Rafael Luciani 27 de octubre de 2018
A
veces olvidamos cómo pudo Jesús soportar situaciones cargadas de violencia y
desesperanza que parecían no tener futuro. Él sintió el peso de una realidad
socioeconómicamente fracturada y padeció las consecuencias de la violencia
religiosa y política (Mc 14,1). Sin embargo, nunca dejó de creer que había que
hacer de «esta tierra, como era el cielo» (Mt 6,10) para gozar de la calidad de
vida que existía en el «Reino de Dios» (Lc 11,2). Resultará asombroso, pero
esta esperanza simbólica provenía de una profunda relación con Dios y de un
auténtico servicio a los pobres, a las víctimas y a tantas personas cansadas de
luchar en esta vida.
Mientras
representantes políticos y religiosos, familias, terratenientes y muchas
personas de poder sólo ponían cargas pesadas de llevar, este individuo de
Nazaret viene a invitar a asumirnos como hombres y mujeres de espíritu, es
decir, como sujetos que apuesten por construir espacios para que otros puedan
estar presentes en sus pensamientos, oraciones, acciones; viene a invitarnos
para que el desgaste, el agobio y la extenuación que consumen nuestra voluntad
y entendimiento, no sean obstáculos para descubrir que quien está delante de
nosotros es un hermano, un auténtico tesoro, un bien del Padre eterno.
Sólo
de esta forma, nos dice, surgirá ese impulso vital que levante nuestros
recipientes de barro (2 Cor 4,7), la desesperanza y permita avisorar un futuro
donde comencemos a humanizarnos en el encuentro con el otro a partir del
servicio fraterno, recíproco, para que cada persona pueda poner sus bienes más
preciados en favor de la causa del otro. Entonces lo que era una carga ya no
pesará, porque no la llevaremos solos sino en el servicio y apoyo recíprocos,
de modo que pensemos, oremos y busquemos soluciones juntos, como hermanos y
dejemos de tratarnos como enemigos o desconocidos.
Hacer
las cosas como Jesús las hizo no es algo exclusivo de los cristianos. Su opción
de vida es patrimonio de todos y su estilo es paradigma de humanidad porque nos
da a conocer el modo más humano de ser, algo que no se alcanza mediante el
vacío absoluto del propio ser, por la superación de pensamientos negativos ni
distanciándonos de supuestos pecadores. Tampoco se llega a ello a través de la
ilusa creencia de trascender lo inmediato y no mirar lo que sucede en nuestro
entorno.
Una
vida que sigue el ejemplo de Jesús pasa por asumir el presente histórico como
una realidad escatológica, es decir, capaz de construir relaciones
trascendentes que nos afirmen y autodeterminen como sujetos verdaderamente
humanos; pasa por la recreación de nuestras palabras y relaciones incluyendo en
ellas lo que vivo, pienso y padezco, de modo tal que entienda que mi libertad
se juega en el rostro de ese cada-otro ante mí, con sus dolencias y carencias,
con sus riquezas y potencialidades, con su salud o enfermedad, porque es, ante
todo, mi hermano.
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