Por Lorena Méndez G.
Son las 3:30 pm de un jueves
de noviembre y del Central Madeirense del Centro Comercial Catia, en Caracas,
la gente sólo sale con bolsas de papel sanitario. Raiza Amaiz, en sus 50, lleva
un paquete de 12 rollos y nada de comida. Su dinero sólo le alcanzaba para
estos productos.
“¿Usted sabe cuántos higaditos
de pollo me dieron por 200 Bs.? ¡Sólo 8! Me dio tanta rabia que me provocaba
echárselos a los perros”, comenta la mujer a una vecina que se encuentra a las
afueras del supermercado.
Al final, claro, se los comió.
Esos ‘higaditos’ fueron el último alimento proteico que consumió Amaiz esa
semana. Al Mercal que frecuenta, único sitio donde puede comprar a un precio
asequible para sus ingresos, no llegan pollos enteros -o palomitas, como les
dice por el tamaño- desde hace un mes. “Comeremos papas, no sé, cualquier
cosa”, dice quien sabe que este se convirtió en otro elemento que descarta de
su alimentación.
Horas antes, Ana Camargo hacía
una cola de cincuenta personas para comprar unas canillas en la panadería
socialista del Boulevard de Catia. Sus testimonios son muy similares a los de
Amaiz: su desayuno suele ser una arepa con margarina, porque si hay queso, se
lo dejan a su nieto de 6 años. La ingesta de carne o pollo se ha reducido tanto
en su casa que ni siquiera se atreve a afirmar que los come, por lo menos, una
vez a la semana. Al mediodía, los seis miembros de su familia deben conformarse
con almorzar un plátano o una papa sancochada. Nada más. No hay plata.
El derecho vulnerado
Los hábitos alimenticios del
venezolano han cambiado drásticamente y las colas de los supermercados son
testigos de lo sucedido. Es allí donde los consumidores se quejan y confiesan,
añoran lo que podían comprar en 2012 y resienten que deban esperar horas para
poder adquirir, a un valor que sí pueden cubrir, lo que van a comer ellos y los
suyos.
“El venezolano está
sobreviviendo en su alimentación”, sentencia Maritza Landaeta-Jiménez,
coordinadora de Investigación y Docencia en la Fundación Bengoa. Esa
sobrevivencia se manifiesta en la necesidad de consumir productos ricos en
calorías, como las grasas y los carbohidratos, que permiten mantener la energía
requerida para moverse en el día, pero que no llenan los requerimientos de
proteínas, minerales y vitaminas incluidos en una dieta balanceada. A la
institución donde trabaja han llegado personas que cenan con un vaso de agua
con azúcar o que comen mortadela en lugar de carne.
En el país, continúa
Landaeta-Jiménez, los ciudadanos están “sometidos a una violación del derecho a la alimentación” porque la oferta es
cada vez más escasa y eso, además, impide que se pueda cumplir con la variedad
que exigen las comidas equilibradas. Ese principio de disponibilidad, citado
por la experta, fue suscrito por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales, el cual establece que la dieta del ser humano también debe ser
estable, accesible, sostenible y adecuada.
Lo mismo, pero menos
Los efectos de la crisis no
son sólo un asunto de los sectores populares. La inflación en los alimentos,
que de acuerdo con las estimaciones de la firma Ecoanalítica cerrará por encima
de 200%, ha afectado a todos los estratos. Estudios oficiales como la Encuesta de Seguimiento al Consumo hayan
reflejado en el primer semestre de 2014 la caída del consumo en todos los
rubros. Ahora, la situación es mucho peor.
Una habitante de El Marqués,
quien prefirió no dar su nombre, cuenta al salir del supermercado que el
pescado que comía dos veces por semana, ahora lo prepara dos veces al mes. Sacó
de sus compras el queso amarillo y el jamón serrano. Antes, desayunaba con
sardinas, pastelitos, varios tipos de panes y queso, pero ahora todo cambió.
“Si tienes queso en la nevera, lo comes hoy, mañana y pasado. Comes lo que
haya. Así estamos muchos”, remata.
Esa misma afirmación la hace
una mujer que espera, pacientemente, que en el Mercado de Catia vendan huevos
en la tarde. Dice, por ejemplo, que para no dejar de comer pollo, disminuyeron
las raciones. Si antes mordían una o dos piezas, ahora tienen que conformarse
con la mitad de una.
Sobre esto último, la
coordinadora de Investigación y Docencia de la Fundación Bengoa recalca que la
idea de rendir las proteínas en las comidas se ha reforzado en la clase media y
baja. “El kilo de carne molida no se come sólo. Se rinde con pasta, arroz. Por
lo tanto, la cantidad de proteínas que se recibe es menor, es muy poca. De los
120 gramos que debe tener una ración, se consumen apenas 20”, indica.
Misiones para todos
Una docente que hace una cola
para comprar papel sanitario en Catia se queja por haberse visto obligada a
eliminar las frutas de su cesta, que hoy día apenas tiene limones y guayabas.
Las hortalizas las compra pese a su precio y los huevos debe adquirirlos porque
“peor es nada”. Le pesa invertir horas de su tiempo para poder llevar algo a su
casa y más aún tener que comprar en Mercal, a donde antes no se asomaba.
El dato de Mercal lo refiere
Landaeta-Jiménez al hablar de los más recientes datos de la Encuesta
Condiciones de Vida del Venezolano (Encovi 2015), que este año registró un
repunte en la cantidad de beneficiados de Misión Alimentación. En cuestión de
meses se pasó de menos de dos millones de usuarios a más de 6 millones 500 mil
compradores. La escasez y el golpeado poder adquisitivo han empujado a la clase
media a asistir a las jornadas que antes sólo eran para los sectores más
empobrecidos.
Landaeta-Jiménez critica que
las jornadas de Mercal no se planifiquen con la intención de cubrir los
alimentos básicos y tradicionales del venezolano. “Si el gobierno tuviera una
política orientada a la alimentación, se aseguraría el acceso a la leche, el
aceite, el pollo, las leguminosas, la harina de maíz, los tubérculos y las
frutas tradicionales en estación”, comenta.
01-01-16
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico