Fernando Mires 20 de octubre de 2018
No se
quiebra la unidad de la oposición, si se considera que asegurar su viabilidad
implica admitir la existencia de gruesas diferencias. Pero si las diferencias
toman el lugar del objetivo común y si los desacuerdos ya no pueden ser
manejados entre las élites partidistas, entonces hay que acudir al debate
ciudadano y a una competencia sujeta a reglas decentes.
Las
citadas, palabras de Simón García, sereno y ecuánime columnista del periódico
digital Tal Cual, me hicieron recordar un dictum de Michael Walzer cuando
señalaba que hacer política supone practicar dos artes: el de unir y el de
separar. Y así es: la política, como la vida, transcurre surcando vías de
uniones y separaciones, de alianzas y rupturas. La unidad por la unidad
en política no existe. La unidad solo se puede dar alrededor de medios y
fines comunes. Dejan estos de existir, no se justifica la unidad. Así de simple.
Naturalmente
García se refería a la unidad de la oposición venezolana. Ferviente defensor de
la unidad en el pasado reciente, ha llegado al convencimiento de que la unidad
por la unidad, en las condiciones que vive su país, no solo no es posible sino,
además, ejerce un efecto palarizante. De ahí que considera necesario un
“sano deslinde”.
Un
deslinde: No necesariamente una ruptura o quiebre.
Simplemente una separación no dramática entre dos fracciones políticas: una, la
extremista que intenta convertir a la política en testimonios épicos, en actos
de pomposa dignidad, en agresiva inactividad en espera de militares patriotas o
intervenciones externas, e incluso, invasiones militares. Otra, la fracción
política, intenta mantener la continuidad mediante la mantención de vías
democráticas sin excluir alternativas de diálogo cuando estas asoman y, sobre
todo, participando en comicios aún a sabiendas de que el gobierno juega con
naipes marcados. Las elecciones para esta segunda fracción no son solo un fin. Son
un medio de resistencia opositora, una fuente de agitación política, un
ejercicio de soberanía ciudadana.
La
primera fracción, desde el Carmonazo del 2002, pasando por la abstención del
2005, La Salida del 2014, hasta llegar a la abstención del 20-M, sumando ahora
el quimérico “quiebre” proclamado sin ninguna base por la señora Machado, han
contribuido a deparar a la oposición grandes derrotas. La segunda fracción ha
logrado en cambio innegables triunfos: el plebiscito del 2007, el 6-D, muchas
alcaldías, y sobre todo, fuertes movilizaciones en defensa de la Constitución y
de la vía electoral, entre ellas las del propio RR16 (al que la primera
fracción intentó imprimir un absurdo sello insurreccional). En otras
palabras, todas las grandes derrotas opositoras han sido consecuencia
de la acción anti-electoral. Todas las grandes victorias, en cambio, han
sido logradas a través de la ruta electoral, sin lugar a dudas, el “talón de
Aquiles” de Maduro
Estamos
pues frente a dos opciones no solo diferentes sino antagónicas. Más aún:
excluyentes entre sí. Imposible es -y en ese punto se comparte la tesis de
Simón García- que ambas fracciones puedan habitar bajo un mismo techo. ¿Ha
llegado entonces la hora del deslinde? Sin dramas ni tragedias, sin
gritos ni insultos, decentemente dice García. Cada uno por su lado, mucho gusto
haberte conocido, y si te he visto no me acuerdo..
La
separaciones o deslindes hay que hacerlas a tiempo. Cuando
eso no ocurre pueden acontecer grandes tragedias. ¿No está montada la cultura
política europea y latinoamericana sobre la base de una de esas tragedias? Me
refiero a la gran revolución francesa de 1789. De esa revolución heredamos el
envenenado estilo jacobino de discusión, la guillotina (la horca, el paredón,
el asesinato político), una concepción estatista y autoritaria de la política
y, no por último, ese radicalismo hueco que ha espiritualizado a los grandes
movimientos políticos latinoamericanos desde la independencia hasta nuestros
días. Sin embargo, todo pudo haber sido diferente.
Muy
diferente habría sido todo si esos decentes y moderados burgueses llamados
girondinos, partidarios de vías electorales y admiradores de la monarquía
parlamentaria inglesa, hubieran tenido agallas para deslindarse a tiempo de la
izquierda jacobina. Oportunidades no faltaron. Los jacobinos
controlaban los barrios pobres de París. Pero los girondinos a las más
prósperas provincias de Francia siendo mayoría en la Asamblea
Constituyente de 1792. Sin embargo, no tenían líderes. Brissot y Roland,
cuerdos y racionales, no entusiasmaban a nadie con sus apatías. Además eran
vacilantes. Nada extraño que hubiesen sido atropellados por la oratoria audaz
de Danton (el primer populista de la modernidad), por la locura de Marat, por
la crueldad fanática de Robespierre. La Gironda tampoco supo hacer alianzas
políticas con el bajo clero, con la nobleza republicana, ni con las clases
prósperas, agrarias y urbanas de la Francia post-monárquica. Pero sobre todo,
no supo deslindarse a tiempo de la canalla jacobina. El resultado lo seguimos
pagando ahora. Los primeros en pagarlo fueron los revolucionarios rusos antes y
después de 1917.
Fue
Isaac Deutscher quien con su literaria prosa histórica nos dio a conocer como
se identificaban los socialdemócratas rusos con los jacobinos franceses. Al fin
terminaron divididos de un modo similar. Los mencheviques, que quiere decir
minoritarios, fueron mayoría en los soviets de 1905, en la Duma y en los
soviets de San Petersburgo y Moscú hasta 1917. Sin embargo, se dejaron
arrebatar la iniciativa por los bolcheviques (que quiere decir mayoría, aunque
eran minoritarios) evitándose así la posibilidad de un deslinde. La gran chance
la tuvieron los mencheviques dirigidos por Mártov y Axelrov durante la
revolución de febrero. Si en esa ocasión hubieran cerrado filas alrededor del
gobierno parlamentario de Kerensky, sin hacer concesiones a los bolcheviques,
la historia habría cambiado su curso mundial. Eso pasaba – y ese fue el nudo
menchevique- por una división interna de la socialdemocracia rusa. El
asalto al Palacio de Invierno, la consigna “todo el poder a los soviets” (en
realidad a los leninistas) y la disolución del parlamento, dejaron tan mal
parados a los mencheviques como la toma del poder de la Convención por parte de
los jacobinos franceses, a los girondinos. La historia no se repite;
eso es cierto. Pero convengamos en que a veces tiene una extraña tendencia a
imitarse a sí misma.
Pude
comprobar esa tendencia imitativa en mi propio país. En
el Chile de la Unidad Popular (UP) cuando ya desde 1970 se formaron dos Ups. A
un lado Allende apoyado por socialistas democráticos y comunistas, y desde más
lejos, por la fracción no freísta de la democracia cristiana (Fuentealba,
Tomic). Al otro lado una fracción extremista insurreccional formada por los
socialistas de Altamirano, el MAPU, y desde fuera de la UP, el MIR. Los
primeros propiciaban un gobierno hacedor de reformas sociales en el marco de un
orden democrático. Los segundos, una insurrección de carácter socialista.
Apoyados desde Cuba por Fidel Castro -quien incluso actuó en Chile durante un
mes a favor del extremismo y en contra de Allende- no ocultaban sus
propósitos de dividir a la UP. Allende pensó quizás en deslindarse de la
fracción extremista (hay algunos testimonios que así lo sugieren) Pero eso
significaba dividir a su propio partido, un precio demasiado alto para él. Así
optó por realizar negociaciones imposibles. Cuando Allende, al fin, decidió
jugar la carta del deslinde mediante un llamado al plebiscito, ya era tarde.
Los militares de Pinochet avanzaban hacia la casa presidencial.
¿Habría
salvado un deslinde a la opción democrática de Allende? Imposible saberlo.
Nadie puede pensar la historia en términos subjuntivos. Lo que ocurrió,
ocurrió. Pero seguramente esa experiencia marcaría a fuego a algunos políticos
chilenos. Por eso, cuando muchos años después apareciera la posibilidad del
plebiscito que terminaría con la dictadura, la decisión de una parte de la
izquierda ya estaba tomada: no dejarse presionar por ninguna fracción
ultraizquierdista, esta vez representada por el partido comunista, extremistas
del partido socialista, más algunos grupos castristas que aún pululaban en la
izquierda chilena. Por el contrario, fue necesario deslindarse de
ellos, los que continuaron sosteniendo hasta el fin que votar era
legitimar a la dictadura.
En
Venezuela la oposición también se encuentra enfrentada, como en otras
latitudes, al dilema del deslinde. Naturalmente, hay defensores candorosos de
la unidad por la unidad. Quizás no entienden que el problema no radica en
diferentes tácticas y estrategias sino en dos culturas políticas antagónicas.
Un jacobinismo derechista de origen oligárquico y una clase política que ha
perdido el rumbo electoral, el único que tenía, el único que conocía. Menos
entienden que si la unidad abstracta continúa, la oposición seguirá paralizada,
situada en medio de la nada, en esa “política cero” que apenas pueden ocultar
sus principales líderes, empeñados en asumir el rol de reporteros de tragedias
sociales. Evidentemente, tienen miedo al deslinde, aunque en el fondo saben que
no hay otra alternativa. Y de algún modo se les entiende: el deslinde
no solo es entre partidos sino también dentro de los partidos. Eso quiere decir
que algunos siguen poniendo la “razón de partido” por sobre toda otra razón
política. Fatal, estimado Capriles.
El ya
citado Simón García escribió un tuit afirmando que el deslinde existe
objetivamente. Solo falta ponerlo en forma. De eso se trata precisamente, de
ponerlo en forma. Y bien ¿cómo se puede poner en forma política un
deslinde? La forma no-política es agrediendo a los extremistas con el
lenguaje que ellos mismos usan. Pero para eso no hay ninguna necesidad. Entre
los aciertos de Carl Schmitt hay al respecto una frase muy correcta. “El
enemigo político no es un enemigo personal”. Poner en forma política un
deslinde significa, dicho en breve, asumir y practicar una línea política sin
dar cuenta ni explicaciones a los ex-aliados. En el caso que nos ocupa,
significa asumir la tarea electoral hasta sus últimas consecuencias, nombrando
candidatos e iniciando desde ya la campaña para las elecciones que se avecinan.
Una de ellas, las municipales, ya tienen fecha: 9-D. La otra, el plebiscito, es
eventual. Ese sería un deslinde.
Un
deslinde no precisa de refinamientos ideológicos, de filosofías morales, ni de
traumas personales. Como diría Kant, es un imperativo axiomático: Los
chavistas no quieren elecciones, los abstencionistas no quieren elecciones, los
demócratas van por lo tanto a las elecciones en contra de los dos. Por
eso mismo el “sano deslinde” del que nos habla Simón García es necesario e
ineludible. A menos, claro está, que los opositores democráticos decidan
continuar habitando en el limbo que los llevó a esa “abstención pasiva” que no
saben como manejar.
Antes
del 20-M faltaban 5 minutos para las 12. En estos momentos falta 1 minuto para
las 12. Quedan todavía algunos segundos. Ahora o nunca. Hay que saber
decidir a tiempo.
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