Por Rodolfo Izaguirre
El agua es fuente de vida. Existe
desde la aurora del mundo y seguirá estando hasta el final porque ella misma es
su propia y eterna renovación. Fluye y adopta la forma de todas las cosas que
encuentra a su paso: las piedras, los remansos. En los jardines japoneses, con
los bonsai, el bambu, la rocas y la gravilla instala y garantiza la fertilidad,
la longevidad, la presencia del cielo, del hombre y de la tierra.
Limpia y a la vez, regenera. La
infinitud de su naturaleza esconde un prodigioso potencial: es la semilla de
todas las semillas y de todas las promesas de evolución y amenazas de
reabsorción. Es oriigen de la vida, símbolo de fertilidad, pureza,
sabiduría, gracia y virtud. Tiende a su disolución, pero al mismo tiempo, por
su homogeneidad, favorece la cohesión, la concentración. Se convierte en
nieve, en hielo. Pero puesta al fuego se hace aire, espíritu, soplo de vida. Si
llega a retirarse o a disminuir su nivel permite, en un espectacular acto de
prestidigitación, que aparezca alguna isla flotando en el mar.
Tomamos agua, vencemos la sed; las
plantas y los otros animales también lo hacen y se genera vida. El hindú
insiste en que todo es agua y para los taoistas la vastedad de las aguas no conoce
riberas. Es el manantial y el canal de toda vida; de manera que la savia
termina siendo agua y es el agua la que sostiene el aliento de la vida. Los
simbolistas franceses Jean Chevalier y Alain Gheerbrant refieren que en el
plano físico el agua, que es también un regalo del cielo, es símbolo
universal de fertilidad y fecundidad y hace que broten el arroz y el maíz, es
decir, la vida. Se asegura, incluso, que posee poderes regenerativos al punto
de que en algunos lugares del oriente del mundo se la considera como medicina y
bebida de inmortalidad. El agua es instrumento de purificación y ritual.
Es bendita para el cristianismo
porque su verdadera naturaleza es la pureza; es emblema, también de la más
alta virtud y al bautizarnos vamos al encuentro de la Gracia y ahuyentamos a
los demonios que pudieran haberse ocultado detrás de la inocencia de nuestros
cuerpos que no conocen aún la caricia de esa agua bautismal.
El agua es lo opuesto al fuego.
Para Chevalier y Gheerbrant el agua es yin. Corresponde al norte, al frío, al
solsticio de invierno. Es abismal.
En muchas tradiciones, simboliza el
comienzo de la Creación. Es madre y matriz. Fuente de todas las cosas,
manifestación de lo trascendente y revelación de santidad. Pero no puede
escapar a su propia ambivalencia o contradicción: es vida pero también es
muerte; crea, pero destruye. Es devastadora, desata su furia y arrasa pueblos
enteros y acaba con las vidas que encuentra a su paso. Hace alianzas con el
viento y la lluvia benéfica se convierte en huracanes de espanto: levanta en
el mar olas de quince metros de altura y aparece convertida en el tsunami que
aniquila toda forma de vida costanera. Es el deslave de Vargas, el derrumbe de
las montañas erosionadas. Los ríos, que son caminos de bendición, se
convierten en avanzadas de los peores desastres y las quebradas secas se ahogan
en la súbita, tumultuosa e inesperada crecida de sus aguas. Fuera de
semejantes destrozos, el agua sigue siendo símbolo de la vida y del espíritu.
Purifica, sana, rejuvenece, permite abluciones, lava las ofensas y los pecados
de los cristianos.
Permanecemos en aguas amnióticas y
nos bañamos y renacemos en aguas lustrales. La lluvia y el agua de los mares
expresan la dualidad entre lo alto y lo profundo. Una es fresca; la otra es
salada. Es más, los expertos en simbología consideran que el agua de lluvia al
provenir de lo alto, es viril, es como semen celestial que fecunda la Tierra.
Pero tengo un serio problema: desde
que el socialismo bolivariano entró para asolar a mi país, el agua ¡no llega
a mi casa!
17-01-16
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico