Soledad Morillo Belloso 13 de agosto de 2015
Deseo para cada venezolano una vida
mejor que la que yo y muchos como yo hemos tenido. Sé que he sido una
privilegiada. Tuve papá y mamá dedicados a hacer familia, a trabajar, a cuidar
de sus hijos, educarlos, formarlos, darles amor y atención. Conozco este país
casi de punta a punta. He recorrido sus carreteras, sus pueblos y ciudades. He
probado sus platillos y sus dulces. He hablado con venezolanos de pompa y
también con humildes ciudadanos de a pie. He tomado café en finísimas tazas de
porcelana traslúcida y también en pocillos de peltre, para concluir que en ambos,
si el café es bueno y ha sido bien colado, sabe igual. He conocido venezolanos
de todo estrato, raza, estirpe, tendencia, pensamiento, color, olor y sabor. De
casi todos he aprendido algo.
Como fui becada casi toda mi carrera
universitaria, luego de mi graduación en la UCAB negocié con mi papá que me
financiara un año más en la universidad para obtener una segunda especialidad.
Lo hizo bajo la condición que lo hiciera mientras trabajaba. Cuando me gradué,
pude escoger entre tres ofertas de empleo. Tres, a cual mejor. Estudié en la
universidad a punta de colas. Para entonces el transporte público era bastante
precario, así que me las agencié para moverme a punta de colas. A cada uno de
esos amigos les agradecí infinitamente su cortesía.
Aparte de tres comidas diarias bien
balanceadas, en mi casa siempre hubo libros; información y cultura estaban
disponibles. Y tuve además el privilegio, por ejemplo, de aprender los
pormenores de la Guerra Federal en la biblioteca del doctor Miguel Ángel
Burelli Rivas. Padre de cinco hijos, él no tenía por qué dedicarme tiempo y
paciencia. Pero lo hizo. Y eso no tuvo precio.
Crecí en una familia en la que jugar era
un acto de inteligencia. Un reto permanente. Ganaba el torneo quien más sabía.
Así aprendí que mucho más gratificante es el éxito medido en conocimiento que
aquel que se pesa en dinero. Tempranamente entendí que es más rico quien más
sabe que quien más tiene. Hoy aprender es mucho más fácil que cuando yo era
joven. No puedo ni imaginar a mis papás teniendo a su alcance la maravilla de
Internet. Si ya mucho sabían, si mi papá leyó de punta a punta la Enciclopedia
Británica, si mamá tenía talento natural para el progreso, cuán lejos hubieran
llegado si en la biblioteca de casa hubiera estado instalado un computador con
acceso a todo el conocimiento universal.
En mi casa hubo lujos. Muchos. El de la
unidad. De la amistad. De las querencias. Del compartir. Las alegrías se
festejaban juntos. Los problemas se padecían juntos y juntos se superaban. Eso,
que hoy llamamos solidaridad, era el pegamento familiar, que no se derretía ni
con el calor más sofocante de cualquier angustia. En mi casa el amor jamás tuvo
fecha de vencimiento y se le vetó la entrada a la vulgaridad, al manirrotismo,
a la estupidez. Se le dio con la puerta en las narices a cualquier
manifestación exógena de ordinariez o corrupción que pudiera ensuciarnos. Nos
enseñaron a no escupir en la calle, a respetar a los mayores, a querer a los
animales, a retribuir las gentilezas y cortesías; que botar comida es un
pecado, que los libros no se queman, que hay que limpiar la casa y las aceras,
que la ropa se cuida, pues cuando uno ya no la use a alguien le servirá. Nos
enseñaron que no existe tal cosa como la felicidad en solitario.
Muchísimos venezolanos hemos sido
privilegiados. El verdadero privilegio está en la decencia, en la prudencia, en
el festejo del conocimiento y el trabajo, en el sudor honesto. En levantarse
cada día pensando en qué hacer para que nuestro país sea una nación mejor para
todos. Los que dividen, pisotean, insultan, roban, los que se enchufan en
sórdidas oportunidades, los que creen que el éxito se mide simplemente en
cuánto contabilizan en dinero, y peor si es mal habido o de dudosa procedencia,
esos no son privilegiados. Y mientras esos gobiernen, mientras esos manden y
controlen, mientras esos oportunistas decidan, nuestro país seguirá bajo estado
de sitio y secuestro.
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