Francisco Fernández-Carvajal 27 de octubre de 2018
—
Acudir a Jesús, siempre cercano, en nuestras flaquezas y dolencias.
— La
misericordia del Señor. Bartimeo.
— La
alegría mesiánica.
I. Dios
pasa por la vida de los hombres dando luz y alegría. La Primera lectura1 es
un grito de júbilo por la salvación del resto de Israel, por
la vuelta a la tierra de sus padres desde el destierro. Retornan todos, los
lisiados y enfermos, los ciegos y los cojos, que encuentran su
salud en el Señor. Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor
de los pueblos; proclamad, alabad y decid: el Señor ha salvado a su pueblo, al
resto de Israel. Mirad que Yo os traeré del país del Norte... Entre ellos hay
ciegos y cojos... una gran multitud retorna. Después de tantos
padecimientos, el Profeta anuncia las bendiciones de Dios sobre su
Pueblo. Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos, los llevaré
a torrentes de agua, por un camino llano en que no tropezarán.
En
Jesús se cumplen todas las profecías. Pasó por el mundo haciendo el bien2,
incluso a quien no le pedía nada. En Él se manifestó la plenitud de la
misericordia divina con quienes estaban más necesitados. Ninguna miseria separó
a Cristo de los hombres: dio la vista a ciegos, curó de la lepra, hizo andar a
los cojos y paralíticos, alimentó a una muchedumbre hambrienta, expulsó
demonios..., se acercó a los que más padecían en el alma o en el cuerpo.
«Éramos nosotros los que teníamos que ir a Jesús; pero se interponía un doble
obstáculo. Nuestros ojos estaban ciegos (...). Nosotros yacíamos paralizados en
nuestra camilla, incapaces de llegar a la grandeza de Dios. Por eso nuestro
amable Salvador y Médico de nuestras almas descendió de su altura»3.
Nosotros,
que andamos con tantas enfermedades, «hemos de creer con fe firme en quien nos
salva, en este Médico divino que ha sido enviado precisamente para sanarnos.
Creer con tanta más fuerza cuanta mayor o más desesperada sea la enfermedad que
padezcamos»4. Existen épocas en las que quizá vamos a experimentar con más
fuerza nuestra dolencia: momentos en los que la tentación es más fuerte, o en
los que sentimos el cansancio y la oscuridad interior o experimentamos con más
fuerza la propia debilidad. Acudiremos entonces a Jesús, siempre cercano, con
una fe humilde y sincera, como la de tantos enfermos y necesitados que aparecen
en el Evangelio. Le diremos entonces al Maestro: «¡Señor!, no te fíes de mí. Yo
sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la
ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque Él no nos abandona,
comprenderemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: virtus in
infirmitate perficitur (2 Cor 12, 9); con fe en el Señor,
a pesar de nuestras miserias –mejor, con nuestras miserias– , seremos fieles a
nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos en medio de
nuestra flaqueza»5.
¡Qué seguridad nos da Cristo cercano a nuestra vida!
II. El
Evangelio de la Misa6 nos
relata el paso de Jesús por la ciudad de Jericó y la curación de un ciego, Bartimeo,
que estaba sentado junto al camino pidiendo limosna. El Maestro deja las
últimas casas de esta ciudad y sigue su camino hacia Jerusalén. Es entonces
cuando a Bartimeo le llega el ruido de la pequeña caravana que acompañaba al
Señor. Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a gritar y a decir:
Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí. Aquel hombre que vive en la
oscuridad, pero que siente ansias de luz, de claridad, de curación, comprendió
que aquella era su oportunidad: Jesús estaba muy cerca de su vida. ¡Cuántos
días había esperado aquel momento! ¡El Maestro está ahora al alcance de su voz!
Por eso, aunque muchos le reprendían para que callase, él no les
hace el menor caso y gritaba mucho más fuerte. No puede perder
aquella ocasión. ¡Qué ejemplo para nuestra vida! Porque Cristo, siempre al
alcance de nuestra voz, de nuestra oración, pasa a veces más cerca, para que
nos atrevamos a llamarle con fuerza. Timeo -comenta San
Agustín- Iesum transeuntem et non redeuntem, temo que Jesús pase y
no vuelva7. No podemos dejar que pasen la gracias como el agua de lluvia
sobre la tierra dura.
A
Jesús hemos de gritarle muchas veces –lo hacemos ahora en el silencio de
nuestra intimidad– en una oración encendida: Iesu, Fili David, miserere
mei! ¡Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí! Al llamarle, nos
consuelan estas palabras de San Bernardo, que hacemos nuestras: «Mi único
mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos mientras Él no lo
sea en misericordia. Y como la misericordia del Señor es mucha, muchos son
también mis méritos»8.
Con esos merecimientos acudimos a Él: Iesu, Fili David... Hemos
de gritarle, afirma San Agustín, con la oración y con las obras que han de
acompañarla9. Las buenas obras, especialmente la caridad, el trabajo bien
hecho, la limpieza del alma en una Confesión contrita de nuestros pecados
avalan ese clamor ante Jesús que pasa.
El
ciego, después de vencer el obstáculo de los que le rodeaban, consiguió lo que
tanto deseaba. Se detuvo Jesús y dijo: Llamadle. Llaman al ciego
diciéndole: ¡Animo!, levántate, te llama. Él, arrojando su manto, dio un salto
y se acercó a Jesús.
