Francisco Fernández-Carvajal 21 de febrero de 2019
—
Contar con Dios.
— El
egoísmo y la soberbia.
— Para
crecer en la humildad.
I. Leemos
en el Génesis1 cómo
los hombres se habían empeñado en un colosal proyecto que debería ser, a la
vez, un símbolo y el centro de unidad del género humano, mediante la
construcción de la gran ciudad de Babel y de una formidable torre. Pero aquella
obra no se llevó a término, y los hombres se encontraron más dispersos que
antes, divididos entre sí, confundido su lenguaje, incapaces de ponerse de
acuerdo... «¿Por qué falló aquel ambicioso proyecto? ¿Por qué se
cansaron en vano los constructores? Porque los hombres habían puesto
como señal y garantía de la deseada unidad solamente una obra de sus manos,
olvidando la acción del Señor»2.
El Papa Juan Pablo II, al comentar este texto de la Sagrada Escritura,
relaciona el pecado de estos hombres, «que quieren ser fuertes y poderosos sin
Dios, o incluso contra Dios», con el de nuestros primeros padres, que tuvieron
la pretensión engañosa de ser como Él3;
es la soberbia, que está en la raíz de todo pecado y que tiene manifestaciones
tan diversas. En la narración de Babel, la exclusión de Dios no aparece como
enfrentamiento con Dios, «sino como olvido e indiferencia ante Él; como si Dios
no mereciese ningún interés en el ámbito del proyecto operativo y asociativo.
Pero en ambos casos la relación con Dios es rota con violencia»4.
Nosotros
debemos recordar con frecuencia que Dios ha de ser en todo momento la
referencia constante de nuestros deseos y proyectos, y que la tendencia a
dejarse llevar por la soberbia perdura en el corazón de todo hombre, de toda
mujer, hasta el momento mismo de su muerte. Esa soberbia nos incita a «ser como
Dios», aunque sea en el pequeño ámbito de nuestros intereses, o a prescindir de
Él, como si no fuera nuestro Creador y Salvador, del que dependemos en el ser y
en el existir. Lo mismo que en la narración de los hechos de Babel, una de las
primeras consecuencias de la soberbia es la desunión: en la misma familia,
entre hermanos, amigos, colegas, vecinos...
El
soberbio tiende a apoyarse exclusivamente –como los constructores de Babel– en
sus propias fuerzas, y es incapaz de levantar su mirada por encima de sus
cualidades y éxitos; por eso se queda siempre a ras de tierra. De hecho, el
soberbio excluye a Dios de su vida, «como si no mereciese ningún interés»: no
le pide ayuda, no le da gracias; tampoco experimenta la necesidad de pedir
apoyo y consejo en la dirección espiritual, a través de la cual llega en tantas
ocasiones la fuerza y la luz de Dios. Se encuentra solo y débil, aunque él se
crea fuerte y capaz de grandes obras; también por eso es imprudente y no evita
las ocasiones en las que pone en peligro la salud del alma. Dios -enseña
el Apóstol Santiago- da su gracia a los humildes y resiste a los
soberbios5. Muchas veces se ha dicho que la soberbia es el mayor enemigo
de la santidad, por ser origen de gran número de pecados y porque priva de
innumerables gracias y méritos delante del Señor6;
es, a la vez, el gran enemigo de la amistad, de la alegría, de la verdadera
fortaleza...
No
queramos prescindir del Señor en nuestros proyectos. «Él es el fundamento y
nosotros el edificio; Él es el tallo de la cepa y nosotros las ramas (....). Él
es la vida y nosotros vivimos por Él (...); es la luz y disipa nuestra
oscuridad»7. Nuestra vida no tiene sentido sin Cristo; no debe tener otro
fundamento. Todo quedaría desunido y roto si no acudiéramos a Él en nuestras
obras.
II. La
humildad está en el fundamento de todas las virtudes y constituye el soporte de
la vida cristiana. A esta virtud se opone la soberbia y su secuela inevitable
de egoísmo. La persona egoísta hace de sí la medida de todas las cosas, hasta
llegar a la actitud que San Agustín señala como el origen de toda desviación
moral: «el amor propio hasta el desprecio de Dios»8.
El egoísta no sabe amar: busca siempre recibir, porque en el fondo solo se
quiere a sí mismo. No sabe ser generoso ni agradecido, y cuando da, lo hace
calculando el posible beneficio que le reportará. No sabe dar sin esperar nada
a cambio. En el fondo, el egoísta desprecia a los demás.
La
soberbia es, en efecto, la raíz del egoísmo, que es una de sus primeras
manifestaciones; en este vicio se encuentra el principio de toda maldad9.
El egoísmo (mirar todo en cuanto me reporta algún beneficio) y la soberbia (la
falsa valoración de las cualidades propias y el deseo desordenado de gloria)
son vicios que se confunden frecuentemente, y en ellos se encuentra de alguna
manera el desorden radical de donde arrancan todos los pecados, porque el
origen de todo pecado es la soberbia10,
y el comienzo de la soberbia del hombre es apartarse de Dios11.
Cuántas
veces hemos experimentado en nuestra vida personal la realidad de aquella
enseñanza de Santa Catalina de Siena: el alma no puede vivir sin amar y cuando
no ama a Dios se ama desordenadamente a sí misma, y este amor desgraciado
«oscurece y encoge la mirada de la inteligencia, que deja de ver claro y solo
se mueve en una falsa claridad. La luz con que la inteligencia ve en adelante
las cosas es un engañoso brillo del bien, del falso placer al cual se inclina
ahora el amor... De él no saca el alma otro fruto que soberbia e impaciencia»12.
Con la
gracia de Dios, hemos de vivir vigilantes, combatiendo la soberbia en sus
variadas manifestaciones: la vanidad y la vanagloria (a veces muy señaladas en
los pensamientos inútiles, en los que se es frecuentemente el centro, el héroe,
el que triunfa en toda situación), el desprecio de los demás (manifestado en
burlas, ironías, juicios negativos..., intervenciones intemperantes en la
conversación, sintiéndose siempre en la necesidad de puntualizar o de poner el
punto final). El soberbio suele ser desagradecido, y no habla sino de sí, de su
persona y de sus cosas, que es en el fondo lo único que le interesa...
«Hemos
de pedir al Señor que no nos deje caer en esta tentación. La soberbia es el
peor de los pecados y el más ridículo. Si logra atenazar con sus múltiples
alucinaciones, la persona atacada se viste de apariencia, se llena de vacío, se
engríe como el sapo de la fábula, que hinchaba el buche, presumiendo, hasta que
estalló. La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera
superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y
despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad»13.
No
permitas, Señor, que caiga en ese desgraciado estado, en el que no contemplo tu
rostro amable ni veo tampoco tantas virtudes y buenas cualidades que poseen
quienes me rodean.
III. Para
levantar el elevado edificio de la vida cristiana debemos tener un gran deseo
de ahondar en la virtud de la humildad: pidiéndosela al Señor, siendo sinceros
ante nuestras equivocaciones, errores y pecados, ejercitándonos en actos
concretos de desasimiento del propio yo... De ella nacen incontables frutos y
está relacionada con todas las virtudes, pero de modo particular con la
alegría, la fortaleza, la castidad, la sinceridad, la sencillez, la afabilidad
y la magnanimidad; la persona humilde tiene una especial facilidad para la
amistad y, por tanto, para el apostolado; sin humildad no es posible vivir la
caridad.
Para
ser más humildes debemos estar dispuestos a aceptar la humillación que suponen
aquellos defectos que no logramos superar, las flaquezas diarias... Muchos
días, quizá con más atención en determinadas temporadas, nos puede ayudar a la
hora del examen alguna de estas preguntas: «¿supe ofrecer al Señor, como expiación,
el mismo dolor, que siento, de haberle ofendido ¡tantas veces!?; ¿le ofrecí la
vergüenza de mis interiores sonrojos y humillaciones, al considerar lo poco que
adelanto en el camino de las virtudes?»14.
Y luego, las humillaciones de fuera, las que no esperábamos o las que nos
parecen injustas, ¿las llevamos por Cristo?15.
Si buscamos
la roca firme para edificar que es la humildad de Nuestro Señor, cada día
encontramos incontables ocasiones para ejercitarla: hablar solo lo necesario –o
mejor un poco menos– de nosotros mismos, ser agradecidos por los pequeños
favores de quienes están a nuestro lado, considerando que nada merecemos,
agradecer a Dios los innumerables beneficios que recibimos, querer hacer la
vida más amable a quienes encontramos a lo largo de la jornada, rechazar los
pensamientos inútiles de vanidad o de vanagloria, no perder las ocasiones de
prestar pequeños servicios en la vida familiar, en el trabajo, en cualquier
parte; dejarse ayudar, pedir consejo, ser muy sincero con uno mismo –pidiendo
ayuda al Señor para no justificar los pecados y las faltas, aquellas cosas que
nos humillan y de las que tenemos que pedir perdón, a veces, a los demás–, con
Dios y en la dirección espiritual, donde también encontramos a Jesús...
Poniendo
los ojos en Cristo, encontramos también el desasimiento necesario para
rectificar, que es camino de humildad, en las muchas cosas en que podemos
habernos equivocado (porque nos faltaban datos, o ha cambiado alguno de ellos,
o no habíamos profundizado en el problema...).
Aprendamos
esta virtud contemplando la vida de Santa María. Dios hizo en Ella cosas
grandes «“quia respexit humilitatem ancillae suae” —porque vio la bajeza de su
esclava...
»—¡Cada
día me persuado más de que la humildad auténtica es la base sobrenatural de
todas las virtudes!
»Habla
con Nuestra Señora, para que Ella nos adiestre a caminar por esa senda»16.
1 Primera
lectura, Año I. Gen 11, 1-9. —
2 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 13. —
3 Cfr. Gen 3,
5. —
4 Juan
Pablo II, o. c., 14. —
5 Sant 4,
6. —
6 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. I, pp. 445-446. —
7 San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre la 1ª Epístola a los Corintios,
8. —
8 San
Agustín, Sobre la ciudad de Dios, 14, 28. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 77, a. 4 c. —
10 Eclo 10,
15. —
11 Ibídem,
10, 12. —
12 Santa
Catalina de Siena, El Diálogo, 51. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 100. —
14 ídem, Forja,
n. 153. —
15 Cfr. ídem, Camino,
n. 594. —
16 ídem, Surco,
n. 289.
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