Francisco Fernández-Carvajal 24 de febrero de 2019
— La
fe es un don de Dios.
—
Necesidad de buenas disposiciones para creer.
— Fe y
oración. Pedir la fe.
I. Llegó
Jesús a un lugar donde le aguardaban sus discípulos. Allí se encontraban
también un padre que había llevado a su hijo enfermo, un grupo de escribas y
una gran muchedumbre. Al ver aparecer a Jesús se llenaron de alegría y fueron a
su encuentro: todo el pueblo se quedó sorprendido, y acudían corriendo
a saludarle1,
como debemos acudir nosotros a la oración y al Sagrario. Todos le echaban de
menos. El padre se adelanta entre la muchedumbre que rodea al Señor: Maestro -le
dice-, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu inmundo (...).
Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.
Los
discípulos, que ya habían realizado algunos otros milagros en nombre del Señor,
intentaron curarle pero no lo lograron. Jesús les explicó luego, en casa, qué
faltaba en ellos para que hubiesen podido realizar el prodigio. El padre tiene
una fe deficiente; posee alguna, pues ha acudido en busca de la curación, pero
no la fe plena, la confianza sin límites que Jesús pedía y pide. Y el Señor,
como hace siempre, le mueve a dar un paso más. Al principio este hombre se
dirige a Cristo con humildad, pero vacilante: Si algo puedes, ayúdanos,
compadecido de nosotros. Y Jesús, «conociendo las perplejidades de aquella
alma, le anticipa: si tú puedes creer, todo es posible para el que cree (Mc 9,
22). Todo es posible: ¡omnipotentes! Pero con fe. Aquel hombre siente que su fe
vacila, teme que esa escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud.
Y llora. Que no nos dé vergüenza este llanto: es fruto del amor de Dios, de la
oración contrita, de la humildad. Y el padre del muchacho, bañado en
lágrimas, exclamó: ¡Oh Señor! yo creo: ayuda tú mi incredulidad (Mc 9,
23)»2, ¡Qué gran acto de fe para que nosotros lo repitamos muchas
veces!: Jesús, ¡yo creo, pero imprime Tú más firmeza a mi fe! ¡Enséñame a
acompañarla de obras, a llorar mis pecados, a confiar en tu poder y en tu
misericordia!
La fe
es un don divino; solo Dios la puede infundir más y más en el alma. Es Él quien
abre el corazón del creyente para que reciba la luz sobrenatural, y por eso
debemos implorarla; pero a la vez son necesarias unas disposiciones internas de
humildad, de limpieza, de apertura..., de amor que se abre paso cada vez con
más seguridad.
Si en
alguna ocasión nuestra fe vacila ante el apostolado, las dificultades..., o se
torna insegura la de nuestros amigos, hermanos, hijos..., imitemos a este buen
padre. En primer lugar pide más fe, porque esta virtud es un
don. Pero, a la vez crecer en ella depende de nosotros mismos. Abrir los ojos
–comenta San Juan Crisóstomo– es cosa de Dios, escuchar atentamente es cosa
propia; es a la vez obra divina y humana3.
Debemos imitar a este hombre en su humildad: no tiene méritos propios que
presentar, por eso acude a su misericordia: ayúdanos, ten compasión de
nosotros. Este es el camino seguro que debe seguir toda petición: acudir a
la compasión y misericordia divinas. Por nuestra parte, la humildad, la
limpieza de alma y la apertura de corazón hacia la verdad nos dan la capacidad
de recibir esos dones que Jesús nunca niega. Si la semilla de la gracia no
prosperó se debió exclusivamente a que no encontró la tierra preparada. Señor,
¡auméntame la fe!, le pedimos en la intimidad de nuestra oración. ¡No
permitas que jamás vacile mi confianza en Ti!
II. ¿Qué
vieron en Jesús aquellos que con Él se cruzaron por caminos y aldeas? Vieron lo
que sus disposiciones internas les permitían ver. ¡Si hubiéramos podido ver a
Jesús a través de los ojos de su Madre! ¡Qué inmensidad tan grande! ¡Y qué
pequeñez la de muchos fariseos, que andaban con aquellos enredos acerca de la
ley...! ¡Ni siquiera en los mismos milagros supieron descubrir al Mesías!; al
menos una buena parte de ellos permaneció ciega ante la Luz del mundo.
Y su ciencia de las Escrituras Santas no les sirvió para percibir el
cumplimiento de todo lo que se había predicho de Él. Muchos contemporáneos se
negaron a creer en Jesús porque no eran de corazón bueno, porque sus obras eran
torcidas, porque no amaban a Dios ni tenían una voluntad recta: Mi
doctrina no es mía -dirá el Señor-, sino de Aquel que me ha
enviado. Quien quisiere hacer la voluntad de Él conocerá si mi doctrina es de
Dios o mía4.
No tuvieron las disposiciones adecuadas, no buscaban el honor de Dios, sino el
suyo propio5. Ni siquiera los milagros pueden sustituir a las necesarias
disposiciones interiores. La razón honda del rechazo al Mesías tanto tiempo
esperado, con tanto detalle anunciado, estriba en que no solo no poseían en su
corazón a Dios como Padre, sino que tenían «al diablo por padre», porque sus
obras no eran buenas, ni sus sentimientos, ni sus intenciones6.
