Francisco Fernández-Carvajal 18 de febrero de 2019
— La
Iglesia, lugar de salvación instituido por Jesucristo.
— La
oración por la Iglesia.
— Por
el Bautismo somos constituidos instrumentos de salvación en el propio ambiente.
I. Narra
el Génesis que al ver el Señor cómo crecía la maldad del
hombre y que su modo de pensar era siempre perverso, se arrepintió de haberlo
creado, y consideraba borrarlo de la superficie de la tierra1.
Pero, una vez más, la paciencia de Dios se puso de manifiesto y decidió salvar
al género humano en la figura de Noé. El Señor dijo a Noé: Entra en el
arca con toda tu familia, pues tú eres el único justo que he encontrado en tu
generación. Después vino el diluvio, con el que Dios castigó a los demás, a
causa de su mala conducta.
Los
Padres de la Iglesia vieron en Noé la figura de Jesucristo, que será el
principio de una creación nueva. En el arca vislumbraron la
imagen de la Iglesia, que flota sobre las aguas de este mundo y acoge dentro de
ella a cuantos quieren salvarse2.
San Agustín nos dice: «En el símbolo del diluvio, en el que los justos fueron salvados
en el arca, está profetizada la futura Iglesia, que salva de la muerte en este
mundo por medio de Cristo y del misterio de la Cruz»3.
El arca de Noé fue el lugar de salvación. Y San Agustín
continúa diciendo que «quienes fueron salvados en el arca representan
el misterio de la futura Iglesia, que se salva del naufragio por la madera de
la Cruz»4. El grupo de justos salvados del diluvio en el arca es un
presagio de la futura comunidad de Cristo5.
El
mismo Señor, antes de su Ascensión a los Cielos, entregó a sus Apóstoles sus
propios poderes en orden a la salvación del mundo6.
El Maestro les habló con la majestad propia de Dios: Se me ha dado todo
poder en el Cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos míos a todos los
pueblos...; y la Iglesia comenzó enseguida, con autoridad divina, a
ejercer su poder salvador.
Imitando
la vida de Cristo, que pasó haciendo el bien7,
confortando, sanando, enseñando, la Iglesia procura hacer el bien allí donde
está. Es abundante, a lo largo de la historia, la iniciativa de los cristianos
y de variadísimas instituciones de la Iglesia por remediar los males de los
hombres, por prestar una ayuda humana a los necesitados, enfermos, refugiados,
etc. Esa ayuda humana es y será siempre grande, pero, al mismo
tiempo, es algo muy secundario; por la misión recibida de Cristo, Ella
aspira a mucho más: a dar a los hombres la doctrina de Cristo y llevarlos a
la salvación. «Y a todos –a aquellos de cualquier forma menesterosos, y a los
que piensan gozar de la plenitud de los bienes de la tierra– la Iglesia viene a
confirmar una sola cosa esencial, definitiva: que nuestro destino es eterno y
sobrenatural, que solo en Jesucristo nos salvamos para siempre, y que solo en
Él alcanzaremos ya de algún modo en esta vida la paz y la felicidad verdaderas»8.
II.
Diariamente ha de ocupar un lugar de primer orden en nuestras oraciones la
persona del Romano Pontífice, su tarea en servicio de la Iglesia universal, la
ayuda que le prestan sus colaboradores más inmediatos: Dominus
conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat
eum in animam inimicorum eius9,
nos enseña a pedir la liturgia. Es abrumador el peso que, con solicitud
paterna, ha de llevar sobre sí el Vicario de Cristo: si consideramos en la
presencia de Dios, si advertimos –no es difícil, al conocer comentarios de la
prensa laicista, de otros medios de comunicación, etc.– la resistencia con que
le combaten los enemigos de la fe; si conocemos la presión de los que abominan
del afán apostólico de los cristianos y se oponen a la tarea evangelizadora que
impulsa constantemente el Papa, pediremos fervientemente al Señor que conserve
al Romano Pontífice, que lo vivifique con su aliento divino, que lo
haga santo y lo llene de sus dones, que lo proteja de modo especialísimo.
En el
Evangelio de la Misa de hoy10 el
Señor advierte a sus discípulos que estén alerta y se guarden de una
levadura: la de los fariseos y de Herodes. No se refiere aquí a la
levadura buena que han de ser sus discípulos, sino a otra, capaz también de
transformar la masa desde dentro, pero para mal. La hipocresía farisaica y la
vida desordenada de Herodes, que solo se movía por ambiciones personales, eran
un mal fermento que contagiaba a la masa de Israel, corrompiéndola.
Tenemos
el gratísimo deber de pedir cada día que todos los fieles cristianos seamos
verdadera levadura en medio de un mundo alejado de Dios, que la Iglesia puede
salvar. «Estos tiempos son tiempos de prueba y hemos de pedir al Señor, con un
clamor que no cese (Cfr. Is58, 1), que los acorte, que mire con
misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas
de los pastores y a las de todos los fieles»11.
No podemos dejar a un lado este deber filial con nuestra Madre la Iglesia,
misteriosamente necesitada de protección y de ayuda: «Ella es Madre... una
madre debe ser amada»12.
Es
grande el daño que produce en las almas la mala levadura de la
doctrina adulterada y de desdichados ejemplos, aumentados y aireados por gentes
sectarias. Cuando nos encontremos ante la doctrina falsa, ante situaciones
quizá escandalosas, debemos hacer examen y preguntarnos: ¿qué he hecho yo por
sembrar buena doctrina?, ¿cómo es mi conducta en el cumplimiento de mis deberes
profesionales?, ¿qué hago para que mis hijos, mis hermanos, mis amigos
adquieran la doctrina de Jesucristo?, ¿cómo son mi oración y mi mortificación
por la Iglesia?
Hemos
de pedir también –son muchas las personas que lo hacen a diario en la Santa
Misa, en el rezo del Santo Rosario y en otras ocasiones– por los Pastores todos
de la Iglesia de Dios: junto al Papa, los Obispos. Es antiquísima la oración
con que los fieles encomendamos al Señor al Ordinario del lugar: Stet
et pascat in fortitudine tua, Domine, in sublimitate nominis tui. Siempre
es grande la necesidad del favor divino que los Pastores de la Iglesia
requieren para llevar adelante su misión. Tenemos la responsabilidad de
ayudarles, y para ello pedimos que el Señor les sostenga y les ayude a
apacentar su grey con la fortaleza divina y con la suavidad y altísima
sabiduría que viene del Cielo.
Cada
día, en la Santa Misa, con estas u otras palabras recogidas en las demás
Plegarias Eucarísticas, reza el sacerdote: «A ti, pues, Padre misericordioso,
te pedimos humildemente (...), ante todo, por tu Iglesia santa y católica, para
que le concedas la paz, la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes
en el mundo entero, con tu servidor el Papa..., con nuestro obispo..., y todos
aquellos que, fieles a la verdad, promueven la fe católica y apostólica»13.
Así podemos acordarnos de las intenciones del Papa, de los Obispos, de rezar
por los sacerdotes, por los religiosos y por todo el Pueblo de Dios; también
por quien más necesitado esté en el Cuerpo Místico de Cristo, viviendo con
naturalidad el dogma de la Comunión de los Santos.
III. En
una carta de San Juan Leonardi al Papa Pablo V, quien le pedía algunos consejos
para revitalizar al Pueblo de Dios, decía el santo: «Por lo que mira a estos
remedios, ya que han de ser comunes a toda la Iglesia (...), habría que fijar
la atención primeramente en todos aquellos que están al frente de los demás,
para que así la reforma comenzara por el punto desde donde debe extenderse a
las otras partes del cuerpo. Habría que poner un gran empeño en que los
cardenales, los patriarcas, los arzobispos, los obispos y los párrocos, a
quienes se ha encomendado directamente la cura de almas, fuesen tales que se
les pudiera confiar con toda seguridad el gobierno de la grey del Señor»14.
Nosotros no dejemos de pedir cada día por su santidad: que amen cada día más a
Jesús presente en la Sagrada Eucaristía, que recen con piedad cada vez mayor a
la Santísima Virgen, que sean fuertes, caritativos, que tengan gran amor a los
enfermos, que cuiden esmeradamente la enseñanza del Catecismo, que
den un testimonio claro de desprendimiento, de sobriedad...
Pero
la Iglesia somos todos los bautizados, y todos somos instrumentos de salvación
para los demás cuando procuramos permanecer unidos a Cristo con el cumplimiento
fiel de nuestros deberes religiosos: la Santa Misa, la oración, la presencia de
Dios durante el día...; cuando estamos unidos a la persona y a las intenciones
del Romano Pontífice y del Obispo de la diócesis; cuando somos ejemplares en el
cumplimiento de nuestros deberes profesionales, familiares, cívicos; con un
apostolado eficaz en el entramado de relaciones en el que discurre nuestra
vida. Este apostolado se hace más urgente cuanta más cizaña encontramos en
nuestro camino, cuando percibamos el efecto de esa mala levadura de la que
habla el Señor.
Avivemos
nuestra fe. El Pueblo de Dios –enseña el Concilio Vaticano II– ha de abarcar el
mundo entero, reuniendo a todos los hombres dispersos, desorientados. Y para
ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero universal, para que
fuera Maestro, Sacerdote y Rey nuestro15.
Hoy podemos recordar el Salmo II, que proclama la realeza de
Cristo, y pedimos a Dios Padre que sean muchas las almas en las que reine el
Señor, muchos los pueblos que acojan la palabra de salvación que proclama la
Iglesia, ya que también a Ella –como nos recuerda la Constitución Lumen
gentium– le han sido dadas en heredad todas las naciones16.
1 Primera
lectura. Año I, Gen 6, 5-8: 7 1-5.10. —
2 Hech 2,
40. —
3 San
Agustín, De catechizandis rudibus, 18. —
4 Ibídem,
27. —
5 M.
Schmaus, Teología Dogmática, vol. IV, p. 77. —
6 Mt 28,
18-20. —
7 Cfr. Hech 10,
38. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, Palabra 4ª ed.,
Madrid 2001. —
9 Enchiridion
Indulgentiarum, 1986. Aliae concesiones, n. 39. —
10 Mc 8,
14-21. —
11 San
Josemaría Escrivá, o. c., p. 55. —
12 Juan
Pablo II. Homilía 7-XI-1982. —
13 Misal
Romano, Ordinario de la Misa. Canon Romano. —
14 San
Juan Leonardi, Cartas al Papa Pablo V para la reforma de la
Iglesia. —
15 Conc. Vat. II, Const. Lumen
gentium, 13. —
16 Cfr. ibídem.
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