Por Yedzenia
Gainza, 07/08/2015
Hay cosas que
parecen infinitas, pero la verdad es que nada es para siempre, y como dice la
canción: “todo tiene su final”. Así que un día al ser humano casi sin darse
cuenta de todo lo que ha pasado se le activa el sensor del “BASTA”, no porque
sea suficiente, sino porque ya es demasiado. Cosas tan disparatadas como el
fanatismo, o tan nobles como la paciencia, la esperanza, la inocencia o el amor
tienen el umbral del “demasiado” mucho más alto de lo que puede imaginarse, y
es eso lo que hace pensar que son una fuente inagotable de segundas, terceras,
decimonovenas, y quincuagésimo séptimas oportunidades de las que algunos con
más o menos éxito se aprovechan según su conveniencia.
En este país de
riqueza infinita que no se refleja en la mayoría de los 30 millones de almas
que lo habitan, hace tiempo que comenzaron a sonar las campanas del hastío. Y
lo que antes era una ceguera colectiva producto del culto a un líder hipócrita
que fue llenándose los bolsillos mientras con histrionismo soltaba las migajas
a un pueblo hambriento, ahora se ha convertido en ese gran bulto que sale después
de estrellarse contra el muro de la realidad.
La pandilla que
gobierna Venezuela comienza a llevarse las manos a la cabeza porque ya nadie
cree en sus mentiras, pues mientras más excusas inventan más se nota su
ineptitud y corrupción. Llevan años hablando de los logros de unas políticas
piratas –con patas de palo y todo– que han cedido ante el peso de la violencia,
la inflación, la escasez, y por supuesto, la injusticia. Los malandros que
crearon al “hombre nuevo” comienzan a preocuparse porque ya no pueden controlar
al monstruo que durante años han estado alimentando, y que ahora a falta de
techo, comida y cerveza se les ha rebelado. El chavismo teme a su propia
cosecha, teme a la tempestad que abonó con odio, paternalismo, mentiras y leyes
laborales que fomentaron el parasitismo. El chavismo tiene miedo de lo que le
viene encima porque ya la farsa no da para más. Los saqueos escondidos bajo el
eufemismo de “situación irregular” se extienden a lo largo y ancho del país,
las expropiaciones se intensifican en el vano intento de justificar el fracaso
de todas las anteriores, y el poder del hampa ha llegado al punto en que la
policía tiene que esconderse de los delincuentes para poder sobrevivir a un
ataque.
En las colas los
venezolanos están muriendo de mengua o tiroteados por los uniformados que se
supone tendrían que protegerlos. Ya nadie quiere esperar, y por más que el
control de los medios lo intente, es imposible esconder la miseria que inunda
las calles. Aumentan los controles, aumenta la inflación y aumenta la
desesperación en un país con un presidente incompetente que no para de dar excusas
atribuyendo a la oposición estrategias y dinero para sabotear su humo. Porque
aparte de encarcelar inocentes, amenazar a la población, violar derechos
humanos, jugar perinola con la Constitución Nacional, acosar a la empresa
privada, hacer el ridículo por el mundo, comprar apoyo internacional y
despilfarrar lo poco que queda. Nicolás Maduro y su predecesor no han hecho más
que echar tierra en los ojos de sus seguidores y vejar a sus detractores.
Bastante torpe es un régimen que a pesar de controlar las instituciones, los
medios de comunicación, los servicios públicos, las armas y prácticamente la
totalidad de la producción nacional, insiste en hacerle creer al mundo que el
problema es la oposición que no le permite trabajar.
En Venezuela ya no
quedan ni chicles para estirar los innumerables, fantásticos y mediocres
pretextos de Maduro y el combo de alcahuetes que le asisten como a un
adolescente tan flojo como corto de intelecto siempre necesitado de un culpable
para su ineptitud. La gente que hace colas para comprar comida vive agobiada
deseando que no se dispare el dólar mientras intenta conseguir harina o
presenta la documentación necesaria para comprar pañales –si hay–. Si no fuera
por las continuas fallas eléctricas, los supermercados pondrían los precios en
paneles electrónicos donde los clientes pudieran ver aumentar en tiempo real el
precio de cada cosa según el dólar paralelo, el único que a falta de un Banco
Central medianamente útil, es el que realmente indica cómo va la economía.
Al régimen que
sigue regalando dinero y perdonando a precio de gallina flaca deudas
multimillonarias se le acaba el tiempo, ya no tiene dónde raspar para engordar
sus cuentas bancarias. De modo que entre la ruina y el miedo ve acercarse su
final a manos de un pueblo decepcionado, hambriento, pero sobre todo, exhausto
de tanto despropósito. Al chavismo Venezuela le quedaba muy grande, pero no se
había dado cuenta hasta ahora cuando sus más fieles seguidores ya no pueden llenarse
la barriga con consignas, es por eso que actúa desde el miedo a enfrentarse con
la cara más dura de un pueblo: la demacrada y furibunda que demuestra (sin
medir las consecuencias) a través de secuestros y saqueos, que ya ha sido
demasiado y que como amor con hambre no dura, se acabó lo que se daba.
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