Francisco Fernández-Carvajal 27 de febrero de 2019
—
Entre todas las cosas de la vida, lo verdaderamente importante es llegar al
Cielo. Cortar o rectificar lo que nos separe de nuestro fin último.
—
Existencia del infierno. El demonio no ha renunciado a las almas que todavía
peregrinan en la tierra. El santo temor de Dios.
— Ser
instrumento de salvación para muchos.
I. Entre
todos los logros de la vida, uno solo es verdaderamente necesario: llegar hasta
la meta que Dios mismo nos ha propuesto, el Cielo. Con tal de alcanzarlo
debemos perder cualquier otra cosa, y apartar todo lo que se interponga en el
camino, por muy valioso o atractivo que nos pueda parecer. Todo debe ser
subordinado a la única meta de nuestra vida: llegar a Dios, y si algo en vez de
ser ayuda es obstáculo, entonces habremos de rectificarlo o quitarlo. La
salvación eterna –la propia y la del prójimo– es lo primero. Así nos lo dice el
Señor en el Evangelio de la Misa1: Si
tu mano te escandaliza, córtala... Y si tu pie te escandaliza, córtalo... Y si
tu ojo te escandaliza, sácalo... Más vale entrar manco, cojo o tuerto
en el Reino que ser arrojado íntegro a la gehena del fuego, donde su
gusano no muere y el fuego no se apaga. Más vale privarse de algo tan
necesario como la mano, el pie o el ojo que perder el Cielo, bien absoluto, con
la visión beatífica de Dios por toda la eternidad. Mucho más si se trata de
algo –como suele ocurrir– de lo que con un poco de buena voluntad se puede
prescindir sin quebranto grave alguno.
Con
estas imágenes tan gráficas el Señor nos enseña la obligación de evitar los peligros
de ofenderle y el deber grave de apartar la ocasión próxima de pecado,
pues el que ama el peligro, en él caerá2.
Todo aquello que nos pone cerca del pecado debe ser echado fuera enérgicamente.
No podemos jugar con nuestra salvación, ni con la del prójimo.
Muchas
veces –y será lo normal para un cristiano que pretende agradar en todo a Dios–
no serán obstáculos muy importantes los que habrá que remover, sino quizá pequeños
caprichos, faltas de templanza en las que el Señor pide mortificar el gusto,
falta de dominio en el carácter, excesiva preocupación por la salud o por el
bienestar... Faltas más o menos habituales –pecados veniales, pero muy a tener
en cuenta– que retrasan el paso, y que pueden hacer tropezar y aun caer en
otras más importantes.
Si
luchamos generosamente, si tenemos claro el fin de la vida, trataremos de
rectificar con tenacidad esos obstáculos, para que dejen de serlo y se
conviertan en verdaderas ayudas. Esto hizo el Señor muchas veces con sus
Apóstoles: del ímpetu precipitado de Pedro formó la rocafirme sobre
la que se asentaría la Iglesia; de la brusca impaciencia de Juan y de Santiago
(les llamaban «hijos del trueno»), el celo apostólico de incansables
predicadores; de la incredulidad de Tomás, un testimonio claro de su divinidad.
Lo que antes era obstáculo, ahora se ha convertido en una gran ayuda.
II. La
vida del cristiano ha de ser un continuo caminar hacia el Cielo. Todo debe
ayudarnos para afianzar nuestros pasos en ese sendero: el dolor y la alegría,
el trabajo y el descanso, el éxito y el fracaso... De la misma manera que en
los grandes negocios y en las tareas de mucho interés se vigilan y se estudian
hasta los menores detalles, así debemos hacer con el negocio más importante, el
de la salvación. Al final de nuestro paso por la tierra encontramos esta única
alternativa: o el Cielo (pasando por el Purgatorio si hemos de purificarnos) o
el Infierno, el lugar del fuego inextinguible, del que el Señor
habló explícitamente en muchos momentos.