«Dios
se deja ver de quienes son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de
la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen cubiertos de
tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no deja de brillar la luz solar
porque los ciegos no la vean, sino que se debe atribuir esta oscuridad a su
falta de capacidad para ver»7.
¡Cómo habremos de cuidar la frecuente Confesión de nuestras faltas y pecados,
si este sacramento nos limpia y nos dispone para ver con mayor claridad al
Señor ya aquí en la tierra!
En el
apostolado debemos tener en cuenta que, con frecuencia, el gran obstáculo para
que muchos acepten la fe, la vocación o una vida cristiana coherente son los
pecados personales no remitidos, los afectos desordenados y las faltas de
correspondencia a la gracia. «El hombre, llevado de sus prejuicios, o instigado
por sus pasiones y mala voluntad, no solo puede negar la evidencia, que tiene
delante, de los signos externos, sino resistir y rechazar también las
superiores inspiraciones que Dios infunde en su alma»8.
Si falta el deseo de creer y de hacer la voluntad de Dios en todo, cueste lo
que cueste, no se aceptará ni siquiera lo que es evidente. De ahí que quien
vive encerrado en su egoísmo, quien no busca el bien sino la comodidad o el placer,
tendrá muchas dificultades para creer o para entender un ideal noble; y, si se
trata de alguien que ya ha respondido positivamente a una vocación de entrega a
Dios, encontrará una resistencia creciente ante las concretas exigencias de su
llamada.
La Confesión
sincera y contrita, bien preparada, se presenta así como el gran medio para
encontrar el camino de la fe, la claridad interior necesaria para ver lo que
Dios pide. Cuando una persona purifica y limpia su corazón ha preparado el
terreno para que la semilla de la fe y de la generosidad crezca en su alma y dé
fruto. Hacemos un inmenso bien a las almas cuando les ayudamos para que se
acerquen al sacramento del Perdón. Es de experiencia común que muchos problemas
y dudas se terminan con una buena Confesión; el alma ve con mayor claridad
cuanto más limpia está y cuanto mejores son las disposiciones de la voluntad.
III.
Pesaba en el ánimo de los discípulos el fracaso de no haber logrado curar ellos
al joven lunático, pues cuando entraron en casa, a solas, le preguntaron:
¿Por qué no hemos podido expulsarlo? Y el Señor les dio una respuesta
de gran utilidad también para nosotros y para el apostolado. Les dijo: Esta
raza (de demonios) no puede ser expulsada por ningún medio,
sino con la oración.
Solo
con la oración venceremos determinados obstáculos, conseguiremos superar
tentaciones y ayudar a muchos amigos a llegar hasta Cristo. Comentando este
pasaje del Evangelio, explica San Beda que al enseñar a los Apóstoles cómo debe
ser expulsado este demonio tan maligno, nos indica a todos cómo hemos de vivir,
y cómo la oración es el medio para superar incluso las mayores tentaciones. La
oración no solo son las palabras con que invocamos la misericordia divina, sino
también lo que ofrecemos en obsequio de nuestro Señor, movidos por la fe9.
Todo nuestro trabajo y nuestras obras deben ser plegaria llena de frutos.
Acompañemos
la oración con las buenas obras, con un trabajo bien realizado, con el empeño
por hacer mejor aquello en que queremos la mejora del amigo. Esa actitud ante
Dios abre también camino a un aumento de fe en el alma. «Es solamente en la
oración, en la intimidad del diálogo inmediato y personal con Dios, que abre
los corazones y las inteligencias (cfr. Hech 16, 14), donde el
hombre de fe puede ahondar en la comprensión de la voluntad divina respecto a
su propia vida»10,
y a todo lo que a ella atañe.
Pidamos
con frecuencia al Señor que nos aumente la fe: ante el apostolado cuando los
frutos tardan en llegar, ante los defectos propios o de quienes nos rodean que
no se superan, cuando nos vemos con escasas fuerzas para lo que Dios quiere de
nosotros: ¡Señor, auméntanos la fe!Así pedían los Apóstoles cuando,
a pesar de oír y ver al mismo Cristo, sentían flaquear su confianza. Jesús
siempre ayuda. A lo largo del día de hoy, y todos los días, nos sentiremos
necesitados de decir: ¡Señor! ¡No me dejes solo con mis fuerzas, que
nada puedo! La petición de aquel buen padre nos anima hoy a dirigirnos
a Jesús en demanda de mayor fe: «Se lo decimos con las mismas palabras nosotros
ahora, al acabar este rato de meditación. ¡Señor, yo creo! Me he educado en tu
fe, he decidido seguirte de cerca. Repetidamente, a lo largo de mi vida, he
implorado tu misericordia. Y, repetidamente también, he visto como imposible
que tú pudieras hacer tantas maravillas en el corazón de tus hijos. ¡Señor, creo!
¡Pero ayúdame, para creer más y mejor!
»Y
dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra,
Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán
las cosas que se te han anunciado de parte del Señor (Lc 1,
45)»11.
1 Mc 9,
13-28. —
2 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 204. —
3 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles,
35. —
4 Jn 7,
16-17. —
5 Cfr.
Jn 5, 41-44. —
6 Cfr. Jn 8,
42-44. —
7 Pío XII,
Enc. Humani generis, 12-VIII-1950. —
8 San
Teófilo de Antioquía, Libro I, 2, 7. —
9 Cfr. San
Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos, in loc.
—
10 A.
del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, pp. 92-93.
—
11 San
Josemaría Escrivá, loc. cit.
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