Rafael Luciani 20 de octubre de 2018
@rafluciani
El
mensaje del Reino de Dios fue lo más central en la predicación y la praxis de
Jesús. Es lo que más impactó a sus seguidores y marcó la novedad de su mensaje,
especialmente orientado hacia los más sufrientes y necesitados, a los cansados
y olvidados. Esto implica, para los cristianos hoy en día, que no podemos
hablar de fe sin discernir sobre el estado de cosas que nos rodean, tanto en
nuestros contextos más cercanos y locales -los familiares o vecindarios-, como
en los más amplios y globales, -sea un país o una cultura.
El
discernimiento cristiano de la realidad presupone la reflexión honesta acerca
de aquellas situaciones que estemos viviendo, y cómo las estamos asumiendo:
¿absolutizo mi propio modo de ser y pensar? ¿trato a los demás como objetos?
¿pongo todas mis esperanzas en personas o ideologías? ¿tengo como centro de mi
vida al dinero? ¿soy indolente frente al drama de los demás? ¿cómo entiendo la
presencia del otro en mi vida?
A veces
conocemos muy poco el estilo de vida de Jesús, sus palabras y gestos
cotidianos. Muchas veces se nos ha enseñado a un Dios que no es Padre, bueno y
compasivo. Lo que es más triste aún, no se enseña a tener una relación personal
e íntima con Dios. Estas ideas erróneas que tenemos afectan el modo de vivir
nuestra fe en la familia y en la sociedad, y nacen de un hecho triste, aunque
real: la mayoría de los cristianos no leen los Evangelios, sino que se quedan
con lo que se les explica acerca de ellos.
Tomemos
como ejemplo lo que el mismo Jesús encontró en su contexto y cómo lo fue
discerniendo. En el siglo I, la cultura política practicada por Herodes el
Grande se caracterizó por la sumisión absoluta al César, produciendo una
verdadera idolatría al depositar en una sola persona el poder absoluto al que
se debía servir. Los profetas lo criticaron y distintos movimientos religiosos
lo rechazaron, por considerar que estaba traicionando la soberanía del Dios
vivo y verdadero, Yahveh, vendiéndose a los romanos para así mantenerse en el
mando. Jesús mismo le recordó a sus discípulos que «los reyes de las naciones
las dominan como señores absolutos, y los que ejercen el poder sobre ellas se
hacen llamar bienhechores.
Pero
no así entre ustedes, sino que el mayor sea como el más joven, y el que
gobierna como el que sirve» (Lc 22,25). Colaboracionismo, sumisión,
bienhechuría, dádivas: todas estas formas de relacionarse no representaban para
Jesús el deseo más querido por Dios para sus hijos, porque convierten al ser humano
en súbdito y objeto de otro. Y así no es el Reino de Dios, pues en éste reina
la fraternidad, traducida en justicia y paz para todos.
Para
Jesús el Reino no es un estado privado de vida espiritual o de cosas
materiales. Es un estado de relaciones humanas, es decir, un modo fraterno de
estar solidariamente cada uno respecto de los demás, sin imposiciones ni
violencias; y un modo filial de tratar a Dios con confianza e intimidad como el
único absoluto en nuestras vidas. Relaciones como la solidaridad, la compasión,
el servicio, la sanación de corazones aún no reconciliados, el dar de comer al
hambriento y apostar por las víctimas, entre otras, son relaciones que encarnan
al Reino en nuestras familias y sociedades porque dan esperanza al abatido y
cansado de luchar por un mundo mejor, a la vez que alivian el corazón y el
dolor de los que han sido olvidados en nuestra sociedad. Sólo así se encuentra
el camino hacia la propia humanización, que no es otro que el camino hacia el
Reino de Dios.
Doctor
en Teología
Rafael Luciani
@rafluciani
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