Por Daniel Fermín
Cuando los dirigentes optan
por ser postores en una subasta de popularidad, sus talentos, en la
construcción del estado, no servirán de nada. Se convertirán en aduladores en
vez de legisladores, en los instrumentos y no en los guías del pueblo. Si
alguno de ellos resultara que propone un plan de libertad sobriamente limitado,
y definido con cualificaciones adecuadas, era sobrepujado de inmediato por sus
competidores, que producirán algo más espléndidamente popular. Surgirán
sospechas de su fidelidad a la causa. La moderación será estigmatizada como la
virtud de los cobardes, y el pacto como la prudencia de los traidores, hasta
que, con la esperanza de conservar el crédito que pudiera capacitarle para
atemperar y moderar en algunas ocasiones, el dirigente popular sea obligado a
volverse activo en la propagación de doctrinas y establecer poderes que más
tarde derrotarán cualquier propósito serio al que en definitiva él podría haber
apuntado.
La cita es de Edmund Burke, y
la recoge Giovanni Sartori en su trabajo “¿Hay una crisis de representación?”.
No se refiere a Venezuela, aunque pareciera un presagio. Por 18 años la
dirigencia política ha estado inmersa en esta dinámica que caracteriza, en
palabras de Sartori, al mal dirigente popular.
Si intentamos responder la
pregunta que titula este Editorial, obtendríamos distintas respuestas. El
ciudadano, desesperanzado y abatido por la crisis, le agregaría signos de
admiración, de modo que la pregunta se torna reclamo, invocación: “¡¿Cuándo
vamos a salir de esto?!”. El político, el de estas últimas dos décadas, nos ha
acostumbrado a otra respuesta, siempre la misma en distintos momentos: “¡Vamos
a salir de esto ya!”. El problema, por supuesto, es que eso es mentira.
No es una alergia a la verdad,
la que algunos asocian inexorablemente a la actividad política. Más bien,
pareciera haber un profundo temor a la responsabilidad por parte del liderazgo
político. ¿Temor a qué? A la presión popular, al descontento, a la carrera por
capitalizarlo. Lo hemos visto mil veces: fulano propone salir del gobierno en
un mes, mengano le reclama que un mes es insensible y siembra dudas sobre su
lealtad a la causa, proponiendo, a su vez, sacar a los malhechores en una
semana. Zutano, por su parte, viendo esto salta y acusa de traidor a mengano,
debe estar cobrando bastante, pues del gobierno hay que salir es en un día, el
pueblo no aguanta una semana. Esto, obviamente, es una caricatura, pero ilustra
la manera en que se ha comportado la oposición venezolana durante ya algún
tiempo.
El inmediatismo nos ha costado
18 años. De atajo en atajo hemos terminado en la ruta más larga y accidentada.
Hagamos memoria. El paro petrolero, el golpe de abril, la abstención de 2005,
el desconocimiento del gobierno “ilegítimo” de Maduro, “la salida”, la promesa
de salir del gobierno en los primeros seis meses de 2016, la declaratoria de
abandono del cargo. Son solo algunas. Todas representaban la apuesta más audaz
y fueron hechas para las gradas. Y el costo de hablarle a las gradas, generar
expectativas imposibles y prometer lo que no se puede cumplir, lo paga la
comunidad política con la merma de su capacidad de convocatoria, de
legitimidad, de confianza; y la pagamos todos, todavía bajo el yugo del peor
gobierno de la historia, en pleno proceso de autocratización.
¿Cuál es la salida? ¿Es 2018?
Se intuye que para muchos sí, pero ¿Quién se atreve a plantearlo? Un “¡Chávez
vete ya!”, reencarnado en “¡Maduro vete ya!”, es catártico, pero poco efectivo.
Es el reclamo justo de millones, pero es irreal. Los venezolanos, desesperados
por vivir mejor, merecen un liderazgo que oriente la lucha por el cambio con
honestidad. Merecemos que nos digan la verdad…
Hemos hablado de la oposición.
“¿Y el gobierno?”, preguntarán algunos. El gobierno miente. Siempre lo ha
hecho, desde que Hugo Chávez prometió freír cabezas de adecos en aceite y
respetar la democracia, las dos cosas a la vez. Las mentiras del gobierno estaban
sumergidas en barriles de petróleo a 100 dólares. Así, se le dijo a Venezuela
que se podía vivir sin trabajar, que María no tiene porque José sí tiene; se
instigó el odio, la división. Sembraron paranoias sobre componendas, planes
imperiales, guerras mediáticas y económicas. Todo mientras sucedía el más
grotesco saqueo de la historia nacional. Hoy vivimos las consecuencias.
La crisis de representación
que se vive en Venezuela debe llevar al liderazgo a revisarse. No en una
reestructuración burocrática, necesaria pero insuficiente, como la que ha
emprendido la Mesa de la Unidad Democrática, sino a la revisión profunda, más
allá de su estructura, de su misión, de la manera en la que se relaciona con la
gente, de sus propuestas de cara a la Nación.
Los venezolanos merecemos
imaginar otro país y merecemos que esa imagen nos la pinten sin embustes. Hay
que impulsar la productividad y defender la propiedad privada, sin los
complejos ni medias tintas que causan las acusaciones de “neoliberal” o
“capitalista”. Hay que convocar a los venezolanos más allá de los partidos, en
una relación horizontal, no de cooptación. Sindicatos, empresarios,
estudiantes, asociaciones civiles. Todos están preocupados por Venezuela, todos
tienen ideas sobre cómo lograr los cambios. Falta articulación real, la
voluntad política de lograrlo más allá de una foto en grupo. Hay un país allá
afuera, más allá de un grupo de cuatro o nueve. Hay que promover la
participación efectiva de la ciudadanía. No será con un pueblo espectador que se
darán los cambios que la gente reclama. El reto es la inclusión.
Estudios indican que hoy 65%
de los venezolanos vería con buenos ojos una tercera opción, que rompa con la
polarización entre el gobierno y la MUD. Y esta no es una postura antipolítica
ni antipartidaria, es el anhelo de una sociedad cansada de veinte años de
diatribas estériles, de promesas incumplidas y de las caras –y excusas– de
siempre.
¿Cuándo vamos a salir de esto?
¿Cómo vamos a hacerlo? Los venezolanos necesitamos, más que nunca, que la
dirigencia sea clara y hable con la verdad. Esa puede ser la diferencia entre
recuperar la legitimidad y la confianza de la gente y la erosión definitiva que
haría de siglas cascarón y daría lugar a la aparición de otros referentes, en
el mejor de los casos, o a la instauración definitiva de la desesperanza
fatalista, en el peor.
Publicado en PolítiKa UCAB el 3 de marzo de 2017.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico