Por Gregorio Salazar
Sé qué algunos han comenzado
a verme como un Túnel del Horror, lleno de percances e ingratas sorpresas, y
ahora se me acercan con temor. Pero no, amigos, aún soy el Metro.
El famoso y otrora tan
ponderado Metro de Caracas. Así, sin sobrenombres. Tengo colegas a los que
llaman “el tubo” o “el subte”, pero yo soy familiar y cariñosamente el
Metro. Por mis múltiples bocas les hablo desde las entrañas del valle de
esta ciudad antañona en cuyo vientre sembraron mis rieles para servirles de
extremo a extremo todos los días.
Ya era hora de agradecerles
sus elogios de tantos años. Siempre creí merecérmelos y con razón. No había
quien no me considerara modelo esperanzador de una Venezuela distinta: moderna,
competente, donde la limpieza, la seguridad y el mantenimiento eran parte de
una cultura que nos inflaba a ustedes el pecho y a mí los vagones de purito
orgullo. Así fui desde chiquito, desde mis tempranas estaciones, un
prolongado espacio donde, sorprendentemente, en medio de un país bochinchero,
descuidado y libertino todos respetaban las reglas.
Se hablaba entonces de dos
ciudades: la de la superficie y la que surgía apenas entrar a las estaciones y
bajar a los andenes por mis silenciosas y eficientes escaleras eléctricas.
Todas, absolutamente todas en funcionamiento. Todas de un aluminio
reluciente. Allí observaban regocijados otra ciudad: refrescante y grata,
amable y respetuosa, admirablemente pulcra, segura, decorada con arte y buen
gusto y sobre todo eficiente. Todo funcionaba independientemente de cómo
marcharan las cosas allá afuera.
Hoy debo confesarles que ese
orgullo era recíproco. Así debía ser, puesto que cada centímetro de mis
estructuras se debió al sudor, la capacidad, el ingenio, los conocimientos, el
trabajo esforzado de los obreros, los técnicos, los ingenieros, los
arquitectos, los gerentes de este gran país.
Todos esos esfuerzos
combinados con los de gente que vino de otras latitudes a poner a nuestro
servicio su valiosa experiencia. Gracias también a ellos. Algo más,
siempre me supuse símbolo de la bonanza y prosperidad que ustedes buscaban
consolidar allá arriba. Y todavía más: nunca la corrupción ensombreció las
antiguas etapas de mi construcción, cosa que no ocurría en otras áreas de lo
que llaman cosa pública.
Hoy con 35 años a cuesta,
que no es mucho en la vida de los hombres y mucho menos en organismos como el
mío que se supone debe perdurar como la propia ciudad, les hablo con hondísima
preocupación. Honda no porque yo pertenezca obviamente al subsuelo, sino
por la conmoción que sacude lo más íntimo y profundo de mi alma subterránea.
Pero vamos por partes.
En cuanto a mí: es
inexplicable que pese a mi juventud vaya decayendo con el correr de los
días: trastabilleo y me paralizo como un nonagenario que se ha quedado sin
bastón o sin andadera. O, peor aún, al que se le fueran repentinamente los
tiempos, le faltara el oxígeno, toda la energía. Y entonces sobreviene el caos,
que alcanza su punto máximo cuando ustedes deben escapar despavoridos de mis
vagones, a veces rompiendo puertas y ventanas para desparramarse por mis
túneles y tener que deambular por una ciudad que, me dicen, se va quedando sin
transporte superficial.
Me apena mi propio aspecto y
desenvolvimiento. El piso de mis andenes semeja un crucigrama de cuadros de
concreto al desnudo y otros de goma degastada. Se desploma sin que la
repongan la cerámica tan armoniosamente escogida, una combinación para cada
estación. Los ancianos dejan los meniscos en las escaleras de granito
porque las mecánicas están inservibles.
Por esa causa, se alejan de
mí los discapacitados y los usuarios de más años, que es decir los más débiles
y necesitados. Todos viajan apretujados, casi fundidos unos con otros,
sofocados, sin lugar para las embarazadas. En cada parada me alarman las
batallas campales entre quienes salen y quienes me quieren
abordar.Verdaderamente, he dejado de ser un transporte humanizado, mínimamente
amable. Lo lamento por mí y por ustedes.
Si hay algo que deploro es
no poder contribuir con mi propia existencia y funcionamiento. No sé por qué no
me permiten generar ni un céntimo, he quedado reducido a un parásito al que
tienen que pagarle todo para que subsista. Un mantenido. Quiero ser un servidor
público, no un desaguadero de recursos.
Grandes y muy terribles
cosas han debido ocurrir para que este sea nuestro presente: un trayecto
incierto que vislumbra una última parada en el colapso.Tristemente, ese
descalabro también lo advierto en ustedes cuando repletan mis vagones, en sus
ropas raídas y los rostros macilentos, en la mirada desencajada y la expresión
desesperanzada de un pueblo inocultablemente menesteroso. No es difícil
concluir que el mal que me consume a mí, me arruina y me condena al desastre es
el mismo que los arrastra a ustedes.
Soy y seré un obediente
servidor. De ustedes vengo y con ustedes sigo, aunque después de tanto orgullo
ahora me padezcan como una gran calamidad. Tal vez arriba en la superficie
tengan la respuesta al absurdo que me intriga sin tregua en mi penoso
andar. No es un reclamo ni un regaño, es una súplica porque no quiero
llegar al final de esta tragedia sin saberlo. Explíquenme, buenos amigos,
díganme por caridad qué les pasó.
02-09-18
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