Francisco Fernández-Carvajal 31 de agosto de 2018
— La parábola de los talentos. Hemos
recibido muchos bienes y dones del Señor. Somos administradores y no dueños.
— Responsabilidad en hacer rendir los propios
talentos.
— Omisiones. Actuación de los cristianos en la
vida social y en la pública.
I. Después
de hacer el Señor una llamada a la vigilancia, nos propone en el Evangelio de
la Misa1 una parábola que es un nuevo requerimiento a la
responsabilidad ante los dones y gracias recibidas. Un hombre rico –nos dice–
se marchó de su tierra y, antes de partir, dejó a sus siervos todos sus bienes
para que los administraran y les sacaran rendimiento. A uno le dio cinco
talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad.
El talento era una unidad contable que equivalía a unos cincuenta kilos de
plata, y se empleaba para medir grandes cantidades de dinero2.
En tiempos del Señor, el talento era equivalente a unos seis mil denarios; un
denario aparece en el Evangelio como el jornal de un trabajador del campo. Aun
el siervo que recibió menos bienes (un talento) obtuvo del Señor una cantidad
de dinero muy grande. Una primera enseñanza de esta parábola: hemos recibido
bienes incontables.
Se nos
ha dado, entre otros dones, la vida natural, el primer regalo de Dios; la
inteligencia, para comprender las verdades creadas y ascender a través de ellas
hasta el Creador; la voluntad, para querer el bien, para amar; la libertad, con
la que nos dirigimos como hijos a la Casa paterna; el tiempo, para servir a
Dios y darle gloria; bienes materiales, para que nos sirvan de instrumento para
sacar adelante obras buenas, en favor de la familia, de la sociedad, de los más
necesitados... En otro plano, incomparablemente más alto y de más valor, hemos
recibido la vida de la gracia –participación de la misma vida eterna de Dios–,
que nos hace miembros de la Iglesia y partícipes en la Comunión de los Santos,
y la llamada de Dios a seguirle de cerca. Ha puesto a nuestra disposición los
sacramentos, especialmente el don inestimable de la Sagrada Eucaristía; hemos
recibido como Madre a la Madre Dios; los siete dones y los frutos del Espíritu
Santo que nos impulsan constantemente a ser mejores; un Ángel que nos custodia
y protege...
Hemos
recibido la vida y los dones que la acompañan a modo de herencia, para hacerla
rendir. Y de esa herencia se nos pedirá cuenta al final de nuestros días. Somos
administradores de unos bienes, algunos de los cuales solo los poseeremos
durante este corto tiempo de la vida. Después nos dirá el Señor: Dame
cuenta de tu administración... No somos dueños; solo somos
administradores de unos dones divinos.
Dos
maneras hay de entender la vida: sentirse administrador y hacer rendir lo
recibido de cara a Dios, o vivir como si fuéramos dueños, en beneficio de la
propia comodidad, del egoísmo, del capricho. Hoy, en nuestra oración, podemos
preguntarnos cuál es nuestra actitud ante los bienes, ante el tiempo...;
quienes han recibido la vocación matrimonial, su responsabilidad ante las
fuentes de la vida, ante la generosidad en el número de hijos y ante la educación
humana y sobrenatural de estos, que es ordinariamente el mayor encargo que han
recibido de Dios.
II. El
Señor espera ver bien administrada su hacienda; y espera un rendimiento acorde
con lo recibido. El premio es inmenso: esta parábola enseña que lo mucho de
aquí, de nuestra vida en la tierra, es poca cosa en relación con el premio del
Cielo. Así actuaron los dos primeros siervos de la parábola de los talentos:
pusieron en juego los talentos recibidos y ganaron con ellos otro tanto. Por
eso, cada uno de ellos pudo oír de labios de su Señor estas palabras: Muy
bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo
mucho; entra en el gozo de tu Señor. Hicieron el mejor negocio: ganar la
felicidad eterna. Los bienes de esta vida, aunque sean muchos, son
siempre lo poco en relación con lo que Dios dará a los suyos.
El
tercero de los siervos, por contraste, enterró su talento en la tierra, no
negoció con él: perdió el tiempo y no sacó provecho. Su vida estuvo llena de
omisiones, de oportunidades no aprovechadas, de bienes materiales y de tiempo
malgastados. Se presentó ante su Señor con las manos vacías. Fue su existencia
un vivir inútil en relación con lo que realmente importaba: quizá estuvo
ocupado en otras cosas, pero no llevó a cabo lo que realmente se esperaba de
él.
Enterrar
el talento que Dios nos ha confiado es tener capacidad de amar y no haber
amado, poder hacer felices a quienes están junto a nosotros (todos podemos) y
dejarlos en la tristeza y en la infelicidad; tener bienes y no hacer el bien
con ellos; poder llevar a otros a Dios y desaprovechar la oportunidad que
presenta el compartir el mismo trabajo, la misma tarea...; poder hacer
productivos los fines de semana para cultivar la amistad sincera, para darse a
los demás miembros de la familia, y dejarse llevar de la comodidad y del
egoísmo en un descanso mal planteado; haber dejado en la mediocridad la propia
vida interior destinada a crecer... Sería triste en verdad que, mirando hacia
atrás, contempláramos una gran avenida de ocasiones perdidas; que viéramos
improductiva la capacidad que Dios nos ha dado, por pereza, dejadez o egoísmo.
