de eso, más que de recuperarla o reconstruirla, se
trata) pasa por aniquilar la autopista. Para comenzar, reducir su sección
ocupando las calzadas externas con equipamientos urbanos: parques lineales,
equipamientos culturales y educacionales, instalaciones deportivas y
recreacionales, penetrarlas con actividades residenciales y comerciales.
¡Urbanizarla! Romper su carácter de vía expresa, transformarla en calle con
intersecciones semaforizadas a nivel, tantas veces como sea necesario.
Establecer peajes para su uso de modo de reducir al mínimo la circulación de
vehículos privados, incentivando en cambio el uso del transporte colectivo,
desde tranvías y metros ligeros hasta Buses de Tránsito Rápido.
Si, una vez superada la
pesadilla de estos veinte años, se aspira a diseñar un país a la altura del
siglo, esa no será una tarea secundaria: hoy, finalmente, pareciera
consolidarse la consciencia de que el futuro del país, más que de sus recursos
naturales, dependerá del talento y los valores de sus habitantes, o más
exactamente de sus ciudadanos.
Y los ciudadanos con talento
y valores aspiran a vivir en ciudades seguras, cuyo medio urbano sea atractivo
y acogedor y permita hacer realidad el objetivo de construir las ciudades para
estar juntos. Eso no llegará por generación espontánea: deberá superar barreras
que no son sólo económicas y técnicas sino sobre todo culturales. ¿Se podrá?
19-02-19
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico