Por María Alesia Sosa Calcaño
La oficina de Isabel
Allende, la escritora que no la senadora, queda en el número 116 de una
callecita en Sausalito, una pequeña ciudad cruzando el Golden Gate de San
Francisco, donde viven no más de ocho mil personas. La localidad está empotrada
en la montaña y da para el Pacífico. Esa orilla de California, a más de nueve
mil kilómetros de distancia es la misma costa de Chile, aquella que la
escritora dejó hace 42 años con la urgencia de huir de un golpe militar.
En Sausalito, la cima también
está llena de casas con vista al mismo mar azul plomo de Valparaíso o Zapallar.
“Sí, es igual”, dice. La casa queda a una cuadra de la marina, y es la que
tiene más verde en sus patios. Al menos los martes por la mañana, se siente
callada la vecindad.
Isabel Allende abre la puerta
ella misma y recibe a las visitas como una castañuela. Siempre sonriente. Pero
asegura que carga con la tristeza de su reciente separación y la angustia de
saber que tiene que poner a dormir para siempre a Olivia, su perra desde hace
17 años.
La casa, convertida en
oficina, tiene un counter y a mano izquierda un salón con decoración
victoriana, de colores claros. Hay un sofá blanco con grandes cojines, una
poltrona, y una mesa de comedor, donde esperan el té y las galleticas que
arregló Lori, su nuera, para la entrevista. Hay también una biblioteca que
tiene más portarretratos que libros. Allí está Isabel con Obama, con Michelle
Bachelet, está su hija Paula, Nicolás, su hijo, y todos sus nietos. Hay fotos
de su madre, y un gran afiche con los artistas que protagonizaron la película
de “La Casa de los Espíritus” en el año 93: Meryl Streep y Antonio Banderas, su
amor platónico.
Lo último que publicó Isabel
Allende es El amante japonés, una novela sobre la vejez, la soledad y el
amor en todas sus facetas y edades. Asegura que es el reflejo de lo que está
atravesando en su vida. “Estoy en un momento importante, me acabo de separar de
mi marido después de 27 años de matrimonio, me ha pegado fuerte. Cuando empecé
a escribir el libro no me había separado, fue casi profético. Además este año
he tenido un enfrentamiento con la vejez, por mis padres, muy fuerte, pero ya
el año pasado lo presentía y por eso el tema me interesaba”.
Sobre un nuevo amor en su vida
y la situación de Venezuela, la invade una inmensa sensación de posibilidad y
esperanza.
Antes de empezar, pide que la
tuteen y con voz de lamento, pregunta por la situación de Venezuela, el país
que la recibió y la acogió durante 13 años.
—Me pidieron que no trajera cámara a la entrevista, ¿sigues siendo tan vanidosa a los 72?
—No es por eso, pero sí, sigo
siendo. La vanidad no se pasa con los años, todo lo contrario te cuidas más.
Antes te podías acostar sin lavarte la cara, pero ahora no, cuesta más
mantenerse. Aunque ya no me ve nadie. Si no tengo ni marido.
—Uno de los temas principales
de El amante japonés es la vejez, ¿te da miedo envejecer?
—Ya es un poco tarde para eso.
(Risas)
—¿Cómo lo llevas?
—No me di cuenta hasta los
setenta, que empecé a sentir que me fallaba la energía, que siempre he tenido
mucha, siempre he sido hiperactiva y puedo hacer diez cosas a la vez y no me
cansaba nunca, ahora me canso. Físicamente no me siento tan fuerte, siempre muy
sana, eso sí. Se va cerrando el mundo. La gente mayor tiene menos espacio,
porque el mundo es joven es de las generaciones que vienen empujando, uno busca
otros espacios más tranquilos, más solitarios, más interiores, y no me siento
mal todavía, no sé cómo será a los ochenta, pero por ahora estoy bien.
—¿Qué has encontrado en esos
espacios más solitarios?
—Más introspección, más vida
espiritual, más estudio, en el sentido de que ahora investigo más a fondo, leo
con más profundidad. Antes, pasaba corriendo por la vida, ¡corriendo! a toda
velocidad y ahora me siento que estoy más aquí.
—¿Tienes miedo a la muerte?
—Ninguno. Lo que sí tengo
miedo es a la dependencia y a la decrepitud. Estoy rodeada de ese problema y
eso me asusta, pero no la muerte. Mi padrastro tiene 99 años, y mi madre, 95.
Ella está muy bien de la cabeza, tiene el cerebro de una persona de 30, pero el
cuerpo no le da. Él está más sano que ella, pero tiene la mente ida. De haber
sido un patriarca autoritario es hoy un viejito asustado y dependiente.
—Dices en el libro que
envejecer es ser más de lo que siempre fuiste ¿Qué es eso que siempre has sido
y que se ha acentuado con tu vejez?
—La vejez no me ha hecho más
sabia, en ningún caso. Pero siempre he sido generosa, vanidosa, activa, fuerte,
buena madre, tribal, responsable por todos los demás, me los echo a todos en la
espalda. Y soy cada vez más de eso. Mi mamá dice que soy botarate, que
todo lo regalo, porque no me apego a las cosas materiales. La única cosa que yo
salvaría si se incendia mi casa, son las cartas de mi mamá que nos hemos
escrito a diario una a la otra durante 40 años. Están en cajas, y ahora es que
las estamos digitalizando. Hasta que no esté todo en digital, yo estoy
aterrada.
—¿Las vamos a leer?
—Noooooo, ¿cómo se te ocurre?
Eso es lo más privado de la vida. Noooooo. Pero me sirven para revisar cuando
escribo unas memorias.
—¿Dirías que ella es tu principal admiradora?
—Es muy crítica. Siempre me
pone la vara muy alta y es divertida. La otra vez le dije: “Mamá, me van a dar
la medalla de la libertad en la Casa Blanca. ¿Qué es eso?, contestó. Y yo le
dije: Métete en el Google, es el honor más alto que le pueden dar a un civil
aquí en Estados Unidos. Y lo primero que me preguntó fue: ¿Y qué te vas a
poner?” (Risas).
—Uno de los personajes de tu
libro dice que a cualquier edad hay que descubrir un propósito en la vida,
¿cuál es el tuyo?
—Uy, yo tengo como diez
propósitos. Uno es la Fundación Isabel Allende (cuya misión es proveer a
mujeres y niñas el acceso a salud, educación y protección contra la violencia),
que llevamos mi nuera y yo. La fundación me mantiene viva y escribiendo, porque
tengo que contribuir económicamente con ella, y tenemos más de 100 programas
que supervisamos de cerca. Ver lo que se puede hacer con poco dinero y mucho
entusiasmo, es maravilloso. Además, una tremenda vida pública que tengo que
atender. Y para qué decir el propósito de mantener a mis padres, ayudar a mis
nietos, la tribu, que uno carga con ella, aunque no es una carga, pero sí una
responsabilidad. También tengo los libros, cada uno es un propósito y un
desafío. Todos mis libros son diferentes, no sé de qué voy a escribir el
próximo año, pero sé que va a ser algo totalmente diferente a lo que he
escrito, eso me obliga a estar alerta, y con todas mis capacidades al servicio
de ese propósito que es el libro.
—Hablando de la diversidad de tus libros, has escrito realismo mágico, sagas para adolescentes, autobiografías, novela policial, ¿no es riesgoso asumir todos los géneros?
—No sé si es riesgoso o no,
pero es lo único que puedo hacer. Cuando escribí La casa de los Espíritus,
tuvo un éxito formidable, pensé que era como el camino a seguir, pero no puedo
hacer eso, no es lo que me interesa. Cada libro responde a un momento emocional
en mi vida. Ese respondía al exilio.
Sin duda alguna es un libro nostálgico por
el Chile que perdí.
—¿Crees que tus libros venden porque siguen teniendo la misma calidad, o porque ya eres una autora consagrada, por tu nombre?
—No lo sé, yo misma me
sorprendo. A veces escribo un libro en el que he puesto cuatro años de
investigación, en el que me enfermé escribiendo, y resulta que la gente no lo
recibe como otro libro que a mi no me costó nada. Entonces, no sé, te prometo
que no sé. Y qué dirá la crítica o los lectores, es siempre una sorpresa.
Además no puedo guiarme por eso, porque estaría limitada y asustada.
El dolor
—Ya has dado las razones de tu
divorcio, ¿qué es lo más difícil de llevar un duelo en pareja?
—Murió Paula, y dos hijos de
Willie (su esposo). Lo peor que le puede pasar a una persona es que se le muera
un hijo, y en pareja, la gente sufre los duelos de manera diferente, con
diferente intensidad, o tiempos. Hay gente que lo transforma, como creo que yo
lo hice con la muerte de Paula, la transformé en un libro, en una fundación. Y
espiritualmente, Paula está conmigo, pero él no pudo hacer eso con sus hijos,
porque murieron por droga. Tuvieron una vida horrorosa, en que no hay nada rescatable.
Para él ha sido, no sólo la pérdida de los hijos, sino también una tremenda
desilusión, que ya es innegable.
Ya venía deprimido antes de
que muriera su último hijo, y cuando murió Harley, hace 3 años, se vino abajo
completamente, se cerró al mundo.
Tratamos de resolver las cosas en pareja, con
terapia, con medicamentos, con toda clase de cosas, pero no funcionó.
—Después de haber perdido una
hija, ¿el divorcio es un dolor menor?
—Todo es menor, este ha sido
un año malo para mi, pero comparado con el año de la enfermedad y muerte de
Paula, esto no es nada. Siento que me pueden pasar cosas peores, pero muy
pocas. Y si pude enfrentar eso, puedo enfrentar casi todo.
Yo, eso es lo que aprendí con
la vida, que no puedo controlar nada. Y así vivo, día a día, con la confianza
de que tengo suficientes recursos personales, experiencia, corazón abierto,
para enfrentar lo que venga, sin susto. No me puedo poner el parche antes de la
herida. Vivir con miedo no tiene sentido. La vida tiene riesgos y dolores inevitables
y mientras más uno se rinde ante lo inevitable, más vives, porque no puedes
controlar nada.
—En Paula te preguntabas si ibas a volver a sonreír, ¿cómo se recupera la sonrisa?
—Con tiempo. Estos procesos
son largos. Yo no pude volver a sentarme a escribir una novela o ficción, hasta
tres años más tarde, porque estaba muy dolida. Pero con el tiempo las cosas se
mejoran. Cuando la Paula se murió, mi mamá me dijo, “Nada te va a ayudar, ni el
Prozac, ni terapia, ni vacaciones en Hawaii, olvídate. Esto es un túnel negro
que tienes que cruzar sola, nadie te puede ayudar. Yo te juro que hay luz al
otro lado, sigue caminando, un paso a la vez, no pares, y vas a encontrar luz
al otro lado. Te vas a demorar, pero vas a encontrar luz”. Y ese consejo lo
sigo para todo. Cuando me siento en un momento como ahora, que se me cierran
las paredes, pienso que es un túnel y sigo caminando. Que voy a volver a reírme
y voy a encontrar la luz, pronto.
—También en la última novela hablas del racismo y la discriminación, ¿Has sido víctima de esto alguna vez?
—Cuando eres inmigrante
siempre eres víctima de discriminación. Un inmigrante tiene que luchar más que
la persona que pertenece al lugar, para ser aceptado. No tienes conexiones, no
tienes a tu familia, ni a tus amigos, a tu tribu. Yo no he sentido
discriminación como se siente en EE UU, porque llegué a casarme con un
americano y no tuve que salir a limpiar baños, porque ya me mantenía sola. Pero
cuando llegué a Venezuela (1973), huyendo del golpe militar en Chile, la situación
fue muy dura.
Venezuela siempre fue un país
que recogió gente, que acogía a los que venían de otros países escapando de la
violencia, la miseria, y de las dictaduras. Venezuela era el país que tenía las
puertas abiertas siempre, y ahora les toca a ellos irse.
—¿Cómo se supera el guayabo del exilio?
—Yo más nunca volví a vivir en
Chile. La dictadura duró 17 años, y en ese tiempo tus hijos crecen en otro
país. No te los vas a llevar de vuelta. Me costaron mucho los dos primeros años
en Caracas, porque no entendía las reglas del juego, que eran tan distintas a
las chilenas. No entendía o no aceptaba, la alegría venezolana, la exuberancia,
la abundancia, las ganas de parranda. Chile es un país muy sobrio, y venía de
una dictadura brutal. Yo venía de un invierno cerrado, severo, y caigo en esta
Venezuela hedonista, entonces me costó habituarme. Pero una vez que la acepté,
la amé.
—¿Qué te dejó el Caribe que no has perdido?
—Venezuela me dio lo que yo no
tenía, lo que no habría podido tener en Chile nunca, que fue una manera sensual
de ver el mundo. Y eso, una vez que lo incorporé, me sirvió para la vida, para
la literatura. Yo no habría podido escribir La Casa de los
Espíritus si me hubiera quedado en Chile. Ese libro es cierto que responde
a la nostalgia por Chile, pero tiene todo el color y el sabor de haber vivido
en Venezuela.
—Has sido exiliada e inmigrante, ¿cómo se vive cada situación?
—El exilio, uno sale forzado
por las circunstancias y no puedes elegir dónde vas, y siempre estás mirando
hacia tu país, esperando que las cosas cambien para regresar. Un inmigrante se
va porque escogió irse y eligió a qué lugar. El inmigrante va mirando hacia el
futuro decidido a triunfar y a que a sus hijos les vaya bien. No es lo mismo.
Habiendo vivido las dos circunstancias sé perfectamente la diferencia, y el
exilio es mucho peor.
—¿Cómo se hace para vivir como inmigrante o exiliado?
—Primero que nada, no hay que
renunciar a lo que traes. No hay que renunciar a la lengua, ni a las
costumbres, ni al sentido del honor, a la comida, a la música, ¡a nada! Hay que
adquirir lo nuevo, echarle más encima a lo que uno tiene. Puedes ser
bicultural. Cuando uno aprende a ser bicultural, es mucho más llevadero. Una
vez que acepté todo lo maravilloso que tenía Venezuela, y cuando dejé de
criticar el bonche, y que nadie era puntual, que te decían una cosa y no
resultaba; una vez que me dejé de todo eso, amé el país. Fue aprender y
adquirir cosas nuevas.
—¿Cómo se cura uno del desarraigo?
—No sé, a mi me sirvió la
literatura. A otros les sirve otras cosas, pero ¿para qué curarse? Se puede
vivir con eso. Se puede vivir con la nostalgia de las raíces. Eso es parte de
la riqueza de lo que uno trae, y es maravilloso. Creo que la mejor literatura,
el mejor arte, la mejor gente es la que está desgarrada de alguna manera. Con
un pie allá y un pie acá, con la nostalgia y con el interés de lo que viene.
Ese desgarro es muy bueno. La gente simple, con sentido común que lo ha tenido
todo fácil, ¡qué ladilla! (Risas)
—Para el venezolano es muy dramático irse del país…
—Sí, son dramáticos, pero
también tienen el sentido del humor, tienen la música, la comida, y tienen
otros millones de venezolanos que andan dando vueltas por allí. Y, sobre todo,
tienen la posibilidad de volver en cualquier momento. Parece frívolo lo que te
digo, pero te prometo que funciona.
—Eres chilena pero has confesado que cuando vas a tu país, hay cosas que no entiendes, ¿crees que hay ciudadanos que son incompatibles con su gentilicio?
—No sé, los países cambian
tanto, y a veces los países te rechazan. La gran poetisa Gabriela Mistral, pasó
su vida fuera de Chile porque el país la rechazó siempre. Pablo Neruda también
pasó mucho tiempo fuera de Chile. Casi todos los escritores y artistas chilenos
se han ido, luego vuelven, pero los tratan mal porque es un país chico, donde
hay mucha envidia y no hay espacio para la creatividad porque somos muy
conservadores socialmente. Yo vuelvo a Chile y siento que soy chilena, pero ya
tengo un pie aquí. Lo que me irrita de Chile es lo mismo que me irritaba de
Chile antes de irme.
—“Caracas en 1975 era alegre y caótica, una de las ciudades más caras del mundo. Brotaban por todas partes edificios nuevos y anchas autopistas, el comercio exhibía un derroche de lujos, las calles estaban permanentemente atochadas por millares de vehículos. Las mujeres iban los fines de semana de compras a Miami y los niños consideraban un viaje anual a Disneyworld como un derecho natural”. (Paula, 1994)
Así describiste a la capital
venezolana, y hoy es casi el antónimo de todo esto ¿Cómo te tomas que un país
al que quieres haya cambiado tanto?
—En este caso es por una
situación política, porque los recursos naturales del país siguen siendo de los
más grandes del mundo, la gente sigue siendo la misma gente, la naturaleza es
la misma. Es un sistema político, el chavismo, que ha destrozado el país, como
lo destrozó la dictadura de Pinochet en Chile, y cambió a Chile para siempre.
Como en tiempos de la Unidad Popular, el país se destrozó. No se requiere mucho
para quebrar un país, pero así se recuperan también. Porque lo que es esencial,
no se lo pueden llevar: su gente, los recursos.
Me acuerdo cómo me interesaba
a mi el pasado de Venezuela, sus dictaduras, no la de Pérez Jiménez, sino más
atrás. La de Gómez por ejemplo. Eran tiempos oscuros, de pobreza, de un país
cerrado, pero ya había la abundancia de las minas. Cambió la dictadura y el
país empezó a florecer. Se pasa al oscurantismo por una situación política,
pero eso va a cambiar. Nada es eterno, lo vas a ver, se hace largo, pero lo vas
a ver.
—¿Fuiste consciente, en la época que viviste en Venezuela, que el derroche era un bomba de tiempo?
—No, jamás. Parecía
inacabable, por la riqueza del petróleo, por la riqueza de todos los recursos
que había, además el temperamento de la gente, bonchero, era un
pensamiento de venir a pasarla bien en este mundo. Venezuela era un país que
cuando la gente tenía un rato libre, salía a beber y a bailar, en Chile nos
sentábamos en un rincón a hablar de política. De los venezolanos aprendí que
sabían gozar de la vida.
—¿Qué tan importante ha sido la política en tu vida?
—Me marcó porque venía de una
familia politizada, y como marcó a toda la población de Chile, de una manera u
otra, todos cambiamos y tuvimos que definirnos: a favor de la dictadura o en
contra. Millones nos fuimos al exilio, y esas vidas cambiaron. Yo no sería la
misma persona sin la dictadura militar, porque me hubiera quedado en Chile.
A mi me cambió la vida
completamente, aunque nunca he tenido interés en participar en política. Sé lo
importante que es, como en el caso de Venezuela o Chile, porque determinan lo
que pasa en un país, pero le tengo una desconfianza tremenda.
—¿Qué ha llevado a Chile a tener una de las democracias más consolidadas de América Latina?
—La experiencia de la
dictadura nos dejó aterrados. Cuando volvió la democracia, tres cuartos de la
población estaban dispuestos a hacer lo que fuera necesario para que se
mantuviera la democracia. Se hicieron muchas concesiones durante 20 años, tanto
que ni se hablaba de los horrores de la dictadura para no provocar a los
militares ni a la derecha. Eso fue un aprendizaje brutal. Luego Chile es un
país con una larga tradición democrática. Tuvo la democracia más larga y sólida
en América Latina, ya veníamos con ese bagaje, sabíamos que existía esa
posibilidad, lo teníamos en el ADN.
Además hemos tenido gobiernos
de la concertación muy cautelosos, que lo han hecho bien, y han sido prudentes,
lo han hecho todo paso a paso.
—Ya tienes tu país inventado, pero ¿cómo es tu país ideal?
—Sería muy distinto a Mi
país inventado. No habría desigualdad, habría justicia social, donde todos
tuvieran las mismas oportunidades, y recursos. Por supuesto acabaría con el
patriarcado, que fuera un país apacible, donde la gente lo pasara bien. Donde
se respete la naturaleza, y el cuidado por el planeta. Yo no lo voy a ver, pero
mis nietos sí.
—Entonces, ¿crees que el mundo va para mejor?
—Sí, tengo fe. En los años de
mi vida cómo hemos mejorado. Yo nací en la mitad de la II Guerra Mundial, en
pleno holocausto judío, de las bombas atómicas. Yo nací antes de la declaración
de los Derechos Humanos, Europa tenía colonizado Asia y África, la India era
colonia de Gran Bretaña. Estamos mejor. Ahora más gente participa,
comparativamente hay menos miseria. Claro que todavía hay horrores, pero menos
que antes y tenemos más recursos para producir más alimentos, curar
enfermedades, bajar la mortalidad.
—Eres una mujer abierta de mente pero, ¿qué es aquello que no toleras?
—La tortura, el abuso del
poder. El poder con impunidad me horroriza.
—Con tu respuesta, estás describiendo a la Venezuela de hoy.
—Me horroriza, me horroriza.
—¿Cómo se aplica de forma colectiva la enseñanza del túnel negro para que un país tenga esperanza?
—Tienen que tener la absoluta
certeza de que esto va a terminar, porque nada es eterno. La condición del
universo es que todo cambia. A mi me parecía que la dictadura chilena no tenía
fin, porque 17 años para una persona es toda una vida, es una generación. Pero
en la vida de un país, no es tanto. Y a la larga, no es tanto. Fueron horrendos
17 años, pero no fue toda mi vida. Venezuela tiene que tener la certeza de que
esto va a cambiar. Venezuela no se ha muerto, no se acabó el país, el país está
ahí. Intacto.
28-12-15
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