Javier Cercas 24 de
octubre de 2018
LA
CRISIS DE LA DEMOCRACIA: ese es el tema de nuestro tiempo. Por una vez, la
palabra “crisis” no designa un cliché vacío sino una realidad tangible. La
realidad es la siguiente. Desde el final de la II Guerra Mundial, sobre todo
desde la caída de la URSS, solía aceptarse que la democracia liberal se volvía
un sistema político irreversible en países prósperos que cambiaban de Gobierno
varias veces consecutivas en elecciones libres; a tal victoria política sin
vuelta atrás es a lo que Francis Fukuyama llamó a finales de los ochenta, en un
ensayo más citado que leído, “el fin de la historia”. Ahora es obvio que
Fukuyama se equivocó, y que ni siquiera en Europa y Estados Unidos está la
democracia asegurada. La manifestación más llamativa de este hecho fue la
elección a la Casa Blanca de Donald Trump, lo que demostró que los ciudadanos
de la democracia más antigua y poderosa del mundo aceptan ser gobernados por un
hombre que pone en duda de manera continuada y flagrante las más elementales
normas democráticas; pero Trump no está solo: las democracias occidentales
vienen siendo asaltadas por una oleada de populistas que, casi siempre en
nombre de la democracia, violan por sistema la democracia (como entre nosotros
ocurrió en Cataluña el otoño pasado). De hecho, podría argumentarse que el
populismo global de hoy es la máscara posmoderna del totalitarismo global de
los años treinta, y que la democracia tiene que batirse hoy contra él como se
batió entonces contra el totalitarismo. La pregunta es si la democracia
prevalecerá, como lo hizo entonces, y a qué precio. Y la respuesta no está
clara.
Esa es
la cuestión a la que, desde hace unos años, dan vueltas pensadores de todo el
mundo; el penúltimo es Yascha Mounk, profesor de Harvard y autor de un libro
brillante que acaba de publicar en castellano la editorial Paidós: El pueblo
contra la democracia. La tesis básica de Mounk es que hoy la democracia liberal
se resquebraja porque estamos separando sus dos componentes esenciales —la
democracia, que asegura el respeto a la voluntad popular, y el liberalismo, que
asegura el respeto a las leyes y por tanto la igualdad de derechos—, lo que da
lugar a dos perversiones de la democracia: por un lado, un liberalismo no
democrático, que más o menos respeta las leyes y los procedimientos, así como
los derechos individuales, pero que apenas tiene en cuenta la voluntad popular,
o procura ignorarla; por otro lado, una democracia iliberal, que dice respetar
la voluntad popular pero desprecia la ley, los procedimientos y las
instituciones independientes que controlan el poder. La primera perversión
conduce a la tecnocracia, y su mejor ejemplo lo tuvimos en verano de 2015,
cuando, después de que los griegos rechazaran en referéndum el tratado para
salir de la crisis que les ofrecía la UE, Alexis Tsipras aceptó en Bruselas,
obligado por la Troika, un tratado todavía más duro que el que sus
conciudadanos se habían negado a aceptar. La segunda perversión conduce al fin
de la democracia: ejemplos de ella los tenemos a diario en Polonia, en Hungría,
en Turquía —no digamos en Venezuela o Rusia—, donde unos gobernantes que
alardean de demócratas y se consideran la encarnación del pueblo persiguen a
sus rivales políticos, ignoran a las minorías y controlan la justicia, los
procesos electorales y los medios de comunicación. A esta doble amenaza
creciente nos enfrentamos, dice Mounk: un liberalismo no democrático (o
derechos sin democracia) y una democracia iliberal (o democracia sin derechos).
Tecnocracia o populismo. Y lo peor es que la primera no hace más que alimentar
el segundo, ahora mismo la principal amenaza para nuestras libertades.
El
diagnóstico de Mounk no parece pesimista: quien no quiera ver que la democracia
está en peligro en Occidente es que no quiere ver la realidad. La pregunta es
si los defensores de ese sistema político, que ha hecho más que cualquier otro
por extender la paz, la libertad y la prosperidad en el mundo, estamos tan
determinados a defenderlo de sus enemigos como lo estuvieron nuestros
antepasados en los años treinta. Y aquí la respuesta tampoco está clara.
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