Por Luis Pedro España
Creo que es indispensable
vislumbrar la Venezuela que viene. No solo se trata de imaginar el futuro para
consolar el presente, o para darnos fuerza para seguir en este calvario de
tragedias socialistas. Necesitamos eso que llaman una “visión de país” para
orientar las acciones del presente, pero construida desde lo que somos y,
especialmente, desde las enseñanzas que se desprenden de lo que nos ha tocó
vivir en los últimos 15 o 20 años.
La visión de país no debe ser
entonces una prospectiva visionaria. Menos aún un ejercicio cuasi-fantasioso o
un listado de deseos. Debe ser una construcción por encima de todo realista y,
aunque esperanzador y puede que hasta fuertemente ambiciosa, por sobre todo
debe considerar la posibilidad de lograrlo, trazar con alguna rigurosidad los
medios para alcanzar esa visión.
Dicho esto consideremos las
restricciones, los límites a nuestra visión de país. Dos variables deben ser
consideradas. La primera, la económica, no necesariamente por ser la más
importante, sino por tratarse de la más inmediata, con la que nos vamos a topar
apenas comencemos a tratar de construir la visión de país. La segunda, poco más
profunda, variable resultante más que causante, será la cultural, la que se
deriva de nuestro entender las cosas y actuar en consecuencia.
Aclaremos de una vez que
ninguna de las dos son fatalidades. No son restricciones inmóviles, son más
bien parámetros, que si bien pueden trasladarse, constituyen solo un marco de
restricciones de partida. De forma tal que si nos va bien en la aproximación a
la visión que se construye a partir de las primeras restricciones, entonces
puede pensarse en la ampliación de los parámetros; pero, seamos más realistas
que sinceros, las restricciones de hoy nos acompañarán por tantos años que si
lográsemos la visión de país que podemos prefigurarnos desde los límites
financieros y culturales de hoy, pues todos podríamos bajar tranquilos al
sepulcro.
Refirámoslo entonces a las
restricciones. La principal limitación económica que tenemos para construir
nuestra visión de país es que no hay forma de que podamos reponer el capital
que tuvimos. Los números a este respecto los calculó en su momento el profesor
Asdrúbal Baptista, y ellos nos indican que no sólo la renta petrolera no va a
alcanzar, sino que no contamos con los activos productivos para sustituirla.
Nuestra primera restricción es
que no tenemos como reponer lo que tuvimos y por lo tanto, ya ni siquiera lo
que fuimos es posible que seamos. La destrucción ha sido gigantesca. Tanto por
la imposibilidad de reponer la depreciación del capital existente, como la
sistemática pérdida del poco aparato productivo que iba quedando. Así las
cosas, todo parece indicar que las necesidades de inversión serían tan altas
que, definitivamente, hay que reajustar el sueño de país, al menos ese sueño de
finales de los setenta y que subyace en el subconsciente del venezolano.
Me refiero al reajuste del
sueño de país (visión a fin de cuentas) que alguna vez tuvimos. La imagen de la
Gran Venezuela, esa que estaba cruzada por grandes autopistas, que logró uno de
los procesos de urbanización más acelerados de la región e incluso que
desarrollo una industria sustitutiva que sería la enviada de muchos de los
países que empezaron antes con esa estrategia de desarrollo; llegó a pensar en
una diversificación económica basada en la manufactura, en las empresas
básicas, en la conquista de mercados con productos, y puede que hasta con
invenciones venezolanas. Eso a la luz de la tragedia del presente, es cuesta
arriba. La visión del país industrializado, diversificado y exportador, en el
plazo que media al horizonte del promedio de vida que le queda a los
venezolanos de hoy, ya no es posible.
Para ilustrar lo anterior
imaginemos el inicio de nuestra transición, pensemos como sería el trayecto del
relanzamiento de Venezuela. Soñemos: Mañana cambia el gobierno, se desvanecen
las restricciones ideológicas y las incapacidades propias a esta
administración, y lo sustituye un equipo moderno de técnicos y políticos que
logran (si nos va bien) estabilizar al país en un plazo de un año o año y
medio. Con ayuda internacional, buenas prácticas y mejores estrategias para
hacerle frente a los problemas inmediatos, se logra abastecer al país en sus
productos más básicos, se corrigen los desequilibrios más atroces y con ello la
calamidad de la inflación comienza a reducirse.
Semejante buena noticia es una
bocanada de optimismo gigantesco. El crecimiento, basado en la capacidad
instalada y ociosa que nos dejo el final de la revolución bolivariana, da para
unos dos o tres años. Se procura que la calidad del empleo mejore, una
estructura de precios que se aproxima a nuestra productividad y una sinceración
del tipo de cambio dado que la renta petrolera es lo suficientemente moderada
como para mantenernos liberados de la tentación de la sobrevaluación; hace que
las empresas retomen sus incentivos productivos y las familias recuperen sus
niveles de consumo, pero con un saldo de mesura, que si bien es superior a los
niveles de hambre a los que nos llevado el final del chavismo, en modo alguno
se equipara con los insostenibles (por boatos) niveles que se alcanzaron en los
años de los boom petroleros.
Tras un acelerón de mejoras,
comenzamos a tocar techo. El empleo se estanca y, a la vez, no hay recursos ni
financiaros, ni humanos (a pesar que muchos de los nuestros que se fueron, para
entonces se animaron a volver) con que mantener el crecimiento. Nos hemos topado
con la restricción del país que somos tras largos años de irresponsabilidades y
crisis. Ahora habría que administrar la inversión en procura de su tasa de
generación de empleo, si queremos que el crecimiento, magro pero ojalá que
sostenido, alcance para todos y no volvamos a las prácticas excluyentes que nos
llevaron a aquel presente que no queremos repetir.
No serán los puestos de
trabajos formales, los que se derivan de corporaciones fabriles, tecnológicas o
de servicios, los que harán que el crecimiento le llegue a todos. Serán los
emprendedores, los generadores de servicios a pequeña escala, incluso locales,
los encargados de generar los espacios productivos que podrán ser financiados
con las restricciones de acceso al capital que tendremos. No es una nueva
fantasía socialista o de hombre nuevo. Se trata de de producción a escala
moderada, pero con reglas de juego basadas en los incentivos y no en principios
ideológicos o normativos.
Llegados a este punto, nuestra
primera sinceración será que la renta petrolera no alcanzará para relanzar a
Venezuela. En el mejor de los casos permitirá sostener una viabilidad media,
una infraestructura de acumulación básica, que le permita a los emprendedores
del futuro contar con servicios públicos y sociales, así como medios de
transporte y comunicación, que viabilicen la actividad de su actividad
económica y privada.
Nos habremos convertido en lo
que somos. En la Venezuela post-petrolera o post-rentística. Nos habremos
convertido en una Venezuela de medianos.
Pero esta Venezuela modesta
pero viable, sencilla pero inclusiva y digna porque nunca más volverá a comer
de la basura, requerirá de un correlato cultural, al cual, por falta de
espacio, nos referiremos en la próxima entrega.
20-03-17
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