Américo Martín 05 de septiembre de 2018
No se
vislumbran recesos en la tragedia venezolana. Los signos de la crisis son
imparables, van a lo infinito y en ese marco no hay pronóstico susceptible de
sostenerse en el tiempo. En el infinito las variantes también lo son. Sin
embargo, como las causas de la crisis se intensifican sin pausa, y la
resistencia física y moral del cuerpo humano es limitada, en algún momento se
quebrará el equilibrio y el cambio democrático será inevitable.
No ha
sido fácil conquistar una democracia que al par de instalar un civilizado
estado de derecho y libertad, ataque frontalmente los gravísimos problemas que
aplastan a los venezolanos; pero con el deterioro de la infraestructura
totalitaria, la victoria democrática se hace factible y próxima. Solo que no
basta con las pérdidas oficialistas, es preciso elevar la lucidez opositora, su
capacidad de ampliar fronteras alrededor de inconmovibles principios
democráticos, incluida la voluntad de aplicar justicia, no venganza.
El
cambio hacia la democracia está escrito. Que la oposición no encuentre aún la
manera de construir la unidad plural –premisa para la victoria- es una desgracia,
doble desgracia si prescindiera formal y explícitamente de ella, desestimulada
por descalificaciones provenientes de respetables disidentes, también
democráticos, que lamentablemente hacen juicios hirientes sin presentar con
probidad argumentos, indicios vehementes, pruebas, ni escuchar a los infamados.
A
mediados del siglo XVIII, aurora del Iluminismo, Cesare Beccaría, el más grande
de los impulsores de la humanización del Derecho Penal, la desarrolló como
Ciencia y la rescató de los sórdidos predios del vengador “ojo por ojo” y de la
“justicia” de la Inquisición. Los Inquisidores, con los emblemáticos Torquemada
y Savonarola al frente, torturaban y asesinaban, movidos por acusaciones
anónimas “inauditas” (sin oír a las víctimas). A partir de Beccaría, la
inocencia se presume; la culpa es la que se prueba.
Tres
siglos después la Inquisición dicta la “justicia” del régimen y espero que no
la opositora: es la culpa la que se presume, no la inocencia. Torquemada se
sentirá reivindicado en el círculo dantesco donde se encuentre; Beccaría se
estremecerá en su sepulcro.
Si el
desenlace de la confrontación depende de la fluctuante fuerza de las dos
aceras, la unidad de la disidencia democrática es un eje político.
Adicionalmente, no puede arriarse la bandera electoral aunque el régimen
insista en el fraude. En el peor de los casos será un emblema que alimenta la
solidaridad. Nada se pierde coincidiendo con la comunidad internacional y mucho
se gana aislando la contumacia fraudulenta del oficialismo.
Aislarla
es debilitarla y por consiguiente, aproximar el cambio. Una dirección seria
procuraría la unidad de “toda” la disidencia democrática, incluyendo la
relevante tendencia chavista crítica. Los más notables cambios de la historia
fueron dirigidos por frentes unitarios plurales, en pie de igualdad. La
división desmoraliza; es lógica de suicida.
Y es
también lógica de Tin Tan, cómico mexicano algo barroco. Lo certifica el título
de uno de sus filmes: ¡Mátenme porque me muero!
Américo
Martín
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