HÉCTOR SILVA MICHELENA
Nos dijo el poeta Antonio
Machado, en un verso cuyo eco aún resuena en nuestras almas: “Un golpe de ataúd
sobre la tierra / es algo perfectamente serio”. El eco nos recuerda cada día lo
que significa la integridad humana. Resuena la pregunta de Sócrates: “¿Cómo se
ha de vivir? No es una pregunta trivial estamos hablando acerca de cómo debe
uno vivir”. Así lo registra Platón en La República.
La pregunta de Sócrates es
el mejor comienzo para comprender la vida, las obras, las acciones, los
abrazos, los besos y los tragos de Heinz Rudolf Sonntag, mi amigo íntimo con
quien compartí cada uno de los términos de su existencia.
No pretendo ni quiero
escribir en una nota de prensa la biografía de mi amigo, aunque me tienta el Diario
íntimo de Amiel, quien exclamó: “¡Es difícil vivir!”. Y así fue a todo lo
largo de nuestra senda común. Conocí a Heinz en 1964 cuando, impulsado por mi
hermano José Agustín le interesó Venezuela. Rápidamente trabamos amistad y
compartimos horas de trabajo, amor y alcohol, a la altura del poeta
Apollinaire, en su libro Alcools; al calor de los diálogos lo primero que
compartimos fueron estas palabras de Nietzsche: “Lo cierto es que la verdad no
se ha dejado conquistar: -y hoy toda especie de dogmática está ahí en pie, con
una actitud de aflicción y desánimo”.
En 1966, recibí una
invitación de la Universidad de Bochum, donde Heinz vivía con su esposa y
escribía su tesis doctoral. Luego volvió a Venezuela, y juntos escribimos un
libro rebelde: Universidad, dependencia y revolución, publicado por Siglo
XXI, México. No nos inspiramos en el mayo francés, nos centramos en las
universidades latinoamericanas, especialmente en las Reformas de Córdova, que
democratizaron lo que entonces era privilegio de las élites. Nuestra querida
UCV fue la inspiración: queríamos transformar la sociedad a partir de la
universidad, un error que salió caro, la UCV fue allanada y ocupada por los
militares.
Heinz fue expulsado por un
decano interventor, de quien no quiero acordarme, con Alfredo Chacón insistimos
ante el nuevo decano, ya normalizadas las cosas, que lo trajera de vuelta. Así
ocurrió. Fui jurado de su concurso de oposición que le abrió el camino a una
fructífera carrera académica, y lo relacionó con los movimientos democráticos
venezolanos. Había aprendido a manejar el español muy rápidamente. Su inquietud
intelectual y rebelde lo llevo a participar y a fundar varios espacios de
reflexión filosófica y política: ahí está una de sus últimas creaciones: el
observatorio Hannah Arentd, desde donde se continúan difundiendo los valores
democráticos y la comprensión de un fenómeno que hoy nos ahoga en Venezuela: el
totalitarismo. Heinz nos hizo saber que Lefort, a quien habíamos conocido en
Paris tenía razón.
Siempre recordamos a quien
sostenía que el fenómeno totalitario no surgió del vacío; no es fruto de seres
malignos o mentes sádicas con complejos de inferioridad, ni tampoco es una
forma velada que asume el Gran Capital o una casta burocrática para reafirmar
su dominación sobre el proletariado. Juntos aprendimos que el totalitarismo,
por el contrario, es la experiencia sociopolítica que define al siglo XX. No
existe otro acontecimiento que haya puesto a prueba de manera más palpable el
sentido de lo humano y de lo inhumano, de lo justo y de lo injusto, como el
totalitarismo. Todo es posible en la sociedad totalitaria. Nada del más acá le
resulta ajeno.
Heinz lo comprendió
plenamente y se empeñó en mostrarnos que en la democracia moderna no ha
encontrado en el presente la vacuna contra el virus totalitario. Siempre que la
incertidumbre que activa la sociedad democrática deviene insoportable por
razones políticas, económicas o sociales; siempre que el deseo de pensamiento
es sustituido por una exigencia desmesurada de dogmas, aparece en el horizonte
inmediato el fantasma totalitario.
Charlando en Bochum en una
taberna Heinz me leyó estas frases de Hermann Hesse, en El lobo estepario:
“Aparté mi vaso, que la tabernera quería volver a llenarme, y me levanté. Ya no
necesitaba más vino. La huella de oro había relampagueado, me había hecho
recordar lo eterno, a Mozart y a las estrellas”. Juntos buscamos al Creador de
la alegría, y Schiller nos dijo: “Such' ihn über'm Sternenzelt! / Über
Sternen muss er wohnen. ¡Búscalo por encima de las estrellas! / ¡Allí debe
estar su morada!”. Y así fue, amigo.
13-08-15
Tomado de: http://www.el-nacional.com/hector_silva_michelena/Heinz-Sonntag-referente-etico_0_682131937.html
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