Nosotros queremos servir al Señor; es más, es lo único que nos importa. Pidamos
al Señor que nos ayude a dar frutos de santidad: de amor y sacrificio. Y que
nos convenzamos de que no basta, no es suficiente, con «no hacer el
mal», es necesario «negociar el talento», hacer positivamente el bien.
Para
el estudiante, hacer rendir los talentos significa estudiar a conciencia,
aprovechando el tiempo con intensidad –sin engañarse neciamente con la
ociosidad de otros–, ganando el necesario prestigio profesional con constancia,
día a día, de tal manera que, apoyado en él, pueda llevar a otros a Dios. Para
el profesional, para el ama de casa, hacer rendir los talentos significará
realizar un trabajo ejemplar, intenso, en el que se tiene en presente la
puntualidad, el rendimiento efectivo de las horas. De manera particular, Dios
nos pedirá cuentas de aquellos que, por títulos diversos, ha puesto a nuestro cuidado.
Dice San Agustín que quien está al frente de sus hermanos y no se preocupa de
ellos es como un espantapájaros, foenus custos, un guardián de
paja, que ni siquiera sirve para alejar los pájaros, que vienen y se comen las
uvas3.
Examinemos
hoy la calidad de nuestro estudio o de nuestro quehacer profesional, cualquiera
que este sea. Pidamos luces al Señor para, si fuera necesario, reaccionar con
firmeza, con la ayuda de su gracia, que no nos faltará.
III.
Poner en juego los talentos recibidos abarca todas las manifestaciones de la
vida personal y social. La vida cristiana nos lleva a desarrollar la propia
personalidad, las posibilidades que encierra toda persona, la capacidad de
amistad, de cordialidad... Hemos de ejercitar esas cualidades en la iniciativa
llena de fe para vencer falsos respetos humanos, y provocar una conversación
que anima a nuestros parientes, amigos o compañeros de trabajo a mejorar en su
vida espiritual o profesional, en su carácter, en sus deberes familiares; una
conversación que facilita recibir los sacramentos a ese amigo o a este pariente
enfermo... Miremos si verdaderamente nos sentimos administradores de los bienes
que el Señor nos ha dado, si sirven realmente para el bien o si, por el
contrario, los empleamos en compras inútiles, innecesarias o incluso
perjudiciales. Veamos si somos generosos en la ayuda a la Iglesia y a esas
obras buenas que se sostienen con la aportación de muchos... Que con gozo pueda
decir el Señor: Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de
beber, estaba desnudo y me vestiste4.
Dios
espera de nosotros, igualmente, una conducta reciamente cristiana en la vida
pública: el ejercicio responsable del voto, la actuación, según la propia
capacidad, en los colegios profesionales, en las asociaciones de padres en los
colegios de los hijos, en los sindicatos, en la propia empresa, de acuerdo con
las leyes laborales del país y poniendo los medios (aunque fueran pocos o
pequeños) para mejorar una legislación si esta fuera menos justa o claramente
injusta en materias fundamentales, como son el respeto a la vida, la educación,
la familia...
Es
siempre escaso el tiempo con que podemos contar para realizar lo que Dios
quiere de nosotros; no sabemos hasta cuándo se prolongarán esos días que forman
parte de los talentos recibidos. Cada jornada podemos sacar mucho rendimiento a
los dones que Dios ha puesto en nuestras manos: multitud de menudas tareas,
cosas pequeñas casi siempre, que el Señor y los demás aprecian y tienen en
cuenta.
La
Confesión frecuente nos ayudará a evitar las omisiones que empobrecen la vida
de un cristiano. «Ha de prestarse en ella (en la frecuente Confesión) especial
atención a los deberes descuidados, aunque a menudo sean deberes de poca
importancia, a las inspiraciones desatendidas de la gracia, a las ocasiones de
hacer el bien desaprovechadas, a los momentos perdidos, al amor al prójimo no
demostrado o insuficientemente demostrado. Han de despertarse en ella, frente a
las omisiones, un profundo y serio pesar y una decidida voluntad de luchar
conscientemente contra las más pequeñas omisiones de las que, en alguna forma,
tengamos conciencia. Si acudimos a la Confesión con este propósito, nos será
concedida en la absolución del sacerdote la gracia de reconocer mejor nuestras
omisiones y de tomarlas en serio»5.
Con esta gracia del sacramento y con la ayuda de la dirección espiritual nos
será más fácil evitar estas faltas o pecados y llenar la vida de frutos para
Dios.
1 Mt 25,
14-30. —
2 Cfr. 2
Sam 12, 30; 2 Rey 18, 14. —
3 Cfr. San
Agustín, Miscellanea Agustianensis, Roma 1930, vol. 1, p.
568. —
4 Cfr. Mt 25,
35 ss. —
5 B.
Baur, La Confesión frecuente, pp. 112-113.
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