Fernando Mires 14 de diciembre de 2015
Es una recopilación de textos. Dos
razones me han llevado a darlos a conocer en forma de libro. La primera es que
hay entre todos los textos una unidad de sentido, una que no busqué y fue
configurada por su propia dinámica. La segunda es que habiendo sido publicados
en diversas fechas, vistos en conjunto dichos textos adquieren el carácter de
una crónica. Quizás sea necesario decir algo más sobre esa segunda razón.
La crónica es un género literario
situado entre la historiografía y el ensayo. Sin la rigurosidad que supone lo
primero, sin la espontaneidad que se atribuye a lo segundo, trae consigo
la posibilidad de entregar al lector textos escritos en el marco de
un tiempo que se extiende sobre la superficie de un presente siempre continuo.
Un libro-crónica carece de pasado y
de futuro. Es, en cierto modo, una articulación de distintos presentes. Entre
esos diversos presentes he intentado introducir, por cierto, algunas
pausas de reflexión teórica escritas en ritmo de ensayo. Esa es
justamente otra posibilidad que ofrece la práctica literaria de la crónica: no
es necesario renunciar a la teoría, pero la teoría emerge no de los libros sino
de una realidad incierta e imprecisa, como todo lo que sucede en la vida cuando
todavía no conocemos un desenlace final.
Esa fue la razón por la cual después
de haber releído a los textos, decidí publicarlos tal cual los había escrito,
sin quitar y sin agregar ni un punto ni una coma. Si no lo hubiera hecho así
habría corrido el peligro de traicionar al momento en el cual los escribí.
Pero, además, había otra razón, y
aunque parezca arrogancia he de confesarla: No tengo que arrepentirme de
ninguna palabra, ninguna frase, ningún párrafo. Por cierto, una que otra línea
podría haber sido mejor formulada, quizás hay por ahí alguna redundancia; puede
que por momentos el estilo sea impreciso o en otros demasiado tajante. Pero en
general, subscribo punto por punto todo lo que escribí. Repitiendo a Edith Piaf
puedo decir: “no me arrepiento de nada”. No es poca cosa, tratándose de un libro
político.
1.
Los textos cubren el periodo que se
extiende desde la muerte de Hugo Chávez hasta las parlamentarias del 6D. Como
toda periodización se trata de una construcción precaria pues nadie puede decir
con seguridad cuando comienza y cuando termina un periodo histórico. No
obstante, el periodo partía de una muerte y no hay nada que sea más definitivo
que una muerte. El 6D, a su vez, me pareció una fecha indicada para cerrar el
periodo. Después del 6D comenzará otro periodo y no estoy muy seguro si ese
será el último de esta ya larga historia.
Sin embargo, “el cambio” al que hago
mención comenzó a gestarse ya durante Chávez. Visto así, el gobierno Maduro no
solo es la continuación temporal de el de Chávez. Es también su continuación
política. Esa es la razón por la cual he rechazado en este libro la tesis, hoy
mantenida por algunos sectores chavistas, relativa a que Maduro –habiendo
dilapidado el enorme capital electoral que le fue legado- habría
“traicionado” a Chávez. Todo lo contrario. Maduro fue extremadamente leal a
Chávez. Pienso incluso que Maduro es Chávez en los tiempos de Maduro.
Todo el descalabro económico, toda la corrupción, toda la arbitrariedad y
autoritarismo del régimen, todo, lleva el sigo de los tiempos de Chávez.
Maduro no imitó mal a Chávez. Lo
imitó muy bien. Ahí reside el problema. Esa es la gran tragedia de Venezuela.
Si bien Chávez está muerto, su obra destructiva ha sido radicalmente continuada
por su sucesor.
2.
Varias veces he sido preguntado por
las razones que me han llevado a ocuparme tan intensamente por Venezuela. Voy a
dar la misma respuesta otra vez: se trata en verdad de dos razones. Una es
política; otra es politológica. Vale la pena hacer la diferencia.
Desde el punto de vista político
entiendo la emergencia de gobiernos autocráticos y autoritarios en América
Latina -cuyo centro nuclear es la Venezuela chavista- como una reacción frente
al proceso de democratización iniciado en las dos últimas décadas del siglo XX,
sobre todo a partir del fin de la Guerra Fría. El momento culminante de ese
proceso fue, como es sabido, el declive de las dictaduras militares.
Ahora bien, una de las
características centrales del neo-autocratismo latinoamericano ha sido la
reactivación de la lógica política de la Guerra Fría. Tanto en su lenguaje,
estilo y discurso, presidentes como Morales, Correa, Ortega, los Kirchner, han
intentado retornar al mundo de la Guerra Fría sobre la base de un
anti-norteamericanismo retórico que, por lo demás, nunca practicaron.
La recurrencia al mentado “socialismo
del siglo XXl” ha sido una coartada destinada a otorgar legitimidad a
gobiernos extremadamente centralistas, autoritarios, refractarios a la
alternancia política y, por cierto, simpatizantes de las más sangrientas
dictaduras del planeta. En esa perspectiva se trata de gobiernos radicalmente
reaccionarios.
Ahora, dentro de ese conjunto, los
más reaccionarios, vale decir, los más antidemocráticos, han sido los gobiernos
de Chávez y de los hermanos Castro, pues al autoritarismo propio a los gobiernos
ya nombrados, agregaron un radical y exultante militarismo. Eso quiere decir:
si arrancamos el antifaz ideológico socialista al chavismo y al castrismo,
asoman sus verdaderos rostros: los de los últimos representantes de un
militarismo anti-político representado ayer por Pinochet y por Videla. Por lo
mismo cada derrota que los militaristas de hoy experimenten debe ser
considerada como un desbloqueo al proceso de democratización iniciado en las
postrimerías del siglo pasado.
La razón politológica de mi interés
sobre Venezuela obedece a una cierta deformación profesional. Convencido como
estoy de que la razón de la política no reside en los consensos sino en las
diferencias, más todavía si estas son antagónicas, el caso de Venezuela
despertó en mi una innegable voracidad intelectual. En efecto, creo que no hay
país en el mundo en donde los antagonismos hayan alcanzado un tan alto grado de
polarización.
Para quien ha ejercido la docencia, y
además, escrito diversos textos sobre teoría política, el caso venezolano es un
desafío. ¿Cómo seguir caminando sobre una muy estrecha vía política sin caer en
el abismo de la violencia y de la guerra? Esa es la pregunta.
Hubo momentos, debo confesar, en los
cuales llegué a pensar que toda posibilidad política estaba definitivamente
cerrada. Y sin embargo, pese a encuentros no exentos de violencia y muerte, el
primado de la política continúa vigente. A primera vista, un verdadero milagro.
Pero no lo es.
El primado de la política por sobre
las balas ha sido posible en gran medida gracias a la conducción de la MUD. Una
conducción que no proviene de superhombres, ni de mesías, ni de héroes, ni de
grandes oradores y en ningún caso de intelectuales iluminados por una estrella.
La fortuna logró, sin embargo, juntar a un conjunto de personas con
experiencia, con capacidad de diálogo, pero sobre todo, con sentido común. Un
sentido común que no existe en el chavismo, pero tampoco en toda la oposición.
3.
Como notará el lector, yo mismo, como
autor, he tomado partido. En ningún momento he tratado de ser imparcial.
Objetivo sí; imparcial, no.
Ser objetivo no es lo mismo que ser
imparcial. La objetividad es cumplida cuando la presentación de los hechos se
ajusta a lo sucedido y con eso, basta. La imparcialidad en cambio es la
práctica de emitir opiniones sin criticar a ninguno de los bandos en contienda.
A veces tan loable intención puede ser posible. Hay otras, sin embargo, en las
cuales es absolutamente imposible. En situaciones límites – y el chavismo es
una de esas- donde la apuesta es entre dictadura o democracia, el ideal de
imparcialidad puede llegar a convertirse en abierta complicidad.
Frente al conjunto de la oposición
tampoco he sido imparcial. Ahí también he tomado partido. Motivos surgidos de
una lógica elemental me obligaron a hacerlo. A lo largo del libro me pronuncio
constantemente en contra de quienes desde la oposición atacaban a la MUD y a
sus dirigentes con tanto o más virulencia que al propio chavismo. Pues para mí
siempre estuvo muy claro: La MUD llegó a ser, para bien o para mal, el
único frente de asociación de los partidos políticos democráticos de Venezuela.
Intentar destruirla, desde fuera o desde dentro, sin proponer una organización
alternativa, era, en mi opinión, simple masoquismo político.
Del mismo modo siempre me pronuncié
en contra de quienes intentaron una salida no electoral, propiciando la
abstención o embarcándose en aventuras destinadas a despertar el patriotismo de
los militares. Buscar atajos o salidas me ha parecido siempre una locura sin
nombre. La alternativa debía ser, no había otro camino, democrática,
constitucional, pacífica y electoral. Solamente en dirección a esa alternativa
la movilización en las calles podía adquirir algún sentido. Fuera de ella, no.
No era, por lo demás, la primera vez
que frente a un proceso he tenido que tomar un doble partido. Lo de Venezuela
fue para mí, en cierto modo, un “déjà-vu”.
La primera experiencia ocurrió
durante los acontecimientos que llevaron a la fundación de Solidarnosc en
Polonia (1981). Desde el primer momento surgieron ahí dos tendencias. Una era
la del KOR, con Joseph Kuron y Adam Mischnik alrededor de Walesa. Dicha tendencia
levantaba una alternativa democrática y electoral e incluso buscaba un
acercamiento con fracciones comunistas organizadas alrededor del general
Jaruzelski. La segunda, guiada por un catolicismo ultramontano, postulaba un
enfrentamiento sin concesiones al régimen. El solo hecho de que la primera
opción aseguraba las vías menos cruentas, me indujo a apoyarla sin reservas,
gastando mucha tinta en su defensa (lo de la tinta no es metafórico; en ese
tiempo no había internet).
La segunda experiencia tuvo que ver
con el caso chileno. Ocurrió durante el plebiscito que llevó a la destitución
de Pinochet. Ahí se enfrentaron dos tendencias: la de una fracción mayoritaria
del Partido Socialista unido a la Democracia Cristiana, por el plebiscito, y la
del Partido Comunista más una fracción socialista unida a grupos de extrema
izquierda, por una salida insurreccional. Como sucedió en el caso polaco, volví
a gastar tinta defendiendo a la primera opción. Incluso escribí un libro sobre
el tema. Por ahí debe estar amontonado, entre otros.
Hoy me ha vuelto a suceder lo mismo
por tercera vez. La única diferencia es que en Venezuela la última palabra no
ha sido pronunciada. Por eso esta vez he escrito un libro que termina con
puntos suspensivos: “el cambio” no ha terminado. Está recién comenzando.
Si Dios me da alguna de sus fuerzas,
podría ser incluso posible que alguna vez decida escribir otro libro sobre el
tema. Nadie sabe. Ya veremos.
Para leer el libro, hacer clic
AQUÍ
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