Si el
Infierno no tuviera una entidad real, y si no hubiera una posibilidad también
real de que los hombres terminaran en él, Cristo no nos habría revelado con
tanta claridad su existencia, y no nos habría advertido tantas veces,
diciendo: ¡estad vigilantes! El demonio no ha renunciado a
lograr la perdición de ningún hombre, de ninguna mujer, mientras peregrine en
este mundo hacia su fin definitivo, de ninguno ha desistido, cualquiera que sea
el puesto que ocupe y la misión que haya recibido de Dios.
La existencia
de un castigo eterno, reservado a los que obren mal y mueran en pecado mortal,
está ya revelada en el Antiguo Testamento3.
Y en el Nuevo, Jesucristo habló del castigo preparado para el diablo y sus
ángeles4, que sufrirán también los siervos malos que no cumplieron la
voluntad de su señor5,
las vírgenes necias que fueron halladas sin el aceite de las buenas obras
cuando llegó el Esposo6,
los que se presentaron sin el traje nupcial al banquete de bodas7,
quienes ofendieron gravemente a sus hermanos8 o
no quisieron ayudarles en sus necesidades materiales o espirituales9...
El mundo se compara a una era en la que hay trigo juntamente con la paja, hasta
el momento en el que Dios tomará en su mano el bieldo y limpiará la era,
metiendo después el trigo en su granero y quemando la paja en un fuego que no
termina10.
No es
el Infierno una especie de símbolo para la exhortación moral, más a propósito
para ser predicado en otros momentos históricos en los que la humanidad estaba
menos evolucionada. Es una realidad dada a conocer por Jesucristo, tan
tristemente objetiva que le llevó a mandarnos vivamente –como leemos en el
Evangelio de la Misa– que dejáramos cualquier cosa, por importante que fuera,
con tal de no parar allí para siempre. Es una verdad de fe, constantemente
afirmada por el Magisterio; recuerda el Concilio Vaticano II, al tratar de la
índole escatológica de la Iglesia: «debemos vigilar constantemente (...), no
sea que como aquellos siervos malos y perezosos (cfr. Mt 25,
26) seamos arrojados al fuego eterno (cfr. Mt 25, 41), a las
tinieblas exteriores en donde habrá llanto y crujir de dientes»11.
La existencia del Infierno es una verdad de fe, definida por el Magisterio de
la Iglesia12.
Sería
un grave error no llevar este tema trascendental alguna vez a nuestra
consideración o silenciarlo en la predicación, en la catequesis o en el
apostolado personal. «La Iglesia tampoco puede omitir, sin grave mutilación de
su mensaje esencial –advierte Juan Pablo II–, una constante catequesis sobre
(...) los cuatro novísimos del hombre: muerte, juicio (particular y
universal), infierno y gloria. En una cultura, que tiende a encerrar al hombre
en su vicisitud terrena más o menos lograda, se pide a los Pastores de la
Iglesia una catequesis que abra e ilumine con la certeza de la fe el más allá
de la vida presente; más allá de las misteriosas puertas de la muerte se
perfila una eternidad de gozo en la comunión con Dios o de pena lejos de Él»13.
El Señor quiere que nos movamos por amor, pero, dada la debilidad humana,
consecuencia del pecado original y de los pecados personales, ha querido
manifestarnos a dónde conduce el pecado para que tengamos un motivo más que nos
aparte de él: el santo temor de Dios, temor de separarnos del Bien
infinito, del verdadero Amor. Los santos han tenido como un gran bien las
revelaciones particulares que Dios les hizo acerca de la existencia del
Infierno y de la enormidad y eternidad de sus penas: «fue una de las mayores
mercedes que Dios me ha hecho –escribe Santa Teresa–, porque me ha aprovechado
muy mucho, tanto para perder el miedo a las tribulaciones de esta vida, como
para esforzarme a padecerlas y a dar gracias al Señor, que me libró, a lo que
me parece, de males tan perpetuos y terribles»14.