El
Señor le había oído la primera vez, pero quiso que Bartimeo nos diese un
ejemplo de insistencia en la oración, de no cejar hasta estar en presencia del
Señor. Ahora ya está delante de Él. «E inmediatamente comienza un diálogo
divino, un diálogo de maravilla, que conmueve, que enciende, porque tú y yo
somos ahora Bartimeo. Abre Cristo la boca divina y pregunta: quid tibi
visfaciam?, ¿qué quieres que te conceda? Y el ciego: Maestro, que
vea (Mc 10, 51). ¡Qué cosa más lógica! Y tú, ¿ves? ¿No te
ha sucedido, en alguna ocasión, lo mismo que a ese ciego de Jericó? Yo no puedo
dejar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar
que Jesús esperaba algo de mí –¡algo que yo no sabía qué era!–, hice mis
jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba
para algo nuevo y el Rabboni, ut videam -Maestro, que vea- me
movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú
quieres, se cumpla (...). Ahora es a ti, a quien habla Cristo. Te dice: ¿qué
quieres de Mí? ¡Que vea, Señor, que vea! Y Jesús: anda, que tu fe te ha
salvado. E inmediatamente vio y le iba siguiendo por el camino (Mc 10,
52). Seguirle en el camino. Tú has conocido lo que el Señor te proponía, y has
decidido acompañarle en el camino. Tú intentas pisar sobre sus pisadas,
vestirte de la vestidura de Cristo, ser el mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa
luz que el Señor te va dando, ha de ser operativa y sacrificada. No te hagas
ilusiones, no pienses en descubrir modos nuevos. La fe que Él nos reclama es
así: hemos de andar a su ritmo con obras llenas de generosidad, arrancando y
soltando lo que estorba»10.
III. El
Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres. // Cuando el Señor
cambió la suerte de Sión, // nos parecía soñar: // La boca se nos llenaba de
risas, // la lengua de cantares. // Que el Señor cambie nuestra suerte, // como
los torrentes del Negueb. // Los que sembraban con lágrimas, // cosechan entre
cantares11, leemos en el Salmo responsorial.
Este
Salmo de júbilo y de alegría recuerda la dicha de los israelitas al conocer el
decreto de Ciro para la repatriación del Pueblo elegido a la tierra de sus
padres y la esperanza de la reconstrucción del Templo y de la Ciudad Santa. Se
cantaba en las peregrinaciones a Jerusalén, especialmente en las fiestas judías
más importantes. Por eso se le llamó el Cántico de peregrinación.
El
Negueb es un desierto al sur de Palestina por el que en tiempos de lluvia
bajaban torrentes de agua que lo convertían durante algún tiempo en un oasis.
Así también los cautivos de Babilonia vuelven a Israel, despoblado y desierto,
y piden al Señor que a su vuelta renueve la tierra, que establezca una nueva
época llena de bendiciones. Aquellas lágrimas que fueron derramando se convirtieron
en semillas de conversión y de arrepentimiento por los pecados pasados que
motivaron el castigo. Y lo mismo que el que siembra pasa fatiga al ir echando
la semilla con lágrimas, pero un día podrá volver de su campo trayendo las
gavillas sembradas con dolor, así el Pueblo escogido fue sembrando lágrimas
reparadoras, y vuelve ahora llevando gavillas de gozo y de liberación12.
Este
Salmo recuerda la alegría mesiánica, a la que también hace referencia la Primera
lectura. En el Evangelio del día, Bartimeo es un fruto de esa salvación que
ya despunta, y que tendrá su plenitud después de la Pasión, Muerte y
Resurrección de Cristo. La misma ceguera de Bartimeo y su pobreza fueron un
motivo de su encuentro con Jesús, que compensó ampliamente todos sus anteriores
pesares. La vida de este ciego fue completamente distinta: et
sequebatur eum in via..., le seguía en el camino. Ahora, Bartimeo es un
discípulo que sigue al Maestro. Nuestras dolencias, nuestra oscuridad quizá,
pueden ser ocasión de un nuevo encuentro con Jesús, de un seguirle de un modo
nuevo –más humildes, más purificados– por el camino de la vida, de convertirnos
en discípulos que caminan más cerca de Él. Entonces, podremos decir a muchos de
parte del Señor: ¡Ánimo!, levántate, te llama. «En aquellos
tiempos, narran los Evangelios, pasaba el Señor, y ellos, los enfermos, le
llamaban y le buscaban. También ahora pasa Cristo con tu vida cristiana y, si
le secundas, cuántos le conocerán, le llamarán, le pedirán ayuda y se les
abrirán los ojos a las luces maravillosas de la gracia»13.
Domine,
ut videam: Señor, que vea lo que quieres de mí. Domina,
ut videam: Señora, que vea lo que tu Hijo me pide ahora, en mis
circunstancias, y se lo entregue.
1 Jer 31,
7-9. —
2 Cfr. Hech 10,
38. —
3 San
Bernardo, Sermón I domingo de Adviento, 78. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 193. —
5 Ibídem,
194. —
6 Mc 10,
46-52. —
7 Cfr. San
Agustín, Sermón 88, 13. —
8 San
Bernardo, Sermón sobre el Cantar de los Cantares, 61.
—
9 San
Agustín, Sermón 349, 5. —
10 San
Josemaría Escrivá, o. c., 197-198. —
11 Salmo
responsorial. Sal 125, 1-6. —
12 Cfr. D.
de las Heras, Comentario ascético-teológico sobre los Salmos,
p. 325. —
13 San
Josemaría Escrivá, Forja, 665.
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