Francisco Fernández-Carvajal 05 de septiembre de 2018
— La
obediencia da fuerzas y frutos.
—
Necesidad de esta virtud para quien quiere seguir de cerca a Cristo.
— No
poner límites al querer de Dios.
I. Estaba
Jesús junto al lago de Genesaret con una gran muchedumbre que deseaba oír la
Palabra de Dios. Pedro y sus compañeros de trabajo lavaban las redes después de
bregar una noche sin pescar nada. Y Jesús, que quiere meterse hondamente en el
alma de Simón, le pidió la barca y le rogó que la apartase un poco de tierra.
Y, sentado, enseñaba desde la barca a la multitud1.
Quizá Pedro siguió con la tarea de dejar a punto el aparejo de la pesca
mientras escuchaba al Maestro, a quien ya conocía desde que le llevó hasta Él
su hermano Andrés2;no
sospecha los planes tan grandiosos del Señor.
Cuando
terminó de hablar, Jesús dijo a Simón: Guía mar adentro, y echad
vuestras redes para la pesca. Quizá han terminado de limpiar las redes de
las algas y del fango del lago. Todo invita a la excusa: el cansancio, que es
mayor cuando no se ha pescado nada, las redes lavadas y preparadas para la
noche siguiente, la inoportunidad de la hora para la pesca... Pero la mirada de
Jesús, el modo imperativo y a la vez amable de dar la orden, el supremo atractivo
que Cristo ejerce sobre las almas nobles... llevaron a Pedro a embarcarse de
nuevo. El único motivo de echarse al agua con las barcas es Jesús: Maestro -le
dice Pedro-, hemos estado fatigándonos durante toda la noche y nada
hemos pescado; pero, no obstante, sobre tu palabra echaré las redes. In verbo
autem tuo..., sobre tu palabra. Esta es la gran razón.
En
muchos momentos, cuando hace su aparición esa fatiga peculiar que origina el no
ver frutos en la vida interior personal o en el apostolado, cuando nos parece
que todo ha sido un fracaso y encontramos motivos humanos para abandonar la
tarea, debemos oír la voz de Jesús que nos dice: Duc in altum, guía mar
adentro, recomienza de nuevo, vuelve a empezar... en mi Nombre.
«El
secreto de todos los avances y de todas las victorias está en saber “volver a
empezar”, en sacar la lección de un fracaso y después intentar una vez más»3.
A través de esos aparentes fracasos, quizá quiera decirnos el Señor que debemos
actuar por motivos más sobrenaturales, por obediencia, por Él y solo por Él.
«¡Oh poder de la obediencia! -El lago de Genesaret negaba sus peces a las redes
de Pedro. Toda una noche en vano.
»—Ahora,
obediente, volvió la red al agua y pescaron “piscium multitudinem copiosam”
-una gran cantidad de peces.
»—Créeme:
el milagro se repite cada día»4.
Si
alguna vez nos encontramos cansados y sin fuerzas para recomenzar, miraremos al
Señor que nos acompaña en esta barca nuestra. Entonces Jesús nos invita a poner
en práctica, con docilidad interior, con empeño, esos consejos que hemos
recibido en la Confesión, en la dirección espiritual, y encontraremos las
fuerzas. «Muchas veces –dice Santa Teresa– me parecía no poder sufrir el
trabajo conforme a mi bajo natural; me dijo el Señor: Hija, la obediencia da
fuerzas»5.
II.
Pedro se adentró en el lago con Jesús en su barca y pronto se dio cuenta de que
las redes se llenaban de peces; tantos, que parecía que se iban a romper. Entonces
hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca para que vinieran y
les ayudasen. Vinieron y llenaron las dos barcas de modo que casi se hundían.
Hubo pescado para todos; Dios premia siempre la obediencia con frutos
incontables.
Este
pasaje del Evangelio está lleno de enseñanzas: por la noche, en
ausencia de Cristo, la labor había sido estéril. Lo mismo ocurre en la vida de
los cristianos cuando pretenden sacar adelante tareas apostólicas sin contar
con el Señor, en la oscuridad más grande, dejándose llevar exclusivamente de la
propia experiencia o de esfuerzos demasiado humanos. «Te empeñas en andar solo,
haciendo tu propia voluntad, guiado exclusivamente por tu propio juicio... y,
¡ya lo ves!, el fruto se llama “infecundidad”.
»Hijo,
si no rindes tu juicio, si eres soberbio, si te dedicas a “tu” apostolado,
trabajarás toda la noche –¡toda tu vida será una noche!–, y al final amanecerás
con las redes vacías»6.
Pedro
mostró su humildad al obedecer a quien, por no ser hombre de mar, bien se
podría pensar que poco o nada sabía de aquel trabajo en el que, día tras día,
él, Simón, había conseguido tanta experiencia y un gran saber. Sin embargo, se
fía del Señor, tiene más confianza en la palabra de Jesús que en sus años de
brega. Esto nos indica también que el Señor ya lo había ganado para Sí, que ya
poco faltaba para que lo dejara todo por Él.
Esta
obediencia, esta confianza en las palabras de Jesús fue la última preparación
de Pedro para recibir su llamamiento definitivo. Parece como si el Señor
hubiera dispuesto su llamada después de un acto de obediencia y de confianza
plena.
La
necesidad de la obediencia para quien quiere ser discípulo de Cristo –por
encima de toda razón de conveniencia, de eficacia– está en que forma parte del
misterio de la Redención, pues Cristo mismo «reveló su misterio y realizó la
redención con su obediencia»7.
Por eso, el que quiera seguir los pasos del Maestro no puede limitar su
obediencia; Él nos enseñó a obedecer en lo fácil y en lo heroico, «pues
obedeció en cosas gravísimas y dificilísimas: hasta la muerte de Cruz»8.
La
obediencia nos lleva a querer identificar en todo nuestra voluntad con la
voluntad de Dios, que se manifiesta a través de los padres, de los superiores,
de los deberes que llevan consigo los quehaceres familiares, sociales y
profesionales. La voluntad de Dios en lo que hace referencia al alma se revela
de modo muy particular en los consejos de la dirección espiritual.
El
Señor espera de nosotros, por tanto, una conducta enteriza que incluye –en toda
circunstancia– una obediencia delicada y alegre: sujeción, por Dios, a la autoridad
legítima en los diversos órdenes de la vida humana, primordialmente al Romano
Pontífice y al Magisterio de la Iglesia.
Si
permanecemos con Cristo, Él llena siempre nuestras redes. Junto a Él, incluso
lo que parecía estéril y sin sentido se vuelve eficaz y fructuoso. «La
obediencia hace meritorios nuestros actos y sufrimientos, de tal modo que, de
inútiles que estos últimos pudieran parecer, pueden llegar a ser muy fecundos.
Una de las maravillas realizadas por nuestro Señor es haber hecho que fuera
provechosa la cosa más inútil, como es el dolor. Él lo ha glorificado mediante
la obediencia y el amor»9.
III.
Pedro quedó asombrado ante la captura que habían realizado. El Señor se
manifestó en este milagro de modo muy particular a él. Pedro miró a Jesús, y
entonces se arrojó a sus pies, diciendo: Apártate de mí, que soy un
hombre pecador. Comprendió su pequeñez ante la suprema dignidad de Cristo.
Entonces Jesús dijo a Simón: No temas: desde ahora serán hombres los
que has de pescar. Pedro y quienes le habían acompañado en la pesca, sacando
las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.
Jesús
comenzó pidiéndole prestada una barca y se quedó con su vida. Y Pedro dejaría
tras de sí una huella imborrable en tantas almas que Cristo mismo puso a su
alcance. Comenzó a obedecer en lo pequeño y el Señor le manifestó los
grandiosos planes que para él, pobre pescador de Galilea, tenía desde la
eternidad. Nunca pudo sospechar la trascendencia y el valor de su vida. Miles y
miles de personas encendieron su fe en la de aquellos que siguieron aquel día a
Jesús, y muy particularmente en la de Pedro, que sería la roca, el
cimiento inconmovible de la Iglesia.
Tampoco
nosotros podemos sospechar las consecuencias de nuestro seguimiento fiel a
Cristo. Cada vez nos pide más correspondencia, más docilidad y más obediencia a
lo que, de modo diferente, nos va manifestando. Si somos fieles, un día nos
hará contemplar el Señor la trascendencia de nuestro seguirle con obras. «Eres,
entre los tuyos –alma de apóstol–, la piedra caída en el lago. —Produce, con tu
ejemplo y tu palabra un primer círculo... y este, otro... y otro... y otro...
Cada vez más ancho.
»¿Comprendes
ahora la grandeza de tu misión?»10.
No
pongamos límites al Señor, como no los puso Pedro. «Si eres de los de mar
adentro, clava con firmeza tu timón. Si te das a Dios, date como los santos se
dieron. Que no haya nada ni nadie que merezca tu atención para frenar tu
marcha; eres de Dios. Si te das, date para la eternidad. Ni el oleaje ni la
resaca conmoverán tus cimientos. Dios se apoya en ti; arrima tú también el
hombro, y navega contra corriente (...). Duc in altum. Lánzate a
las aguas con la audacia de los enamorados de Dios»11.
Nuestra
Madre Santa María, Stella maris, Estrella del mar, nos enseñará a
ser generosos con el Señor cuando nos pida prestada una barca y cuando quiera
que le demos la vida entera. Ninguna condición hemos puesto para seguirle.
1 Lc 5,
1-11. —
2 Cfr. Jn 1,
41. —
3 G. Chevrot, Simón Pedro,
p. 34. —
4 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 629. —
5 Santa
Teresa, Fundaciones, pról. 2. —
6 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 574. —
7 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. —
8 Santo
Tomás, Comentario a la Epístola a los Hebreos 5, 8, lec. 2.
—
9 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. II, p. 683. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 831. —
11 J.
Urteaga, El valor divino de lo humano, pp. 174-175.
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