Veamos
hoy en esta oración si existe algo en nuestra vida, aunque sea pequeño, que nos
separa del Señor, en lo que no luchamos como deberíamos; examinemos si huimos
con prontitud y decisión de toda ocasión próxima de pecar; si pedimos con
frecuencia a la Virgen que nos dé un profundo horror a todo pecado, también al
venial, que causa tanto daño al alma: nos aleja de su Hijo, nuestro único Bien
absoluto.
III. La
consideración de nuestro fin último ha de llevarnos a la fidelidad en lo poco de
cada día, a ganarnos el Cielo con los quehaceres y las incidencias diarias, a
remover todo aquello que sea un obstáculo en nuestro caminar. También nos ha de
llevar al apostolado, a ayudar a quienes están junto a nosotros para que
encuentren a Dios y le sirvan en esta vida y sean felices con Él por toda la
eternidad. Esta es la mayor muestra de caridad y de aprecio que podemos tener.
La
primera forma de ayudar a los demás es la de estar atentos a las consecuencias
de nuestro obrar y de las omisiones, para no ser nunca, ni de lejos, escándalo,
ocasión de tropiezo para otros. El Evangelio de la Misa recoge también estas
palabras de Jesús: Y al que escandalice a uno de estos pequeños que
creen en mí, más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino, de las
que mueve un asno, y sea arrojado al mar. En otro momento ya había dicho el
Señor: Es imposible que no sucedan escándalos; pero ¡ay de aquel que
los causa!15.
Pocas palabras encontramos en el Evangelio tan fuertes como estas; pocos
pecados tan graves como el de causar la ruina de un alma, porque el escándalo
tiende a destruir la obra más grande de Dios, que es la Redención, con la
pérdida de las almas: da muerte al alma del prójimo quitándole la vida de la
gracia, que es más preciosa que la vida del cuerpo. Los pequeños,
para Jesús, son en primer lugar los niños, en cuya inocencia se refleja de una
manera particular la imagen de Dios; pero también lo son esa inmensa
muchedumbre de personas sencillas, con menos formación y, por lo mismo, más
fáciles de escandalizar.
Ante
las muchas causas de escándalo que diariamente se dan en el mundo, el Señor nos
pide a sus discípulos desagravio y reparación por tanto mal, siendo ejemplos
vivos que arrastren a otros a ser buenos cristianos, practicando la corrección
fraterna oportuna, afectuosa, prudente, que ayude a otros a remediar sus
errores o a que se separen de una situación dañosa para su alma, moviendo a
muchos para que acudan al sacramento de la Penitencia, donde enderecen sus
pasos torcidos. La realidad de la existencia del Infierno, que nos enseña la
fe, es una llamada al apostolado, a ser para muchos instrumento de
salvación.
Acudamos
a la Virgen Santísima: iter para tutum!16,
prepáranos, a nosotros y a todos los hombres, un camino seguro: el que termina
en la eterna felicidad del Cielo.
1 Mc 9,
40-49. —
2 Ecli 3,
24. —
3 Cfr. Num 16, 30-33; Is 33,
14; Ecli 7, 18-19; Job 10, 20-21; etc.
—
4 Cfr. Mt 25,
41. —
5 Cfr. Mt 24,
51. —
6 Cfr. Mt 25,
1 ss. —
7 Cfr. Mt 22,
1-14. —
8 Cfr. Mt 5,
22. —
9 Cfr. Mt 25,
41 ss. —
10 Cfr. Lc 3,
17. —
11 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 48. —
12 Benedicto
XII, Const. Apost. Benedictus Deus, 29-1-1336, Dz.
531; Conc. de Florencia, Dz. 693. —
13 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et paenitentia,
2-XII-1984, 26. —
14 Santa
Teresa, Vida, 32, 4. —
15 Lc 17,
1. —
16 Liturgia
de las Horas, Segundas Vísperas del Común de la Virgen, Himno Ave,
maris stella.
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