Por Luis Vicente León
Luego de terminar una
entrevista telefónica con un periodista extranjero, me di cuenta de que mis
hijos me miraban con algo que parecía curiosidad. “¿Qué pasa?”, pregunté
extrañado. “Papá, ¿qué es eso del populismo, que cada vez que lo nombras
terminas intenso?”. La pregunta me tomó por sorpresa y mi respuesta en ese
momento fue bastante pobre, así que decidí profundizar el tema para ellos y
para ustedes aquí.
El populismo es una oferta
política engañosa, aparentemente atractiva para las personas más desposeídas,
que usualmente son quienes lo apoyan con más pasión y, paradójicamente, quienes
terminan más afectados por sus resultados, invariablemente devastadores.
No se llama populismo por
casualidad, sino porque es popular. Logra engañar a la gente ofreciendo
repartirle gratis cosas, usualmente producidas o propiedad de otros, a quienes
los populistas llaman ladrones y especuladores, mientras la economía los definen
correctamente como productores y generadores de riqueza y a quienes les pueden
expropiar todo, menos su conocimiento exclusivo de cómo esas cosas se hacen y
se distribuyen eficientemente. Los discursos populistas son encendidos, llenos
de culpables, enemigos imaginarios y marcianos invasores.
Ofrece cambio y castigo, dos
palabras seductivas y motivadoras. El discurso es siempre el mismo: castigo a
la oligarquía, redistribución de la renta (operación Robin Hood),
intervencionismo económico, controles, expropiaciones e intervenciones de
empresas y se acompaña con la criminalización de la disidencia, el nacionalismo
y el chauvinismo, entre muchas otras yerbas aromáticas.
Pero el populismo suele tener
un tiempo finito para conectar a la población. Su primer problema es la
incapacidad para resolver los problemas que promete atender. Él llega cuando la
situación es mala y eso le hace mas fácil penetrar el deseo de cambio de la
población, pero el resultado también siempre es el mismo: ineficiencia,
corrupción, desinversión, destrucción de valor, contracción económica y
empobrecimiento exponencial, lo que lleva a sus ejecutores a ofrecer más
control para “tapar” los huecos que deja el control anterior, a la vez que
acentúa la persecución y la represión contra sus adversarios para fortalecer la
tesis de los culpables externos. El resultado es igual que en el del primer
control, pero peor y la respuesta de los populistas es controlar aún más
para“tapar” los huecos del nuevo control, con el que se pretendía “tapar” los
huecos del control previo y así sucesivamente.
Cuando alcanza su nivel máximo
de ineficiencia, que siempre llega, la población, que antes los aplaudía, ahora
quiere cambio. Independientemente de su nivel de formación termina entendiendo
el problema y el responsable como si hubiera pasado por una maestría de
economía. Rechaza ahora los controles, el intervencionismo, las expropiaciones
y quiere votar para reformular lo que ahora entiende inadecuado e inviable.
Pero los populistas, que antes se basaron en el respaldo de esa población para
justificar su poder, ahora impiden que ese pueblo se exprese. Amenazan y
restringen, coartando incluso su libertad de expresión, bajo la tesis de que si
alguien teme decir lo que piensa, terminará por evitar pensar lo que no puede
decir.
Como una película de
Hollywood, luego de pasar más trabajo que una gata ladrona, el final de esa
historia suele ser alentador: el fin del populismo y el rescate de la
democracia y el mercado. El problema es que ese final feliz no siempre llega
con la misma celeridad, ni comodidad. Depende de lo que la sociedad haga para
lograrlo. Pero no se trata de un tema de fuerza sino de inteligencia. Un bien
mucho más preciado, valioso… y escaso.
05-03-17
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